Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean
esperando ver cómo se cerraba la portezuela tras ella. Pero, en lugar de eso, vio cómo el duque la seguía, ignorando completamente su presencia y dirigiéndose hacia las escaleras del palacete más cercano. La puerta se abrió antes de que llegara al rellano.
Como si las puertas, al igual que todo lo demás, se inclinaran ante su voluntad.
Lo observó entrar en el profusamente iluminado vestíbulo, donde un enorme perro marrón corrió con torpeza para darle la bienvenida con euforia.
Adiós a la teoría según la cual los animales son capaces de presentir la maldad.
Ese pensamiento le arrancó una sonrisa, y el duque se dio la vuelta en aquel mismo instante, como si le leyera los pensamientos. La luz volvía a iluminar sus angelicales rizos cuando dijo:
—Entre o márchese, señorita Fiori. Está agotando mi paciencia.
Juliana hizo ademán de contestar, pero el duque ya había desaparecido, de modo que se decidió por la opción menos problemática.
Lo siguió al interior de la casa.
Cuando la puerta se cerró a su espalda y el lacayo se apresuró a seguir los pasos de su señor adonde fuera que lacayos y señores solieran ir, Juliana se detuvo a contemplar el amplio vestíbulo de mármol y espejos dorados cuyo único propósito debía de ser conseguir que el espacio resultara aún más grande. Había media docena de puertas que conducían a otras tantas estancias, así como un largo y oscuro pasillo que se adentraba aún más en el palacete.
El perro se sentó al pie de la ancha escalera que daba a los pisos superiores de la casa. Bajo el silencioso escrutinio canino, Juliana fue súbita y embarazosamente consciente del hecho de que se encontraba en la morada de un hombre.
Sin escolta.
Con la salvedad de un perro.
Un animal que había demostrado ser bastante mediocre juzgando el carácter de las personas.
Callie no lo aprobaría. Su cuñada le había advertido específicamente que evitara situaciones como aquella, pues temía que los hombres pudieran aprovecharse de una joven italiana apenas familiarizada con la constricción británica.
—Le he enviado una misiva a Ralston para que venga a recogerla. Puede esperar en…
Juliana levantó la cabeza cuando el duque se interrumpió. Al mirarlo a los ojos, vio que estos estaban nublados con algo que, si no lo conociera, podría confundirse con preocupación.
Pero ella lo conocía bien.
—¿Qué pasa…? —preguntó ella mientras intentaba entender qué había provocado que el duque avanzara hacia ella a grandes zancadas.
—Dios mío. ¿Qué le ha sucedido? Alguien la ha atacado.
Juliana observó a Leighton mientras este servía dos dedos de whisky en un vaso de cristal y después se acercaba hasta donde ella se encontraba, sentada en una de las descomunales butacas de piel de su estudio. Cuando le ofreció la bebida, Juliana negó con la cabeza.
—No, gracias.
—Debería tomárselo. La ayudará a relajarse.
Juliana levantó la cabeza.
—No necesito calmarme, su excelencia.
El duque entrecerró los ojos y ella se negó a apartar la mirada del retrato de la nobleza inglesa que él representaba: alto y deslumbrante, de una belleza casi insoportable y una expresión de absoluta confianza, como si no lo hubieran desafiado en toda su vida.
Hasta aquel momento, por supuesto.
—¿Pretende negar que la han atacado?
Juliana encogió un hombro, pero no le respondió. ¿Qué iba a decirle? ¿Qué podía contarle que no acabara volviéndose en su contra? El duque afirmaría, con su tono imperioso y arrogante, que si se hubiera comportado como una dama…, si hubiera cuidado mejor de su reputación…, si hubiera actuado más como una inglesa y menos como una italiana…, nada de todo aquello habría sucedido.
La trataría como lo había hecho el resto de la gente.
Como él mismo la había tratado en cuanto descubrió su auténtica identidad.
—¿Cambiaría algo las cosas? Seguramente llegaría a la conclusión de que he estado representando un papel toda la noche para atrapar un marido. O cualquier otra cosa igual de ridícula.
Juliana había elegido bien las palabras para tratar de descolocarlo.
No lo consiguió.
El duque la recorrió de arriba abajo con una mirada fría y pausada. Se detuvo especialmente en su rostro y sus brazos, cubiertos de arañazos, y en su vestido, rasgado por varias partes y manchado de tierra y de la sangre de sus manos, en carne viva.
Cuando la comisura de sus labios se torció en un gesto provocado seguramente por la repugnancia, Juliana no pudo evitar decir:
—Una vez más demuestro no ser digna de su presencia, ¿no es así?
Juliana se mordió la lengua y deseó haber guardado silencio. El duque la miró a los ojos.
—Yo no he dicho eso.
—No ha sido necesario.
El duque se bebió el whisky de un trago justo antes de que alguien llamara tímidamente a la puerta medio abierta de la habitación. Sin apartar su mirada de ella, espetó:
—¿Qué ocurre?
—Traigo lo que me ha pedido, su excelencia. —Un criado avanzó por la habitación arrastrando los pies y cargando con una bandeja en la que apenas cabían un cuenco, vendajes y varios botecitos. La dejó en una mesita baja.
—Eso es todo.
El criado hizo una pulcra inclinación de cabeza y abandonó la sala al tiempo que Leighton se acercaba a la bandeja. El duque cogió un paño de lino y sumergió uno de sus extremos en el cuenco.
—No le ha dado las gracias.
Leighton la miró con semblante de sorpresa.
—Los acontecimientos de esta noche han hecho mella en mi estado de ánimo.
Juliana se tensó ante su tono de voz y la acusación implícita de sus palabras.
Bueno. Ella también podía ser testaruda.
—A pesar de todo, le ha servido. —Hizo una pausa dramática—. Negarle el agradecimiento lo convierte en un glotón.
El duque tardó unos segundos en interpretar el significado de sus palabras.
—En un grosero.
Juliana agitó una mano.
—Lo que sea. Un hombre distinto le hubiera dado las gracias.
Leighton se acercó a ella.
—¿No querrá decir un hombre mejor?
Juliana abrió los ojos en un gesto de fingida inocencia.
—Jamás. Usted es un duque, después de todo. Estoy segura de que no hay nadie mejor que usted.
Sus palabras dieron en el blanco. Y, después de todo lo que le había dicho a ella en el carruaje, se las tenía bien merecidas.
—Una mujer distinta se daría cuenta de que está en deuda conmigo y mediría un poco más sus palabras.
—¿No querrá decir una mujer mejor?
Leighton no respondió. Se limitó a sentarse frente a ella y a alargar una mano con la palma hacia arriba.
—Deme su mano.
Juliana se llevó ambas manos al pecho, recelosa.
—¿Por qué?
—Las tiene magulladas y manchadas de sangre. Déjeme