Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
por un lado, fines individualistas y no intervencionistas mientras pretendía demostrar la superioridad de los fines cooperativos de la solidarité y la necesidad de acción gubernamental, tenía más de una deriva política. En Francia, el lenguaje del darwinismo, en concreto las ideas de lucha competitiva y de selección natural, tuvo mucho eco en las décadas de 1880 y 1890. La extrema derecha usó estas ideas para legitimar el racismo y combatir a los racionalistas republicanos en su propio ámbito «científico». Los republicanos liberales, por su parte, creían que la selección natural también funcionaba a nivel de los organismos sociales y defendían una sociedad basada en la cooperación que se ocupara de los débiles (mujeres, niños y trabajadores).
VII
RADICALISMO, REPUBLICANISMO Y REVOLUCIÓN
De los principios de 1789 a los orígenes del terrorismo moderno
Gregory Claeys y Christine Lattek
INTRODUCCIÓN
La modernidad se ha definido esencialmente por el impulso revolucionario, así como por la opinión que alberguemos –sea esta crítica o laudatoria– sobre la Revolución francesa de 1789. En el siglo XIX se la asoció a prácticamente todos los movimientos radicales, republicanos y revolucionarios, y, hacia finales de la Primera Guerra Mundial, al derrocamiento de muchas casas reales de Europa. Sin embargo, los sucesos que condujeron al destronamiento de Luis XVI no fueron inevitablemente antimonárquicos; de hecho, culminaron en una dictadura imperial. La idea de revolución, asociada asimismo a la independencia norteamericana, se acabó identificando con el principio de soberanía popular. También estaba vinculada a la eclosión de las aspiraciones nacionalistas que definen el periodo, así como a las causas de la reacción y a la creación del conservadurismo moderno en las obras de Burke, Bonald y otros[1]. Aunque el modelo de la monarquía constitucional limitada británica, basada en el imperio de la ley, fue fundamental para los reformistas del siglo XVIII del mundo entero, fue sustituido a lo largo del siglo XIX por los ideales surgidos de las revoluciones de 1776, 1789 y 1848. El concepto mismo de «revolución», que en tiempos se había entendido como una restauración o vuelta a condiciones previas, adoptó el significado de derrocamiento violento de regímenes en nombre de la soberanía popular, de afianzamiento étnico/nacional, o de ambos. Era el diseño consciente, con arreglo a los principios de la razón, de una estructura que hasta entonces se había considerado algo natural y orgánico, un orden fruto de la inspiración divina[2]. Sus adversarios también solían vincularla a una exigencia obsesiva de autonomía individual, al aumento del individualismo comercial y societario y al deseo de romper con las formas tradicionales de autoridad, sobre todo con el paternalismo y la religión.
En la primera mitad del siglo, los liberales invocaron el ideal revolucionario contra los autócratas; en la segunda, fueron cada vez más los socialistas, anarquistas y otros demócratas los que lo utilizaron contra la autocracia, la monarquía, la aristocracia, la oligarquía y, con el tiempo, a medida que se difundía la «cuestión social», también contra el liberalismo. En los inicios se adoptó el ideal revolucionario en nombre de la libertad –un principio que seguiría evolucionando en Estados Unidos–, pero luego se lo ligó a la igualdad, la justicia y la ayuda a los pobres –aunque estos extremos también podían definirse en términos de restauración–, novedad e innovación. A veces el ideal revolucionario se mantuvo en la sombra, denostado por liberales y conservadores por igual. Los reformistas que pedían una extensión del sufragio masculino (la meta primera y fundamental de la mayoría de los demócratas del periodo) empezaron a vincular sus demandas a «cuestiones sociales», como la exigencia de un salario digno y una mejora en las condiciones laborales. A partir de 1848 estas exigencias se leían, cada vez más, en clave «socialista» y la meta de la revolución dejó de ser la «libertad» o la «democracia», definidas negativamente por contraposición al gobierno despótico, cuando se optó por cierta variante del principio de «asociación» como alternativa a la competitividad económica entre individuos (Proudhon, 1923a, pp. 75-99).
