Once escándalos para enamorar a un duque. Sarah MacLean

Once escándalos para enamorar a un duque - Sarah MacLean


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ser que el universo te está castigando con una hermana que causa tantos problemas como solías provocar tú.

      —Puede que tengas razón. —Se produjo un incómodo silencio—. Ya sabes lo que podría ocurrirle, Leighton.

      «Has pasado por ello».

      Pese a que el marqués no lo dijo, Simon lo oyó de todos modos.

      «Aun así, la respuesta es no».

      —Disculpa que no esté interesado en ayudarte, Ralston.

      «Mucho mejor».

      —También estarías ayudando a St. John —añadió Ralston, invocando el nombre de su hermano gemelo, el gemelo bueno—. Podrías compensarlo el hecho de que mi familia haya dedicado una buena cantidad de energía en cuidar de te hermana, Leighton.

      Ahí estaba. El insoportable peso del escándalo, tan poderoso que era capaz de mover montañas.

      No le gustaba tener una debilidad tan evidente.

      Y solo podía empeorar.

      Simon no consiguió pronunciar palabra en un buen rato. Finalmente, asintió para mostrar su conformidad.

      —Es justo.

      —Debes de imaginar lo mucho que detesto tener que pedirte ayuda, duque, pero piensa cuánto disfrutarás restregándomelo por la cara durante el resto de tu vida.

      —Confieso que esperaba no tener que soportarte durante tanto tiempo.

      Ralston soltó una carcajada.

      —Eres un sinvergüenza insensible. —Avanzó hasta situarse delante de la silla que había dejado vacía—. ¿Estás preparado, entonces? Para cuando se haga pública la noticia, quiero decir.

      Simon no se molestó en fingir que no lo entendía. Ralston y St. John eran los dos únicos hombres que conocían el más oscuro de sus secretos. Aquel que destruiría a su familia y su reputación si saliera a la luz.

      Aquel que tarde o temprano saldría a la luz pública.

      ¿Algún día estaría preparado?

      —Aún no. Pero lo estaré pronto.

      Ralston le dirigió una mirada fría y azul que a Simon le recordó a Juliana.

      —Sabes que estaremos a tu lado, ¿verdad?

      Simon soltó una corta risotada que no era producto precisamente de la alegría.

      —Disculpa que no ponga demasiadas esperanzas en el apoyo de la familia Ralston.

      Ralston torció la comisura de los labios en un intento de sonrisa.

      —Somos una familia un tanto abigarrada. Pero lo compensamos con una gran tenacidad.

      Simon pensó en la mujer de su biblioteca.

      —No me cabe duda.

      —¿Me equivoco al suponer que planeas casarte?

      Simon se quedó con el vaso a medio camino de sus labios.

      —¿Cómo lo sabes?

      La sonrisa se convirtió en un gesto de reconocimiento.

      —Casi todos los problemas se resuelven con un pequeño paseo hasta la vicaría. Especialmente el tuyo. ¿Quién es la afortunada?

      Simon se planteó mentir, fingir que no había sido él quien la había elegido. Pero tarde o temprano se conocería la verdad.

      —Lady Penelope Marbury.

      Ralston dio un silbido largo y grave.

      —Hija de un doble marqués. Reputación impecable. Linaje excelente. La Santa Trinidad del partido deseable. Y con una buena fortuna. Una excelente elección.

      Nada que Simon no hubiera pensado ya, por supuesto, pero oírlo en boca de otra persona lo enorgulleció.

      —No me gusta oírte enumerar los méritos de la futura duquesa como si fuera una yegua.

      Ralston se inclinó hacia delante.

      —Te pido disculpas. Tenía la impresión de que habías elegido a la futura duquesa como si fuera una yegua.

      Aquella conversación estaba empezando a resultarle incómoda. El duque estaba en lo cierto. Iba a casarse con lady Penelope exclusivamente por su impecable genealogía.

      —Después de todo, nadie espera del gran duque de Leighton que vaya a casarse por amor.

      A Simon no le gustó el sarcasmo con que Ralston dijo aquello último. Por supuesto, el marqués siempre había sabido cómo irritarlo. Desde que eran niños. Simon se puso de pie, deseoso de moverse.

      —Creo que iré a buscar a tu hermana, Ralston. Ya es hora de que te la lleves a casa. Y te agradecería que en el futuro mantuvieras alejados de mi casa tus problemas familiares.

      Sus palabras sonaron arrogantes incluso a sus oídos.

      Ralston se enderezó y lentamente se puso casi a la misma altura que Leighton.

      —Haré todo lo que esté en mi mano. Al fin y al cabo, ya tienes suficiente con tus propios problemas familiares, que amenazan con derribar tu casa hasta los cimientos, ¿no es así?

      No había nada de Ralston que le gustara a Simon. Sería mejor que no lo olvidara nunca.

      Salió del estudio y se dirigió a la biblioteca. Tras abrir la puerta con más ímpetu del necesario, se quedó paralizado nada más entrar.

      Juliana se había quedado dormida en el sillón. Con su perro.

      El sillón que había elegido era uno de los que más le había costado transformar, hasta obtener el nivel de comodidad perfecto. Su mayordomo había insistido en incontables ocasiones en que era necesario retapizarlo, en parte debido, por lo que Simon imaginaba, a la frágil y suave tela que él consideraba uno de los mejores atributos del mueble. Recorrió con la mirada la figura dormida de Juliana, su mejilla arañada apoyada en las suaves hebras doradas de la gastada tela.

      Se había quitado los zapatos y tenía los pies doblados debajo de su cuerpo. Simon sacudió la cabeza ante semejante comportamiento. A ninguna dama de Londres se le ocurriría ir descalza en la privacidad de su propia casa, y en cambio ahí estaba ella, acomodada y echando una cabezada en la biblioteca de un duque. Dedicó unos segundos a contemplarla, a apreciar cómo encajaba perfectamente en su sillón. Era más grande que la mayoría de los sillones, confeccionado especialmente para él quince años atrás, cuando, cansado de encajar en sillones que según su madre eran «el culmen de la moda», decidió que, como duque, tenía derecho a gastarse una fortuna en un sillón adecuado a su fisionomía. Era lo bastante ancho para sentarse en él cómodamente y con espacio sobrante para ubicar un montón de papeles que requirieran su atención o, como era el caso en aquel momento, para un perro en busca de un cuerpo caliente. El perro, un chucho que se había colado en la habitación de su hermana un día de invierno, ahora seguía a Simon a todas partes y se instalaba allí donde el duque estuviera. El can apreciaba especialmente la biblioteca del palacete, con sus tres chimeneas y sus muebles confortables, y era evidente que acababa de hacer una nueva amiga.

      Leopold estaba acurrucado formando un pequeño ovillo, con la cabeza apoyada en uno de los largos muslos de Juliana.

      Muslos que Simon no tendría que estar mirando.

      La traición del perro era un tema que decidió dejar para otro momento.

      Ahora, no obstante, debía encargarse de la dama.

      —¡Leopold! —Simon llamó al perro palmeándose el muslo en una maniobra habitual con la que consiguió que este se pusiera en pie de inmediato.

      Si con la misma estrategia pudiera conseguir lo mismo de la muchacha…

      No. Si tuviera la oportunidad, no la despertaría tan bruscamente, sino que lo haría despacio,


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