Viajes y viajeros, entre ficción y realidad. Autores Varios
por el Mediterráneo oriental. Aquí quisiera seguir las rutas fundamentales emprendidas por los que se dirigieron a España, lugar donde se encontraba el tercer santuario europeo en importancia (Estepa Díez, Martínez Sopena y Jular Pérez-Alfaro, 2000). Por ejemplo, entre 1428 y 1432 Peter Rieter fue, junto con el viejo Paumgartner y Gabriel Tetzel de Núremberg, a Santiago, visitó también Finisterre, Astorga, Zaragoza y Montserrat, para desde allí ir por Francia a visitar Roma (Halm, 2001, n.º 73: 75). En 1446, Sebastian Ilsung, miembro de una conocida familia patricia de Augsburgo, viajó a Santiago y eligió la ruta siguiente: viniendo de Francia se dirigió a Barcelona, Montserrat, Tortosa, Zaragoza, Olite, Burgos, León, Santo Domingo de la Calzada y llegó después a Santiago (Halm, 2001, n.º 36: 102).
En las notas autobiográficas de su diario, Niklas Lankman von Falkenstein hace un informe detallado de su prolongada peregrinación a Lisboa, que tuvo lugar entre marzo de 1451 y el 19 de junio de 1452. Ésta le llevó a España y Portugal pasando por Francia. Cruzó los Pirineos por Roncesvalles e hizo estación en las siguientes ciudades: Narbona, Perpiñán, Girona, Barcelona, Zaragoza, Lleida, Navarra, Santiago de Compostela, Burgos, León, Oporto, Coimbra y Lisboa. El camino de vuelta pasó por Granada, Gibraltar, Ceuta y después, en barco, por Marsella para dirigirse desde allí por tierra a su patria (Halm, 2001, n.º 47: 121).
Leo von Rožmital, caballero de Bohemia, inicia el 25 de noviembre de 1465 su extensa peregrinación que le lleva, en primer lugar, a atravesar toda Alemania para llegar a Calais, donde hace la travesía a Inglaterra para llegar desde allí en barco a España. En esta travesía lo abordan piratas, pero cuando éstos ven sus salvoconductos se arrepienten de lo que han hecho y llegan a ofrecerle incluso llevarlo sano y salvo a su destino. En la Península Ibérica va primero a Burgos, después a Salamanca, Braga, Santiago de Compostela, Finisterre, luego de nuevo a Santiago, Padrón, Braga, Évora, Mérida, Toledo, Calatayud, Zaragoza y después de regreso a Francia, pasando por la Provenza al norte de Italia, donde hace estación en Milán, Treviso, Padua, Venecia, Mestre y Treviso para regresar desde allí a su tierra (Halm, 2001, n.º 63: 157).
Al igual que él, otros comerciantes acometieron también este tipo de viajes de inspiración religiosa, como Hinrich Dunkelgud de Lübeck, que partió el 2 de febrero de 1479 y llegó a Santiago de Compostela. Sin embargo, no sabemos nada de los detalles de su viaje, ya que sus notas se limitan prácticamente a los asuntos puramente comerciales. Su ejemplo, no obstante, ilustra algo que también debe asumirse en la mayoría de los demás viajeros: en qué medida le movieron motivos religiosos y económicos a acometer esta costosísima empresa que implicaba, incluso, arriesgar la vida. Otros peregrinos, como Leo von Rožmital, combinaban intereses políticos con religiosos y, al fin y a la postre, también con los turísticos, para justificar su viaje hasta España y Portugal, algo que, en vista de la curiositas muy extendida ya desde la Baja Edad Media, no debería considerarse en modo alguno inusual.[14]
Otras personas, por el contrario, viajaban en calidad de diplomáticos o de representantes de señores seculares y religiosos, y llegaron a Portugal y a España, como fue el caso ya a principios del siglo XV, del poeta y caballero del Tirol meridional Oswald von Wolkenstein (1376/1377-1445).[15] En este punto quiero citar brevemente a otro autor que retrató sus vivencias con mucho más detalle y no de una manera literaria tan fragmentaria como las canciones de Oswald, con las que se encontró en su viaje por Europa Occidental entre 1483 y 1486. Nikolaus von Popplau, al servicio del emperador Federico III desde 1482, registró con gran amor por el detalle a dónde lo llevaron sus misiones diplomáticas. Entre los años 1486 y 1487 y de 1489 a 1490 también viajó a Rusia, pero aquí nos interesa sólo que contempló algunas partes de la Península Ibérica. Tras un reconocimiento detallado de Bélgica, Inglaterra e Irlanda, se dirigió a España, visitó Santiago de Compostela; después, entre otros lugares, Finisterre, Padrón, Muros, Pontevedra, Redondela, Barcelos, Barreiro, Oporto, Lisboa, Sevilla, Córdoba, Valencia, Sagunto, Girona, Figueres, etc., para regresar desde allí a Francia, hacer una ruta por Flandes (Mons, Nivelles, Bruselas y Malinas) y volver a Breslau, de donde había partido en un principio (Halm, 2001, n.º 89: 223).
