Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys
a la categoría de vocación, y la elite del Parnaso hizo explícito que podría sustituir a la religión (Burrow, 2000, pp. 54-55). Pero las obras de estos autores, tan decisivas para la vida intelectual francesa en las décadas de 1860 a 1880, van en paralelo a Comte y no suelen criticar su particular formulación de la crisis espiritual de la época (Charlton, 1959, pp. 86-157).
La difusión de Comte en Francia es menos útil como medida de la crisis cultural y religiosa que en Inglaterra, en parte debido a las diferentes sensibilidades espirituales que solían dar lugar a la pérdida de fe en ambas sociedades. En Francia, lo que más preocupaba no era la coherencia de lo que podría denominarse la psicología de la moral protestante; lo que resultaba aterradoramente intimidante era el vacío estético, moral e intelectual debido a la desaparición de las funciones mediadoras de la Iglesia católica y a la fragilidad de la identidad nacional francesa. Quienes abandonaban la Iglesia sentían un hondo rencor, como si Dios hubiera abandonado a Su rebaño y se cerniera sobre ellos una oscura premonición de los peligros de la auténtica anomia. Incluso en aquellos autores que más hincapié hacían en el espíritu positivista –la convicción de que el conocimiento procedía exclusivamente de la observación de los fenómenos y de que había muchas cosas que nunca se podrían conocer– sorprenden el duro realismo (por ejemplo, en Taine), el profundo cinismo (como en Louise Ackermann) o el angustiado estoicismo (palpable en los poemas de Sully Prudhomme), ajenos tanto a Comte como a los victorianos ingleses. Aunque ha habido quien ha calificado al positivismo comtiano de catolicismo sin Iglesia, la esencia de su religión sustitutiva, con su énfasis en el historicismo y en su psicología del altruismo, paradójicamente tuvo más eco en una cultura protestante que en una católica.
El positivismo tampoco tuvo gran impacto en el movimiento obrero francés. Aunque Comte, en la estela de Saint-Simon, hablaba de la importancia de la organización de la industria y de su concentración, en Francia no se dio la conjunción específicamente británica entre unos sindicatos belicosos y un grupo de elite positivista con fuertes afinidades hacia quienes proponían una reforma de mejora social. Los sindicatos franceses no buscaron un estatus independiente hasta la década de 1890. En los años anteriores, la cuestión de su organización y la de lo «social» y lo «político», tácticas para mejorar la posición de la clase trabajadora, habían estado inevitablemente atrapadas en un clima y una estructura política altamente polarizados. En época del Imperio, por ejemplo, la crítica de Comte a la organización política tenía unas inaceptables implicaciones quietistas que no tenía en Inglaterra. Y en los primeros años de la Tercera República, la política relacionada con la clase obrera hubo de superar en Francia el traumático legado de la Comuna y su supresión. Comte renunció a la conversión de los obreros del partido revolucionario (Lenzer, 1975, p. xlv). Podría afirmarse que a las clases medias francesas les gustaba más el retrato pesimista de la clase trabajadora que dibujaba Taine cuando afirmaba que era un caldo de cultivo de «bestias salvajes» y degeneradas, que la imagen de Comte, quien convertía a los obreros en salvadores potenciales de la humanidad (Taine, 1962, III, p. 113).
De manera que, en su país, las ideas de Comte no tuvieron gran impacto en el ámbito de la discusión sobre ética, religión u organización social. De hecho, uno de los giros más extraños de la historia del positivismo en Francia, teniendo en cuenta el autoritarismo y antiparlamentarismo de Comte y el apoyo que brindó a Luis Napoleón Bonaparte, fue la influencia permanente que ejerció en el desarrollo del lenguaje político híbrido que acabó legitimando a la Tercera República: un injerto de ciertos aspectos de liberalismo en el tronco del republicanismo francés. En los últimos años del Segundo Imperio hubo cierto número de políticos, entre ellos Léon Gambetta y Jules Ferry, dedicados al examen en profundidad de la bancarrota del sistema imperial. Pronto serían importantes fondateurs de un nuevo régimen político. «La influencia de Comte sobre todos estos hombres, por lo general mediada por sus discípulos, sobre todo por Littré, se ha comprobado oficialmente, pero, además, resulta fácilmente discernible» (Nicolet, 1982, p. 156). ¿Qué fue lo que atrajo del positivismo de Comte a estos pensadores políticos y qué utilizaron para legitimar al nuevo régimen?
