Historia del pensamiento político del siglo XIX. Gregory Claeys

Historia del pensamiento político del siglo XIX - Gregory  Claeys


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por el positivismo, podría convertirse en una «fuente común para la acción» (Comte, 1877, p. 16).

      Los ingleses que simpatizaban con él, entre ellos John Stuart Mill, acogieron las postreras descripciones detalladas de la nueva religión de Comte con marcado disgusto: las consideraban aberraciones autoritarias. Sin embargo, la promesa general de una religión basada en la humanidad resultaba muy atractiva para muchos, aunque los positivistas ingleses no pretendieran reespiritualizar a los individuos por medio del ritual (pese a que hubieran celebrado alguno en Newton Hall), sino más bien con ayuda de una educación cultural entendida en sentido amplio (Harrison, 1911, I, p. 282). Tenían puestas todas sus esperanzas en que George Eliot, compañera de viaje cuando menos, se dedicara de todo corazón a esa tarea didáctica. Aunque les acabó decepcionando, tal vez sea en sus novelas donde mejor se aprecia la constelación ética primaria elaborada y domesticada por la ciencia social de Comte.

      Los historiadores y los críticos literarios se han centrado en la versión comtiana del positivismo como una vía especialmente fructífera para adentrarse en la crisis religiosa y en la transformación de la teología en la Inglaterra victoriana (Cashdollar, 1989; Wright, 1986), mostrando asimismo cómo la atracción hacia el positivismo aclara el uso que hicieron los ingleses de la literatura con fines morales (Dale, 1989). Puede que sea la naturaleza de la crisis moral victoriana la que mejor nos permita apreciar lo mucho que gustó la promesa de Comte de restaurar la coherencia moral por medio de la ciencia (Collini, 1993, p. 89).

      El positivismo también tuvo un gran impacto en Inglaterra a través del movimiento laborista. Comte había llamado al altruismo como fuerza de regeneración moral, y los trabajadores fueron quienes más esperanzas depositaron en la posibilidad de que los intelectuales positivistas participaran, como aliados suyos, en la reorganización de la industria. Comte no sólo creía que el bienestar de la classe la plus nombreuse et la plus pauvre debía ser el rasero por el que medir la acción pública, sino que, además, fue de los primeros en afirmar que una alianza entre los intelectuales y los líderes de las clases trabajadoras, que cuajara en un movimiento social, podría superar el creciente antagonismo entre la clase capitalista y el proletariado (Comte, 1877, p. 136). Comte creía que las condiciones de vida de la clase obrera aumentaban la prevalencia del altruismo entre los trabajadores y que sus mentes estaban menos corrompidas por errores intelectuales. Aunque nunca criticó la propiedad privada y, de hecho, esperaba que gradualmente caballeros de moral renovada y capitalistas evolucionados se prestaran al liderazgo público, también afirmaba que la riqueza tenía un origen social y había que redirigirla para cubrir necesidades sociales. Los obreros necesitaban seguridad en el empleo, educación y un nivel de vida tolerable. Urgía a los intelectuales positivistas a promover el sindicalismo, en vez de participar en una política parlamentaria corrupta, y a educar a la opinión pública en conferencias públicas y clases.

      En Inglaterra estas enseñanzas cayeron en suelo fértil. Entre los muchos intelectuales que influyeron en la política laborista de las décadas de 1860 y 1870 «estaban los positivistas ingleses, quienes mantuvieron estrechas relaciones con los líderes de los sindicatos y los políticos de clase obrera, y quienes ejercieron una influencia decisiva sobre los hombres y los eventos» (R. Harrison, 1965, p. 251). Frederic Harrison y Beesly concretamente fueron cruciales en la lucha para dotar de base jurídica al sindicalismo gracias a su capacidad para volcar a la opinión pública en este punto (Adelman, 1971, p. 183; F. Harrison, 1908, pp. 307-373; R. Harrison, 1965, p. 277). Beesly mantuvo una relación profesional con Marx y tuvo mucho que ver con la fundación de la Internacional. Los positivistas ingleses tampoco cejaron en su empeño de conseguir que los trabajadores británicos se opusieran al imperialismo (Wright, 1986, p. 110).

