Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
le interesaban, sobre todo, sus efectos en la cultura literaria. Byron se reía de Southey, pero Hazlitt le veía bajo una luz bastante más siniestra. Creía que el Poeta Laureado era la vanguardia de un intento concertado de usar las posibilidades de persuasión que ofrecía la moderna cultura de la imprenta con fines represivos, no emancipadores. Aunque Hazlitt defendía que los individuos poseían derechos naturales inviolables, pensaba que su «sentido moral» implicaba que la autonomía personal servía de base a una concepción más bien social de la individualidad que abstracta o aislada (Hazlitt, 1931-1934d, pp. 305-320). Este sentido, resultado de lo que Hazlitt denomina «imaginación», resultaba esencial para la formación de juicios morales, y, en el mundo moderno, cabía refinarlo por medio de la literatura, que permitía a los individuos verse como les veían otros al actuar, contrarrestando así los devastadores efectos del interés propio y del prejuicio. También permitía crear un cuerpo de «opinión pública» capaz de modificar y regular los impulsos discordantes de la individualidad no ilustrada (Hazlitt, 1931-1934c, pp. 47-50). Para Hazlitt, la opinión pública era el resultado del libre intercambio de ideas y de la sociabilidad amable que este generaba. Su característica más definitoria era la tolerancia, es decir, un rechazo bastante acusado a utilizar armas físicas y sociales, o meras descalificaciones, contra quienes defendían puntos de vista diferentes (Hazlitt, 1819, p. 318). Hazlitt creía que Southey y sus amigos de la Quarterly Review habían subvertido la literatura al ponerla al servicio del egoísmo, la parcialidad y la represión. Habían creado barreras formales e informales para obstaculizar la creación de una opinión pública, evitando así que la República de las Letras cumpliera su papel humano y emancipador, y retrasando ese pluralismo intelectual que era condición previa para la formación de un genuino «público» y de una auténtica opinión pública (Hazlitt, 1931-1934e, p. 116; 1931-1934b, p. 14). Esta idea era un rechazo explícito a la afirmación de Coleridge de que la cultura había de forjarla una elite intelectual, lo que provocó amargos intercambios epistolares entre ambos escritores entre 1816 y 1818 (Dart, 1999, p. 238; Lapp, 1999, pp. 67-112).
Para responder a estas amenazas, Hazlitt se centró en los abanderados literarios estándar del legitimismo, pero criticaba asimismo a las instituciones religiosas y políticas que estos defendían. Criticó la idea de una Iglesia nacional y el principio aristocrático, y empezó a defender un sistema de democracia representativa (Hazlitt, 1819, pp. 307, 318; Cook, 1981, pp. 140-141). Hazlitt afirmaba que la falta de reconocimiento de los derechos políticos de los pueblos sólo era el corolario de una indiferencia generalizada ante los derechos universales. Estas marcas de legitimismo sólo podían borrarse por medio de un sistema de representación democrático: «Si el voto y la elección de un único individuo no tienen sentido, tampoco lo tendrán el de la comunidad entera; pero si la elección de cada hombre […] se considera sagrada, ¡qué peso no tendrá la del conjunto!» (Hazlitt, 1931-1934d, p. 308).
La crítica de Shelley al legitimismo tiene mucho en común con las de Byron y Hazlitt, pero su percepción de las implicaciones políticas de la libertad era más visionaria. En Reina Mab rechaza la teoría de la depravación innata y retrotrae el origen de la maldad a las opiniones generadas por unas relaciones políticas y sociales opresivas:
¡Dejad que esclavos guiados por los sacerdotes proclamen que el hombre
hereda los vicios y la miseria!
La Falsedad se inclina sobre la cuna del bebé
asfixiando con mano dura todo bien natural.
(Shelley, Queen Mab, IV, versos 117-120 [1965d, p. 93].)
