Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
Bentham consideraba esto una patraña, y su primera crítica fue a «la ciencia [del derecho] del veneno que él había introducido en el derecho» (Blackstone, 1862, p. 16; cfr. Bentham, 2008). Lo que Bentham pretendía era transformar la costumbre no escrita en derecho escrito, dar al derecho común el estatus de ley y convertir lo que únicamente era un recuerdo jurídico confuso y vago en un sistema racional, basado no sólo en oscuros ideales de justicia sino, asimismo, en metas definibles elegidas por su utilidad y en una teoría general de la naturaleza humana.
Estas actitudes están en la base de los proyectos de Bentham para la ordenación judicial. El primero fue un plan elaborado para la Asamblea Nacional francesa en diciembre de 1789 y el último una propuesta de 1822 a «todas las naciones que profesen opiniones liberales» (Bentham, 1789, 1822). Bentham asumía que, uniendo «los principios de la moral y las leyes», bastaría la psicología individual (sobre todo la psicología «asociacionista» de David Hartley) para fundamentar la teoría social y las políticas públicas. En términos generales, el sistema de Bentham partía de un desprecio olímpico hacia la historia, de una teoría simplista de la conducta humana y de una estrategia legislativa guiada por el «cálculo» de placeres y dolores y el concomitante principio de utilidad; unidos a su enfoque lógico-intuitivo, podían ofrecer una alternativa «radical» tanto a la escuela histórica del derecho como al iusnaturalismo. Sus seguidores consideraban a Bentham el teórico supremo de la ciencia de la legislación. Otros, como William Hazlitt, veían en él a «un niño», a un signo desafortunado de los tiempos (Hazlitt, 1828, p. 172).
John Austin, discípulo de Bentham, aplicó sus ideas más directamente al derecho. Sus Lectures on Jurisprudence llevan un subtítulo tomado de Gustav Hugo: La filosofía del derecho positivo. Austin estaba, sin embargo, en las antípodas de la Escuela Histórica y de su reverencia hacia la costumbre popular como fuente última de la ley. Consideraba Austin que la costumbre no se convertía en ley por medio del consentimiento de los gobernados sino por orden del Estado. Tampoco la «interpretación» matizaba el argumento, pues no implicaba más que «establecer nuevas leyes bajo la apariencia de explicar las antiguas» (Austin, 1873, I, p. 27; Morrison, 1982), algo que no consideraba objetable. «No comprendo cómo una persona que ha estudiado el tema puede suponer que la sociedad hubiera sobrevivido si los jueces no hubieran aplicado el derecho, o crea que existe peligro alguno en concederles un poder que han ejercido, de hecho, para compensar la negligencia o la incapacidad del legislador» (Austin, 1873, I, p. 191).
Austin, como Bodino, asimilaba el derecho, o más bien el poder legislativo, a la voluntad soberana. La ley dependía totalmente de lo que Austin denominaba «la superioridad que encarna la soberanía» (Austin, 1873, I, p. 193) y, en el ámbito práctico, del «hábito de la obediencia». En opinión de Austin, «el poder de un auténtico monarca soberano o el de un soberano colegiado no puede verse restringido por ninguna limitación legal» (Austin, 1873, I, p. 254). «Las leyes dignas de tal nombre son órdenes», insistía, mientras que la costumbre o la «mera opinión» no eran leyes en sentido estricto. La soberanía «a medias» o «imperfecta» no existía (Austin, 1873, I, p. 238). La misión de Austin era definir «el ámbito de la jurisprudencia», y estaba convencido de que «la jurisprudencia se ocupa del derecho positivo simple y en sentido estricto, así como de la ley dictada por los superiores políticos a sus inferiores» (Austin, 1873, I, p. 238). La historia no desempeñaba papel alguno en este proceso de ejercicio de la autoridad. Austin consideraba que era cuestión de pensar con claridad y de la moral adecuada.
Para Austin, todo dependía del razonamiento privado y de la psicología individual, de manera que, si las relaciones humanas se regían por una lógica y unos motivos claros, no tenía por qué haber problema con las leyes. Evidentemente suscribía el axioma utilitarista de que «el bien o el mal no son más que placer y dolor, o lo que en ciertas circunstancias nos proporciona placer o dolor» (Austin, 1873, I, p. 166). Resulta irónico teniendo en cuenta la tremenda inestabilidad mental de Austin, que le causó problemas psíquicos gran parte de su vida. No tenía en cuenta las opiniones de nadie. Sólo le interesaban las suyas y las de sus colegas benthamitas. Citaba a los gigantes de la tradición del derecho civil, de Gayo a Montesquieu, pero básicamente para corregir sus errores, lo mismo que hizo con los clásicos del derecho natural moderno, Grocio y Barbeyrac (no así con Hobbes), sobre todo en referencia a sus ideas sobre la soberanía (Austin, 1873, I, pp. 178-179, 213-214). De Hugo tomó el concepto del derecho natural, pero en general consideraba a los académicos alemanes «repletos de abstracciones vagas y neblinosas» (Austin, 1873, I, p. 343). «Es realmente importante (aunque aprecio la audacia de la paradoja) que los hombres piensen con claridad y hablen con sentido» (ibid., pp. 55-56).
