Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
inocente fatuidad y enorme culpa, que habría que forzar mucho las cosas para considerarla un indicio de la constitución general de las cosas, del país o del Gobierno; […] es una especie de lusus naturae en el mundo moral, solitaria y rezagada, excluida de los ciclos que cumplen las leyes de la naturaleza. Un monstruo que no debe propagarse ni gozar del derecho al nacimiento en el porvenir (Wordsworth, 1974b, p. 292).
Los promotores y partidarios de la Convención no percibían el principio de justicia: ni «sienten ni ven». No entendían «los rudimentos de la naturaleza tal y como se aprecian en el transcurso ordinario de la vida» (Wordsworth, 1974b, pp. 281, 306). Wordsworth comparaba esta ceguera moral con lo mucho que ven quienes usan los impulsos naturales para reforzar el sentido de la identidad humana y de la lealtad política. Estos sentimientos eran un antídoto eficaz contra el materialismo, y una base viable para la política, porque las impresiones derivadas de la segunda naturaleza simbolizaban verdades fundamentales y tranquilizadoras sobre la condición humana. Gracias a las ideas y conductas transmitidas por la tradición, el presente se convertía en un momento sin costuras, basado afectivamente en la armonía entre pasado, presente y futuro:
Basta con que algo salido de nuestras manos
viva, actúe y sirva en horas futuras;
cuando avanzamos hacia la tumba silenciosa,
gracias al amor, la esperanza y el don trascendente de la fe,
sentimos que somos más grandes de lo que sabemos.
(Wordsworth, 1946, III, versos 10-14, p. 261.)
El rechazo de Wordsworth al código de protocolo militar que permitía a un enemigo vencido dejar la escena, sugiere que establecía una distinción entre aspectos de la tradición vivos y moribundos. Las elites militares y civiles se ocultaban tras el pasado en vez de usarlo como base para el porvenir. Sus «formas, impedimentos, costumbres corruptas y antecedentes, su estrechez de miras y su miedo ciego a la acción» resultaban repugnantes, tanto para quienes habían aprendido en la escuela de la vida como para la mente filosófica que reflexionaba sobre los frutos de la experiencia humana (Wordsworth, 1974b, p. 300). Estas observaciones podían haber allanado el camino a una perspectiva crítica (o al menos analítica) de las instituciones y prácticas heredadas, pero Wordsworth no elige esa opción. En su apoyo posterior a los estados-nación queda alguna traza de las implicaciones críticas de The Convention, pero en aquel periodo se adoptaba a menudo un lenguaje patriótico para marcar distancias con el lenguaje progresista de la ciudadanía asociado a la Revolución francesa (Cronin, 2002, pp. 144-145). Si alguna vez Wordsworth tuvo veleidades reformistas, estas fueron dejando paso al conservadurismo (Cobbam, 1960, pp. 149-151). La reticencia de Wordsworth a permitir que la acción humana acabara con instituciones y prácticas moribundas refleja esa tendencia. Estas reliquias, a las que describe como trasfondos estéticamente valiosos de la vida humana, eran comparables a
un roble majestuoso en la etapa de decadencia final, o a un magnífico edificio en ruinas. Ambos merecen admiración y respeto, y deberíamos considerar una profanación tanto que se tale al primero como que se proceda a la demolición del segundo. Pero no nos deben enviar por ello a los árboles secos en busca de guirnaldas de mayo ni recriminarnos porque no convertimos a las enmohecidas ruinas en nuestro hogar […] El tiempo deposita suavemente lo que resulta inútil o dañino en un segundo plano (Wordsworth, 1974f, p. 173).
Southey, como Wordsworth, afirmaba que las reformas constitucionales propuestas por los publicistas radicales dañarían la estructura del Estado. Sin embargo, sus jeremiadas sobre la emancipación católica y la reforma parlamentaria iban acompañadas de expresiones de alarma ante el impacto de los rápidos y profundos cambios sociales y económicos (Mendilow, 1986, pp. 69-79). Southey afirmaba que el clima intelectual y moral de finales del siglo XVIII y principios del XIX, unido al rápido crecimiento de las manufacturas, habían dado lugar a una población económica, intelectual y espiritualmente depauperada. Esta degradación era una afrenta a la moral cristiana y minaba la base de un cuerpo político estable. En opinión de Southey, el Estado se mantenía gracias a una reciprocidad que entendía a la manera romántica, no en términos contractuales o racionales. La privación material minaba la identidad personal en la que se basaba el Estado. También reflejaba una indiferencia generalizada (cuyo epítome, según Southey, era el ejemplo de Malthus de la mesa ocupada por todos los comensales) hacia las necesidades intelectuales, morales y espirituales de población. Las nuevas ciudades industriales y los descuidados pueblos de la Inglaterra rural eran campos de cría fétidos, en los que nacía la deslealtad hacia las autoridades políticas y la hostilidad hacia el resto de la sociedad (Southey, 1832d, pp. 68-107; 1832e; 1832f)[4].
