La locura de amar la vida. Monica Drake
está hecho con cinta americana y es sexy, sofisticado con sus delirantes detalles minúsculos, cuerpos desnudos dibujados con capas de cinta, testículos y labios vaginales de cinta plateada. Y es infantil, y caliente, y plástico, y adulto al mismo tiempo, y más que nada te sientes perdida porque todos los demás en la inauguración parecen conocerse y la mujer que dirige el lugar tiene una enorme mata de pelo rizado y una nevera gigante llena de hielo y cerveza. Así que rebuscas entre el hielo y consigues sacar una lata de PBR. Esa cerveza es una forma de hacerte sentir como en casa. Es como un trago de instituto. Encajarás. Al mismo tiempo que tú tiras de la anilla, la mujer al cargo mira más allá de ti a un grupo de gamberros delgaduchos cerca de la puerta. ¿Es posible que sean de tu edad? Adolescentes de camino a los veinte.
—¡No se permite beber a los menores! —les grita—. ¡Este lugar es mío!
Tú eres menor. Bebiendo. Sin embargo, ella no te está mirando a ti, porque cuando estás sola eres invisible. La ciudad es algo nuevo. Todavía estás descifrando cómo funciona la vida. Donde tú creciste, tenías el tipo de patio que la gente de aquí llama «tierras». Dicen la palabra con un extraño y eterno distanciamiento, con veneración, como si poseyeras un país entero o como si sus pies no estuvieran también sobre suelo de verdad, pero a la vez lo dicen como si a lo mejor fueras… ¿primitiva? Tenías agua corriente, entre otras cosas.
Aquí, eres una forastera. Alzar esa cerveza significa cruzar una puerta para dejar de ser una desconocida y pasar a formar parte de aquello. La levantas con grandes esperanzas: poder pertenecer.
La dueña de la galería ha perdido la calma. Con la cara enrojecida le lanza una lata de cerveza a un tío, y tú observas la lata pasar como una pelota de béisbol. ¿Ira? Bueno, ese es territorio conocido. Puede que no seas tan ajena a algunos rincones de esta escena.
La lata pasa demasiado cerca de tu propia cabeza, con una velocidad considerable. Se abre paso a través del mínimo espacio que queda libre. Cuando hace contacto con la frente de su objetivo, este deja caer la cerveza abierta que tenía entre las manos, directamente contra el suelo. Se gira para mirar, con ojos de animal herido. Un cardenal rojo le empieza a brotar junto al nacimiento del pelo.
Te mueves entre la multitud hasta que estás a su lado. Acto seguido, estás hablando con extraños:
—Es mejor que se hinche a que te presione el cerebro. Sostén una cerveza fría sobre él. —Y levantas tu lata hacia su cabeza. Eres una paramédica de fiestas bien entrenada y altamente experimentada.
Él tiene en la mano la cerveza que le lanzaron. Complaciéndote, se la lleva al chichón en su cabeza, justo donde la piel está enrojecida e inflamada. Pero, aunque el cardenal sigue hinchándose, casi al instante deja de cuidar de él. En su lugar, abre la cerveza fría, actuando como si solo se la hubieran pasado desde el otro lado de la mesa. Ignora a la dueña de la galería como si fuera de la familia. Ignora su propia cabeza y el dolor que debe de estar sintiendo. Abre la lata y esta suelta un silbido y un chorro de espuma con la sacudida, una ducha de cerveza. El momento pasa tan rápido como un hito kilométrico que desaparece de tu vista a un lado de la autovía. Está en el futuro, luego ocurre, después se acaba y desaparece. Pasará de nuevo en otros edificios, en otras multitudes de gente, cuando sigas adelante y luego te quedes atrás.
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