      En 1908 Frederic Harrison podía escribir sinceramente que había «estudiado con el mayor interés los problemas sociales y políticos de los últimos cincuenta años» (Harrison, 1908, p. xv). Pero su interés, al igual que el de la mayoría de estos positivistas, distaba mucho, en diversos aspectos, de la política tal y como era entendida por la mayoría de sus contemporáneos. El conservador Robert Lowe se hacía en buena medida eco de la opinión pública de la época cuando juzgaba que los positivistas ingleses no se dedicaban «a aquellas consideraciones problemáticas, embarazosas y complicadas en torno a los efectos colaterales y futuros de medidas que desconciertan al común de los mortales» (citado en Wright, 1986, p. 110). La difusión cultural de Comte en Inglaterra muestra la importancia de la preocupación por las bases de la acción ética en una cultura protestante en plena desintegración, así como la profunda ansiedad que generaban los problemas sociales en un país que cada vez se veía más como pionero de la industrialización. El hecho de que el «com­tismo» no afectara a las formas de teoría política sugiere que el vocabulario político tradicional pervivía en Gran Bretaña y era relativamente impermeable al lenguaje de la ciencia social.

      Si volvemos al caso de Mill, resulta muy sorprendente que apenas aluda, en sus escritos explícitamente políticos, a su supuesto proyecto de introducir a la política en una «ciencia social» de base histórica. Teniendo en cuenta que, aparentemente, estaba abierto al proyecto sociológico positivista, cabría esperar que su teoría política no estuviera centrada sólo en el carácter científico de la disciplina como ámbito de estudio, sino también en la relación entre la ciencia política y la social. En cambio, «los términos de las cuestiones que atraían su atención, e incluso las categorías con arreglo a las cuales ordenaba las pruebas relevantes para su solución, siempre fueron… obstinadamente políticos» (Collini et al., 1983, p. 134; pp. 129-159 passim). Mill, de hecho, nunca suscribió la idea central de la física social de Comte, que consistía en preguntar a la sociedad para permitir que sus exigencias dieran forma a la política moderna. Para Mill lo importante eran los juicios humanos y las conciliaciones necesarias para generar progreso. Había que ampliar la noción de libertad, producto de la historia inglesa más que de la europea.

      Así, el impacto de la ciencia social de Comte en Inglaterra fue de carácter ético, ligeramente social (fue de la mano con el movimiento laborista durante una fase concreta) y en absoluto político. Aun a riesgo de que el contraste sea demasiado intenso, podemos decir lo contrario de Francia. Comte no resultaba más persuasivo que otros en su época cuando hablaba de la fragmentación ética, religiosa e industrial de la nación francesa, pero su contribución –o, más bien, la de algunos de sus discípulos clave– fue muy importante para que Francia pudiera cerrar sus heridas políticas.

      En el Hexágono, Comte tardó más en hacerse con partidarios que en Inglaterra. Quizá tuvo algo que ver con la naturaleza del periodismo en Inglaterra o con la larga hegemonía de la filosofía ecléctica en Francia (Mill, 1865, p. 2; Simon, 1963, p. 12). Sin embargo, en la década de 1860 hubo un giro entre los intelectuales franceses hacia el escepticismo religioso y los métodos de la ciencia natural. A menudo se ha denominado al Segundo Imperio y a los primeros años de la Tercera República la «era del positivismo». La mayoría de los estudios se han dedicado a determinar el papel desempeñado por Comte en la difusión del espíritu positivista. Su papel fue ciertamente importante, pero la idea de una «generación positivista» capta una onda cultural mucho más amplia, en la que muchos expresaron una angustiosa pérdida de fe y se volcaron en la ciencia para rehacer el tejido de sus vidas intelectuales (Simon, 1963, pp. 94-171). Sainte-Beuve nos cuenta


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