Aunque Southey hacía hincapié en los rasgos coercitivos y protectores del Estado, no eran más que aspectos de una forma de organización social y política «patriarcal, es decir, paternal» (Southey, 1829, I, p. 105). En sus excursiones por la historia, Southey creyó que lo más parecido a una forma de gobierno de este tenor era la vigente en la Inglaterra de la Baja Edad Media y el Renacimiento, pero la importancia que daba al control, a la protección y al desarrollo humanos se desvela en su obsesión por el «Sistema de Madrás» para la educación de las masas propuesto por Andrew Bell. Southey describe el sistema de Bell como un «ideal justo de república», basado en los principios de una jerarquía protectora y con capacidad reguladora (Southey, 1829, I, p. 105). En las escuelas de Bell, todo alumno estaba bajo la tutela de un «monitor» de más edad, mientras que, en la república ideal de Southey, cada clase social estaba sometida a la benévola supervisión de sus superiores en la escala social (Southey, 1832e, pp. 227-231).
Las instituciones tradicionales constituían la base de una república de ese tipo, y Southey insistía en que había que protegerlas de la corrosiva influencia de los agitadores radicales. En sus escritos de posguerra, Southey apelaba al Estado para que hiciera uso de su poder y metiera en cintura a la agitación radical, pero, además, quería debilitar la base del apoyo a los radicales permitiendo que las elites tradicionales tomaran la iniciativa. Southey urgía a las clases superiores a responsabilizarse del bienestar de las clases más bajas regulando las condiciones de trabajo, creando fondos de ayuda a los pobres, mejorando la educación laica y religiosa de los más desfavorecidos y fomentando la migración interna e internacional (Southey, 1832c; Eastwood, 1989). Estas medidas, unidas al cambio de actitud de las elites necesario para implementarlas, garantizarían que las clases bajas recibieran no sólo lo justo para cubrir sus necesidades materiales cotidianas, sino asimismo control y guía. La supervisión de las elites iría dirigida a mejorar el desarrollo intelectual y moral del pueblo y a garantizar su lealtad al Estado. El apego a este no habría de basarse exclusivamente en el quid pro quo. Para Southey, al igual que para otros escritores románticos, los beneficios dispensados por el Estado no tenían su origen en una obligación política. Eran aspectos de una relación compleja sustentada en cualidades morales y afectivas. Para convertir al Estado en el foco de toda lealtad, había que restablecer los vínculos positivos entre la autoridad social y política y la cultura intelectual, moral y religiosa (Southey, 1829, I, p. 94; II, p. 265).
Si Wordsworth creía que la constitución tradicional era un modelo de rectitud moral y política, y Southey quería apuntalar esa estructura con las concepciones paternalistas que había hallado en el Estado renacentista y barroco, Coleridge alababa las virtudes de los neoplatónicos del siglo XVII. Decía haber hallado en sus escritos la distinción entre «razón» y «entendimiento», tan crucial para su propia filosofía. También identificó a un grupo de estadistas platónicos –Harrington, Milton, Neville y Sidney– que habían resistido a la primera oleada de materialismo político y cuyas acciones se habían inspirado en la apreciación de los fines morales del Estado (Coleridge, 1976, p. 96; Morrow, 1988). La reverencia de Coleridge hacia estos «nombres señalados» daban un aire distintivo a su teoría política: aunque reconocía las virtudes de la constitución tradicional de Iglesia y Estado, había trazas de republicanismo antiguo en todo su sistema. Hacía hincapié en la importancia moral y religiosa de la libertad de conciencia, se mostraba crítico con la Iglesia laudiana y especulaba con la idea de que Cromwell pudiera haber sido la cabeza de un «reino republicano, de una gloriosa Commonwealth con un rey como símbolo de su Majestad