Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys


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más allá de los estándares vigentes del bien y del mal» (Muirhead, 1915, p. 68). Es discutible hasta qué punto Nietzsche mismo consideraba «radical» el ideal de superhombre. Sí hablaba del anhelo de una cura «radical» para el malestar social, o de buscar un cambio «radical» (p. ej. Nietzsche, 1903, párrafo 534), pero no usaba el término de forma positiva en un sentido político. Algunos intérpretes recientes han sugerido que, de haber sido Nietzsche un pensador «político», habría que concebir sus ideas en términos de «política radical aristocrática» (Detwiler, 1990). En su caso el ideal de superhombre funcionaría de forma «radical» para subvertir la democracia e imponer a la «masa» o «rebaño» un ideal ético más elevado, basado, en parte, en una concepción social-darwinista de tipo evolutivo (aunque esto último es controvertido). Esto se lograría recreando lo que Nietzsche denominaba la «ecuación aristocrática (bien = aristocrático = bello = feliz = amado por los dioses)» (Nietzsche, 1910, p. 30). El ideal se basaba en la concepción que tenía Nietzsche de la polis griega y de su forma de valorar el bien, la verdad y la belleza. De manera que aquí «radicalismo» alude al retorno a un tipo moral originario o más puro –en el caso de Nietzsche, anterior a la «transvaloración» judeocristiana de los valores– que evitara el punto final «nihilista» una vez proclamada la muerte de Dios y la subversión del resto de los mitos. Había que imponer al individuo y a la sociedad una nueva escala de valores. El individuo se regiría por el dominio de sí; la sociedad, por la «voluntad de poder», uno de los conceptos centrales de Nietzsche más contestados. Resulte valiosa o no esta descripción de los propósitos de Nietzsche, el hecho cierto es que algunos de sus seguidores asumieron que cabía adaptarlos para reforzar el orden patricio existente (p. ej. Ludovici, 1915).

      En Alemania el republicanismo, liderado por hombres como Friedrich Hecker, Carl Schurz y Gustav von Struve, surgió como alternativa durante las revoluciones de 1848, aunque muchos radicales preferían el imperio a la república. Los republicanos, derrotados en el Parlamento de Fráncfort de abril de 1848, eran fuertes en el suroeste, pero fueron derrotados en el campo de batalla por Prusia principios de 1849.

      El republicanismo gozó de un apoyo intermitente en otros países europeos a finales del siglo XIX. En España se proclamó una república en 1873, pero hubo cuatro golpes de Estado y gobernaron cinco presidentes hasta que colapsó a finales de 1874.

      Estados Unidos

      Todo el pensamiento político norteamericano es republicano en el sentido de que niega la eficacia de la monarquía, pero la extensión del sufragio fue gradual a lo largo del periodo que nos ocupa. El radicalismo norteamericano del siglo XIX había nacido de la interpretación más populista de los principios de 1776, a menudo asociada a Thomas Jefferson y vinculada a la creciente desigualdad económica, hasta el punto de que un crítico de mediados de la década de 1830 denunció que lo que «llamamos un gobierno republicano» es «mera aristocracia» (Brown, 1834, p. 43). Recibió un gran impulso por parte de generaciones de emigrados radicales extranjeros, desde demócratas británicos que huían de la represión en la década de 1790 (Twomey, 1989) a alemanes tras 1848 (Pozzetta, 1981; Wittke, 1952; Zucker, 1950) y polacos, rusos y judíos en décadas posteriores (Johnpoll, 1981; Pope, 2001). En el ámbito interno evolucionó debido a la industrialización, la creciente desigualdad social y a cuestiones como la banca una oferta monetaria expansionista –características de los movimientos Free Silver y Greenbank–, al crecimiento de grandes trusts o monopolios económicos (sobre todo en el ámbito del ferrocarril) y a la actividad antisindical. Hubo muchos movimientos distintos, del radicalismo jacksoniano de la década de 1830, a la democracia radical del locofocoísmo y la Democracia Libre de las décadas de 1850 y 1860, pasando por el abolicionismo, diversas formas de populismo agrario (como el movimiento The Grange), cooperativas de consumidores y productores, y socialismo, tanto de inspiración nacional como extranjera. Hubo hasta propuestas para una reforma agraria (p. ej. Camp­bell, 1848, pp. 110-118). A finales de siglo surgieron una serie de líderes destacados, sobre todo Henry Demarest Lloyd (cfr. Lloyd, 1984) y Henry George, cuya teoría del impuesto único fue muy bien recibida a nivel mundial (cfr. George, 1879). Siguiendo el ejemplo del experimento británico de Freetown, los esclavos liberados crearon una serie de movimientos separatistas y panafricanos, lo que condujo, entre otras cosas, a la fundación de la colonia –más adelante, Estado– de Liberia en 1822 (Hall, 1978; McAdoo, 1983; Ro­binson, 2001).

