Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean

Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean


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legítima. La toleran solo porque su hermano es un marqués. Es imposible que él confíe en su palabra. Al fin y al cabo, no es más que la hija de su madre.

      «La hija de su madre». Por mucho que lo intentara, aquellas palabras eran un bofetón imposible de esquivar.

      Juliana alzó el mentón y enderezó los hombros.

      —No le creerán —repitió, deseando que su voz se mantuviera estable—, porque nadie podría ni imaginar que yo me sienta atraída por usted, porco.

      Lord Grabeham tardó unos segundos en traducir la palabra del italiano al inglés, en procesar el insulto. Pero, cuando lo hizo, la palabra cerdo quedó suspendida entre ambos en las dos lenguas. Grabeham alargó hacia ella una mano rolliza de dedos como salchichas.

      Aunque era más bajo que ella, compensaba la diferencia con fuerza bruta. Clavó los dedos en la muñeca de Juliana con una presión que prometía dejarle moratones. Al intentar zafarse de él retorciendo el brazo, ella notó una quemazón en la piel. Contuvo el dolor y actuó por instinto, agradeciéndole al Creador haber aprendido a pelear con los chicos en los arenales de Verona.

      Su rodilla salió propulsada hacia arriba y alcanzó su objetivo con precisión y crueldad.

      Grabeham emitió un alarido y aflojó la mano lo suficiente para que ella pudiera liberarse.

      Y entonces Juliana hizo lo único que se le ocurrió. Echar a correr.

      Se recogió los faldones de su brillante vestido verde y atravesó los jardines evitando la luz que se filtraba por los ventanales del enorme salón, consciente de que ser descubierta corriendo en la oscuridad resultaría tan nocivo como acabar en las zarpas del odioso Grabeham…, que se había recuperado con alarmante presteza. Juliana oía cómo la perseguía a través de un seto particularmente espinoso, resollando a grandes bocanadas.

      El sonido la espoleó e hizo que traspasara velozmente la puerta lateral del jardín, que daba acceso a las caballerizas que colindaban con Ralston House, donde una serie de carruajes esperaban en una larga fila a que sus propietarios los reclamaran para regresar a sus domicilios. Juliana tropezó con algo afilado y dio un traspié. Detuvo la caída sobre el empedrado con las manos y se las arañó al tratar de recuperar el equilibrio. Se maldijo a sí misma por la decisión de quitarse los guantes al salir del salón; por engorrosos que fueran, la piel de cabritilla le hubiera evitado unas cuantas gotas de sangre aquella noche. La puerta de hierro se cerró detrás de ella, y Juliana vaciló durante una fracción de segundo; el sonido tal vez atraía la atención de alguien. Una rápida mirada en derredor le permitió descubrir la presencia de un grupo de cocheros absortos en una partida de dados en el otro extremo del callejón; ninguno de ellos mostró el menor interés en ella. Al mirar hacia atrás, vio cómo la mole de Grabeham avanzaba hacia la puerta. Era como un toro embistiendo el capote; faltaban solo unos segundos antes de que la corneasen.

      Los carruajes eran su única esperanza.

      Con un débil y tranquilizador susurro en italiano, se deslizó por detrás de las enormes cabezas de dos jamelgos negros y se escabulló rápidamente entre la línea de carruajes. Al oír cómo la puerta se abría y volvía a cerrarse con un portazo, se quedó inmóvil, atenta a cualquier sonido que pudiera indicarle que el depredador se aproximaba.

      Pero los latidos de su corazón le impedían oír nada. Rápidamente, abrió la portezuela de uno de los descomunales vehículos y se aupó al interior sin la ayuda de ningún estribo. Oyó que la tela de su vestido se rasgaba al engancharse a un borde afilado. Ignoró la punzada de remordimientos y tiró de la falda para introducirla en el carruaje. A continuación, alargó una mano para cerrar la portezuela lo más silenciosamente que pudo.

      El satén verde sauce había sido un regalo de su hermano, un guiño al odio que sentía Juliana por los vestidos insulsos y mojigatos que solían exhibir las damas solteras de la alta sociedad. Y ahora estaba roto.