La obsesión de Comte con la necesidad de garantizar el orden y el progreso fue una reacción a la historia política posrevolucionaria de Francia. Como el de Hegel o el de Marx, su relato de la historia moderna se basaba en el orgullo por la Revolución francesa, un suceso portentoso, aunque tremendamente destructivo y misterioso para sus contemporáneos. Para los positivistas, la Revolución había sido el clímax de la era de la metafísica transicional. Desembocó en una nueva forma de organización social que no se basaba sólo en la ciencia, sino, en última instancia, en una nueva conciencia espiritual de unidad. En opinión de Comte, sólo la filosofía positiva, la ciencia y la política reales –no las versiones metafísicas anteriores– podían imponer orden en el caos. El desorden y la anarquía de la vida política francesa hundía sus raíces en la permanencia anacrónica de ideas pasadas de moda: por un lado, en el dogma revolucionario de la soberanía popular; por otro, en las abstracciones teológicas relacionadas con el derecho divino. Sólo el positivismo permitiría alcanzar metas viables para la acción, porque sólo él era capaz de reconocer la pujanza de la evidencia y la experiencia a la par que la esterilidad del argumento metafísico.
Comte dudaba acerca del régimen de transición que abriría paso al nuevo orden positivista. Podía ser una república o una dictadura, lo que difundiera mejor el conocimiento científico que habría de convertirse en la base del nuevo régimen. Siempre despreció, no obstante, el modelo parlamentario por considerar que respondía a la metafísica concreta de la «constitución británica» o de «los derechos del pueblo», y concibió a futuro la fundación de una república oligárquica dirigida por una nueva elite moral legitimada en la opinión científica y en la religión de la humanidad. A Mill, esta utopía política le pareció una sorprendente aceptación del sometimiento intelectual y de la esclavitud (Mill, 1865, p. 168). La disonancia entre la visión política personal de Comte y la teoría de la democracia liberal no tiene, sin embargo, interés histórico. Los seguidores más decididos de Comte en Francia, reunidos en torno a la figura del respetado académico y político Émile Littré, no sólo obviaron sus recetas religiosas sino también gran parte de las políticas[15]. En los escritos de Comte hallaron inspiración para lidiar con tres problemas esenciales: domar el mesianismo histórico inherente a la tradición republicana francesa (por el que muchos de ellos, al contrario que Comte, sentían un gran apego); implementar la idea de compromiso que tanto desagradaba a generaciones enteras de republicanos porque parecía un «principio»; y, por último, diseñar un sistema de educación laica que pudiera contribuir a hacer realidad las metas de la ciudadanía.
Durante la mayor parte del siglo XIX, la République mantuvo el rumbo de la Revolución francesa, pero se trataba de un ideal repleto de deseos encontrados y en competición. Los sucesivos fracasos de los experimentos políticos republicanos habían intensificado el aire de irrealidad que parecía rodear al republicanismo como ideología política. Los seguidores de Comte ayudaron a transformar ese patrón de fracaso utópico hablando de una república viable, gracias a su convicción de que la república era inmanente en la historia y a su confianza en que podría moldearse a partir de las condiciones políticas reales del momento. El mayor logro de los comtianos fue revestir a las prácticas de tolerancia y compromiso del prestigio y la autoridad de la ciencia.
Littré rompió con Comte por el apoyo del maestro al golpe de Luis Napoleón y acabó rechazando su idea de organizar el periodo de transición al positivismo al modo de una dictadura. La libertad de asociación y de prensa, que Comte creía necesarias para el progreso, sólo serían eficaces combinadas con un gobierno representativo (Littré, 1864, pp. 601-603). Aunque, como a Comte, le disgustaban las ideas «metafísicas» de los sacrosantos principios de 1789, veía ese legado bajo una luz más «positiva». Afirmaba que la idea de un pueblo soberano podía interpretarse de forma útil, que sus defensores eran aliados importantes y que la experiencia acabaría con los aspectos metafísicos y negativos de estas doctrinas. En su opinión, la certeza de que la historia había reivindicado los regímenes republicanos condujo a una revalorización de los regímenes republicanos del pasado, que dejaron de ser desastrosos errores inspirados por la metafísica para