También a los médicos como Hieronymus Münzer (1437-1508) les atrajo lo exótico, sobre todo para huir de la peste en su ciudad natal (Núremberg), y aprovecharon la ocasión para hacer el esfuerzo de conocer tierras y gentes de las zonas más remotas de Europa. Tras Lyon, Narbona y Perpiñán, llegó a la Península Ibérica y visitó Figueres, Girona, Barcelona, Valencia, Alicante, Murcia, Almería, Granada, Sevilla, Lisboa, Coimbra, Oporto, Santiago de Compostela, Finisterre, Salamanca, Ávila, Toledo, Madrid, Alcalá de Henares, Guadalajara, Hita, Tudela, Barcelona y Pamplona, desde donde se dirigió de nuevo a Francia y, tras un desvío por Brujas, Malinas, Worms y Frankfurt, llegó de vuelta a su ciudad, Núremberg (Halm, 2001, n.º 107: 264-265). El relato de su viaje contiene todavía muchas más descripciones de lugares, pero para nuestros fines basta con diseñar un bosquejo a mano alzada de su viaje para percibir lo amplio del radio por el que se movió él, como la mayoría de los demás peregrinos, para visitar y, aparentemente sin esfuerzo, descubrir para sí grandes extensiones de la Península Ibérica.
Aunque la mayor parte de los monjes estaba sometida al mandato de la stabilitas loci, hubo alguna orden, como la de los Siervos de María, que concedió gran movilidad a sus miembros si ésta respondía a ideales religiosos. Hermann Künig von Vach, que se unió a esta orden en 1479, emprendió en 1495 una peregrinación a Santiago de Compostela. Tras haber visitado procedente de Einsiedeln muchos lugares en Francia, cruzó los Pirineos por Roncesvalles y se dirigió entonces, entre otras, a las siguientes ciudades: Pamplona, Burgos, León y Santiago de Compostela; después volvió a León y Burgos para regresar poco a poco a casa pasando en Francia por Burdeos (Halm, 2001, n.º 108: 267-268).
Algunos viajeros parecen haber perseguido objetivos casi planetarios en la medida en que se esforzaron por visitar el máximo de países posible en el mismo viaje. Arnold von Harff, un caballero del Bajo Rhin al servicio del duque Wilhelm IV de Jülich, realizó en 1496 un viaje de estas características y pasó por Italia, Siria, Egipto, Arabia, Etiopía, Nubia, Tierra Santa, Turquía, Francia y España. Su relato de viaje, extraordinariamente detallado, debía evidentemente servir como guía turística dedicada por él a su señor y a su esposa Sybilla. Harff coleccionó incluso muestras de idioma árabe, sirio, etíope, hebreo, armenio, turco, húngaro, euskera, serbocroata, albanés y griego, aunque no de español o portugués. Su fascinación estaba motivada por lo novedoso de la fauna y flora, las costumbres y las situaciones exóticas de los países que visitó.
Esta visión panorámica y la buena accesibilidad de una edición de su texto nos permiten en este caso embarcarnos con más precisión en la materia e intentar hacernos una idea de cómo percibió Harff el mundo en la Península Ibérica.[16] Su Peregrinación ya ha sido tratada con bastante profundidad, aunque, no obstante, el interés se ha centrado por lo general en aspectos que no nos afectan directamente, como la transmisión manuscrita, los glosarios que contiene el relato o los conocimientos que tenía Harff de lenguas extranjeras, sus observaciones sobre la ciudad como hilo conductor de su relato, las xilografías que acompañaban al texto y que le proporcionan valor antropológico o las actitudes religiosas del autor.[17]
La investigación no alemana apenas se ha ocupado de Harff, aun existiendo una traducción inglesa de su obra.[18]
No hay otro escritor de viajes de la Baja Edad Media que haya hecho un informe de sus experiencias tan exhaustivo y hasta con el detalle técnico más nimio. Sin embargo, no debemos cifrar muy altas nuestras expectativas de encontrar afirmaciones relevantes en cuanto a la mentalidad, ya que Harff destaca en primer lugar –como se observará después en el Fortunatus– la distancia que hay entre los diferentes lugares aunque no escatima esfuerzos para dar el nombre de los poblados más pequeños (pp. 227-228). Como debía ser normal para un cristiano de la Baja Edad Media, la atención de Harff se centra sobre