      Se quedó sentada en el suelo del carruaje, con las rodillas apoyadas en el pecho, y dejó que la oscuridad la rodeara.

      Rezó por contener los jadeos y se esforzó por oír algo, cualquier sonido que quebrara aquel velado silencio. Contuvo la necesidad de moverse por miedo a desvelar su escondrijo.

      —Tego, tegis, tegit —susurró en voz muy baja. La relajante cadencia del latín la ayudaba a concentrarse—. Tegimus, tegitis, tegunt. Una sombra apenas perceptible pasó por encima de ella, obstruyendo la tenue luz que moteaba el exuberante tapizado del carruaje. Juliana se quedó inmóvil un segundo antes de buscar refugio en un rincón del habitáculo y encogerse todo lo que pudo, todo un reto teniendo cuenta su altura, poco habitual en una mujer. Esperó mientras la desesperación se acumulaba en su interior y, cuando la tenue luz volvió a iluminar el carruaje, tragó saliva y cerró los ojos con fuerza soltando un largo y lento suspiro.

      Ahora en inglés.

      —Me oculto. Te ocultas. Se oculta…

      Contuvo el aliento al oír varias voces masculinas y rezó para que pasaran de largo y, por una vez, la dejaran en paz. Cuando el vehículo se balanceó con el movimiento de un cochero que subía al pescante, supo que sus plegarias no iban a ser escuchadas.

      Demasiadas esperanzas puestas en un buen escondrijo.

      Soltó una maldición, una de las palabras más pintorescas de su lengua materna, y valoró sus opciones. Grabeham quizá estuviera cerca, pero incluso la hija de un comerciante italiano que solo llevaba en Londres unos cuantos meses sabía que no podía llegar a la puerta principal de la mansión de su hermano en el carruaje de Dios sabía quién sin provocar un escándalo de proporciones épicas.

      Tras tomar una decisión, alargó una mano hacia la manija de la portezuela y cambió de postura mientras reunía el coraje necesario para escapar saltando del vehículo y avanzar por el empedrado hasta la siguiente sombra.

      Y entonces el carruaje se puso en marcha. Y huir dejó de ser una opción.

      Durante un instante, Juliana pensó en la posibilidad de saltar del carruaje en marcha. Pero ni siquiera ella era tan imprudente. No quería morir. Solo quería que el suelo se abriera bajo sus pies y la tragara, y al carruaje con ella.

      ¿Acaso era tanto pedir?

      Tras inspeccionar rápidamente el interior del carruaje, decidió que lo más sensato era volver a sentarse en el suelo y esperar a que se detuviera. En cuanto lo hiciera, saldría por la portezuela más alejada de la casa y cruzaría los dedos para que no hubiera nadie que pudiera verla.

      Algo tenía que salirle bien aquella noche. Con un poco de suerte, dispondría de unos segundos antes de que los aristócratas bajaran la escalera.

      Juliana respiró hondo cuando el coche de caballos empezó a detenerse. Se incorporó…, alargó la mano hacia la manija…, lista para salir corriendo.

      Antes de que pudiera bajar, sin embargo, se abrió la otra puerta del carruaje, que dejó entrar una violenta ráfaga de aire. Sus ojos se posaron en el corpulento hombre que se encontraba de pie frente a la puerta del coche.

      Oh, no.

      Aunque las farolas exteriores de Ralston House quedaban a su espalda y dejaban su rostro sumido en la penumbra, el modo en que la luz cálida y amarilla le iluminaba la mata de rizos dorados, convirtiéndolo en un ángel oscuro expulsado del paraíso que se hubiera negado a devolver su halo, resultaba inconfundible.

      Juliana notó un cambio sutil en él, una tensión casi imperceptible en sus amplios hombros, y supo que la había descubierto. También comprendió que debería sentirse agradecida por su discreción cuando el hombre atrajo la portezuela hacia él, eliminando la posibilidad de que otros la vieran. No obstante, en cuanto subió ágilmente al carruaje sin la ayuda del estribo ni de un sirviente, la gratitud de ella se transformó rápidamente en otro sentimiento.

      Un sentimiento que se parecía mucho más al pánico.

      Juliana tragó saliva mientras en su mente había lugar para un solo pensamiento.

      Debería


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