Esta crítica se hacía eco de los argumentos sobre las implicaciones de la necesidad planteados por Godwin en su Political Justice. También apuntaba a las posibilidades de perfectibilidad humana que permitirían la abolición de las relaciones sociales y políticas coactivas (Dawson, 1980, pp. 76-135; Scrivener, 62, 1982, pp. 5-34). En A Philosophical Way of a Reform, Shelley presenta un relato muy crítico de la Revolución de 1688, en el que traza los orígenes de una aristocracia parasitaria y «adinerada», aliada más que rival de los propietarios de la tierra, que utilizaba a la monarquía constitucional como medio para imponer nuevas cargas a la población en general. Alababa el gobierno de Estados Unidos, pues creía (erróneamente) que su constitución estaba sometida periódicamente a una revisión por parte del cuerpo ciudadano. Esta exigencia, en su opinión, reduciría la brecha entre las formas y prácticas políticas y los intereses reales de la comunidad, brecha que consideraba uno de los defectos inevitables de los sistemas políticos y jurídicos (Shelley, 1965b, pp. 24-33, 10-12; Keach, 1996, p. 44). Pero, aunque pudiera eliminarse mucha represión por medio de la reforma radical de las relaciones sociales y políticas, el éxito de estas medidas, y la viabilidad de la condición anárquica que preludiaban, dependía de la necesidad de alimentar a la «imaginación» (Shelley, 1965b, pp. 42-55). Shelley creía que mostrar un interés amable por los sentimientos de los demás era la base de la imposición voluntaria de una conducta respetuosa con los otros. La amabilidad era el resultado de un intercambio social no opresivo, de la experiencia obrando sobre la facultad imaginativa, y su desarrollo era esencial para el ejercicio de capacidades específicamente humanas.
La imaginación o el uso profético de la mente [proyectar la imaginación] es esa facultad de la naturaleza humana de la que depende cada gradación de su progreso […] La única diferencia entre el hombre egoísta y el virtuoso es que la imaginación del primero se ve muy limitada, mientras que el segundo hace suyo todo un círculo de significados (Shelley, 1965e, p. 75).
Esta facultad se daba un aire al sentido moral de Hazlitt, pero, para Shelley, era producto casi exclusivo de la poesía. En su Defensa de la poesía (1821), Shelley negaba que esta tuviera una función didáctica, pero afirmaba que incentivaba el desarrollo de un sentimiento de simpatía universal. El elemento clave era la capacidad para considerar a los demás dignos de amor, lo que, según Shelley, constituía la base de una interacción humana no coactiva. «El gran secreto de la moral es el amor; escapar a nuestra propia naturaleza e identificarnos con la belleza que existe en los otros, en su pensamiento, en su acción» (Shelley, 1965c, p. 118).
El amor afectaba tanto a la percepción como a la volición. La poesía no engendraba sólo «nuevas materias para el conocimiento», también estimulaba «el deseo de reproducirlas y ordenarlas según cierto ritmo y orden a los que podríamos denominar lo bello y lo bueno» (Shelley 1965c, p. 135). Esta percepción del papel de la poesía tendía puentes entre el conocimiento y la motivación que casaban mal con el racionalismo optimista de Godwin. La poesía iluminaba la mente y galvanizaba la voluntad: «saber» por medio de la poesía era sentir la necesidad de realizar ese conocimiento en el mundo moral y político. Pese a todas las diferencias, el republicanismo antiguo de Byron, el libertarismo democrático de Hazlitt y el anarquismo filosófico de Shelley tenían una meta común: la búsqueda de formas políticas capaces de conciliar la tensión entre los intereses románticos tanto de la individualidad activa como de formas de sociedad que apelaban a las fuerzas estéticas, emocionales y morales del ser humano. No es ya que el problema fuera típicamente romántico, es que las concepciones de armonía, simetría, imaginación y amor utilizadas para debatir sobre él también lo eran.
ROMANTICISMO Y MODERNIDAD, 1815-1850
En 1833, desde la distancia de sus sesenta y cinco años Chateaubriand, un veterano que había vivido el Ancien Régime, la primera época de la Revolución, el Imperio, la Restauración y, por último, el destronamiento de los Borbones en 1830, cavilaba:
Me he visto atrapado entre dos épocas, como si de la confluencia de dos ríos se tratara. Me he sumergido en sus aguas, dando la espalda con pesar a la vieja orilla donde había nacido y nadando esperanzado hacia la costa desconocida a la que arribará la nueva generación (Chateaubriand, 1902, I, p. xxiv).
Todo un grupo de autores románticos, que escribieron sus mejores obras políticas entre 1820 y 1850, expresaron su compromiso de combatir las peligrosas corrientes de la modernidad. Carecían del glamur iconoclasta de los románticos radicales, pero sus puntos de vista eran inconfundiblemente modernos y progresistas. Tanto si escribían sobre la restauración de los Borbones en 1815, como si lo hacían sobre los defectos del legitimismo, la Revolución de 1830 o el impacto del rápido crecimiento industrial, los escritores