Concebida originalmente como un acto de rebelión bien definido y delimitado, la revolución acabó siendo un estado de ánimo, un proceso continuo, destinado a conservar el sentido de la virtud y del autosacrificio en permanence. (Desde un punto de vista negativo, podría considerarse una especie de orgía orwelliana de agitación constante, pensada para generar conformismo blandiendo la permanente amenaza de crisis, y justificar así la dictadura apelando al temor al enemigo externo.) Los revolucionarios se inspiraron en la idea rousseauniana de la voluntad general y afirmaron que podría representarla una elite de revolucionarios comprometidos del partido que decidiría en nombre de la mayoría. Algunos creían que un líder carismático, casi providencial, podría ostentar la representación de ese partido. Invocando el derecho histórico, constitucional o moral a resistir a la tiranía, los demócratas también aceptaban, a veces por necesidad, ciertos enfoques conspiratorios del cambio político que justificaban incluso la violencia individual, el «terror» y el asesinato. La presión a favor de la democracia y de una creciente igualación social fue inexorable en la Europa del siglo XIX, y, poco a poco, también en otros lugares. La Restauración de 1815 sólo alivió temporalmente esa presión desde abajo a favor de la democracia política. Como se señala en uno de los eslóganes clásicos del ideal revolucionario de la época, la reacción fue la causa de nuevas revoluciones (Proudhon, 1923a, pp. 13-39).
En este capítulo vamos a explorar la evolución de las principales tradiciones europeas radicales y republicanas del periodo, su implicación en los movimientos revolucionarios clandestinos y el surgimiento de estrategias de violencia individual o «terrorismo», que transformaron a la lucha colectiva, como medio para alcanzar las metas revolucionarias, en violencia individual. Aunque nos centremos en las principales tradiciones europeas y norteamericanas, mencionaremos su influencia sobre las derivas imperialistas y antiimperialistas, así como los orígenes de movimientos extraeuropeos y de líneas de pensamiento paralelas.
TRADICIONES RADICALES Y REPUBLICANAS
Pese a las revoluciones americana y francesa (e incluso a ejemplos anteriores como el de Suiza), el republicanismo no arraigó en la mayor parte de la Europa decimonónica. Entre 1870 y la Primera Guerra Mundial había hecho pocos progresos, pues Francia seguía siendo la única gran república. Tras la Restauración de 1815, la Santa Alianza de Rusia, Austria y Prusia unió las ideas del Trono y del Altar e intentó suprimir todo movimiento antiautocrático. La monarquía también era popular en algunos de los nuevos estados, como Bélgica. Pero había poderosas corrientes republicanas en diversas naciones europeas de la época y en otros lugares también hubo movimientos distintivos, aunque menos intensos. Al principio, el republicanismo solía asociarse al establecimiento de una monarquía constitucional o limitada, gobernada por el imperio de la ley, no por el capricho. El componente republicano se reflejaba en la defensa de la soberanía última del pueblo, aunque sólo se instaurara un sufragio censitario basado en la renta y en la propiedad. El rechazo al privilegio aristocrático (aunque no necesariamente a la función de guía de una elite), y la defensa de la igualdad formal de todos los ciudadanos, también eran características propias del republicanismo. La resistencia a la creciente especialización económica, considerada una amenaza para la capacidad intelectual y la integridad moral, había sido un tema destacado en el caso de los republicanos del siglo XVIII, como Adam Ferguson, pero fue perdiendo pujanza hasta que resurgió de la mano del socialismo. A lo largo del siglo XIX el republicanismo se fue identificando con la democracia, con un ejecutivo electo y un sufragio cada vez más extendido. El modelo norteamericano fue ganando peso a lo largo del siglo, aunque sufrió alteraciones sustanciales. Al principio se basaba en el ideal de una sociedad independiente de granjeros y pequeños propietarios, que coexistía con la esclavitud en el Sur, pero acabó generando toda una serie de maquinarias políticas de masas, urbanas y de partido en las que la corrupción campaba a sus anchas, la plutocracia era cada vez más evidente y la libertad se veía amenazada por el poder sofocante de lo que Tocqueville describió como «la tiranía de la mayoría» (Tocqueville, 1835-1840; el periodo posterior, en Bryce, 1899). Al contrario que el republicanismo europeo, el norteamericano rara vez fue anticlerical y mostraba una marcada preferencia por la