      MOVIMIENTOS REVOLUCIONARIOS DE RESISTENCIA NO EUROPEOS Y ANTIIMPERIALISTAS

      El siglo XIX fue el periodo de la mayor expansión imperial de la historia europea, norteamericana y rusa. Murieron al menos treinta millones de personas y, contando las hambrunas y las guerras civiles exacerbadas por la intervención extranjera, probablemente cien millones. Algunas de estas conquistas albergaban una vocación casi que abiertamente genocida; es decir, el cuasi exterminio de las poblaciones nativas –a menudo enmascarado por un discurso darwinista de razas «inferiores»– era algo esperado, aceptado y deseado tras las conquistas. La expansión solía describirse en términos de la necesidad de expandir territorios, de hallar materias primas y nuevos mercados (cfr. Claeys, 2010). Pero todos se resistían a la conquista, y en las colonias los ideales europeos de revolución, libertad, igualdad y justicia se mezclaban con el deseo de renovar las formas tradicionales de la comunidad política y las organizaciones sociales y religiosas (Wesseling, 1978 y Bayly, en este volumen).

      A principios del siglo XIX, la evolución revolucionaria extraeuropea más notable se dio en Hispanoamérica (cfr. Anderson, 1991, pp. 47-82; Schroeder, 1998; y, en general, Gurr, 1970). Tras la invasión de España por Napoleón en 1808, Venezuela se proclamó república independiente en 1811 y Chile aprobó una constitución provisional en 1812, pero ambos fueron derrotados por las fuerzas realistas. En 1821 se derrocó el dominio español en México y, tras 1825, cuando Simón Bolívar se hizo con el control del Alto Perú, España perdió el Nuevo Mundo: únicamente pudo conservar Puerto Rico y Cuba. Brasil se independizó en 1822 e instauró primero una monarquía y luego, a partir de 1889, una república. La importación de ideas como la soberanía popular, la participación y la representación, propias de la resistencia española contra Napoleón, contribuyó al proceso. Pero las ideas más conservadoras sobre la independencia, defendidas por las elites políticas aliadas con los líderes militares, acabaron triunfando sobre las basadas en los ideales franceses de libertad, igualdad y fraternidad, a pesar de las aspiraciones más revolucionarias de Francisco de Miranda y otros (Rodríguez, 1997, p. 122). Había poca gente que pensara como Bernardo OʼHiggins, que proclamó: «Detesto la aristocracia […] la amada igualdad es mi ídolo» (citado en Lynch, 1986, p. 142). El absolutismo borbónico no era muy atractivo, pero la participación política seguía siendo cosa de la elite, pues se exigían muchas propiedades para poder votar. Las ideas políticas más liberales tendían a aparecer tras las rebeliones, no a precederlas, y a menudo eran rechazadas tanto por parte de las elites blancas como por las criollas, que temían que dieran lugar a revueltas étnicas de los esclavos de piel más oscura, los nativos y los campesinos. La diversidad étnica, el bandolerismo social y las revueltas de esclavos inhibieron, en general, la creación de identidades nacionales en los nuevos estados; las elites criollas nacidas en América solían cerrar filas con los españoles (Macfarlane y Posada-Carbó, 1999, pp. 1-12). Pero surgió asimismo una identidad «americana» y antiespañola (Lynch, 1986, pp. 1-2). No hubo tendencia al laicismo. La idea de una intervención estatal para promocionar la educación y la prosperidad, al estilo de las propuestas de OʼHiggins y del proteccionismo económico, obtuvieron mayor apoyo que las del laissez faire. El republicanismo era la norma. Pero hasta liberales como Bolívar, el primer presidente de Colombia, que defendía la revisión judicial, la limitación de los poderes del presidente y la abolición de la esclavitud, exigían un ejecutivo fuerte y limitaron el sufragio atendiendo a la riqueza y al nivel educativo (Lynch, 2006, pp. 144-145). Tras las guerras revolucionarias era frecuente que hiciera su aparición el caudillismo, o que tomaran el poder señores de la guerra regionales hostiles a la autoridad central. México apostó por un emperador y era evidente que líderes como José de San Martín eran monárquicos de corazón. La insurrección tomó forma en Caracas, Buenos Aires y Santiago. Ciudad de México en principio defendió el gobierno de los españoles, y Cuba no logró la independencia hasta finales de siglo. De manera que hablamos de un proceso de independencia nacional muy desigual, en el que las elites modernizadoras desempeñaron


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