El más llamativo de entre los críticos del utilitarismo fue Thomas Macaulay, que denunció el «radicalismo filosófico» y sus «estériles teorías». El utilitarismo se basa en «un mero espejismo», escribió Macaulay (Macaulay, s.f. [a], I, pp. 415, 447). «Nuestras objeciones al ensayo del señor Mill son de base», proseguía. «Creemos que es completamente imposible deducir la ciencia del gobierno de los principios de la naturaleza humana». En su opinión, Mill invocaba la historia cuando le venía bien, pero la eludía cuando no encajaba con su doctrina (el ejemplo era que, juzgando desde la historia, en una democracia es tan probable que el pueblo explote a los ricos como que los gobernantes absolutos exploten al pueblo). «No debemos dejar la historia al margen cuando probamos una teoría», protestaba Macaulay, «para retomarla cuando tenemos que refutar una objeción basada en los principios de esa teoría». Un racionalismo malentendido de ese tipo iba en contra de la experiencia y de la «noble ciencia de la política» (Collini et al., 1983).
El radicalismo benthamiano y la teoría del derecho de Austin estaban en las antípodas de la reverencia y el entusiasmo por la historia del que hicieron gala muchos académicos ingleses de época romántica. «La historia del derecho es la mejor clave de la historia política de Inglaterra», escribió Francis Palgrave, abogado y medievalista (citado en Hallam, 1827, I, p. 2). «El carácter de un pueblo depende de su derecho». Henry Hallam empezaba su Constitutional History of England (1827) afirmando: «Desde que tenemos registros históricos, el Gobierno de Inglaterra ha sido una monarquía mixta o limitada característica de la tradición celta o germánica y totalmente irreconciliable con el concepto del derecho de Austin» (Hallam, 1827, I; Kelley, 2003). Hallam reconocía que el derecho común convencional había establecido cierto número de «controles esenciales sobre la autoridad regia» desde tiempos de Edward Coke y John Fortescue (Hallam, 1827, I, p. 3); por ejemplo, la necesidad de que el parlamento aprobara los impuestos y leyes nuevas, el imperio de la ley y la garantía de las libertades individuales (todo ello tonterías en opinión de Austin). Según Hallam, aunque la constitución inglesa compartía un origen común con el resto de las naciones europeas, había tenido mucho éxito y dado lugar a una seguridad y libertad únicas, fruto del «lento paso de los años». Había alcanzado gran peso en el presente gracias a la «influencia democrática» que Hallam, al igual que Guizot, atribuía a «las clases comerciales e industriosas que competían con la aristocracia territorial» (Hallam, 1827, I, p. 2).
Macaulay estaba, en general, de acuerdo con esta línea de argumentación. En su reseña no sólo afirmaba que la historia de Hallam era bastante «judicialista» (a la par que algo prosaica y carente de imaginación), sino asimismo imparcial (Macaulay s.f. [a], I, p. 312; Clive, 1973). «La Constitución de Inglaterra era un miembro de una gran familia», escribió en su propia obra, History of England, que empezó a publicar veinte años después. «En todas las monarquías medievales de Europa, la autoridad regia estaba limitada, sobre todo, por las leyes fundamentales y por las asambleas representativas» (Macaulay, s.f. [a], I, pp. 340, 344; Macaulay, s.f. [b], I, pp. 340, 344). Estas eran las condiciones institucionales de ese «progreso de la civilización» que resultaba tan obvio a Macaulay. Inglaterra había tenido la suerte de escapar al destino de otros estados del continente que habían caído en el absolutismo. Para Macaulay, la lección que había que aprender de la historia no era la de la primacía del poder de la razón o del cálculo, sino más bien la de la fuerza vital de la «constitución» no escrita inglesa, la pervivencia del espíritu del derecho común, el acrecentamiento de la libertad antigua y moderna y la preeminencia del modelo revolucionario de 1688.
CONCLUSIÓN
La convergencia