La locura de amar la vida. Monica Drake

La locura de amar la vida - Monica  Drake


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y manzanas nuevas en aquellas noches cálidas en las que el verano se transformaba lentamente en otoño.

      Una tarde, unos niños vecinos se abrieron camino entre los arbustos. Habían aprendido el nombre de Vanessa y la invitaron a jugar, chillando ¡Ness-ssie! Eran niños callejeros, y no siempre el mismo grupo. ¿De dónde venían? Jugaban en el jardín, armando ese tipo de jaleo lleno de empujones y zarandeos, todo inocencia por ahora. Confiaban los unos en los otros lo suficiente como para jugar a la gallinita ciega, con calcetines altos envueltos alrededor de sus ojos.

      —Lleva a tu hermana —le decía, pero su hermana Lu era demasiado pequeña. Cuando Nessie salía corriendo sin ella, la dejaba irse. Era mi culpa que hubiera tanta diferencia de edad entre ellas. Deseaba haberlas tenido con menos años de distancia; pero, si las hubiera tenido en diferentes años, ¿serían unas niñas distintas?

      Hubo una noche en la que Lu se había quedado dormida por fin, y yo fui a la cocina y eché un vistazo a la pila de correo enviado a la dirección equivocada. Marcar cada sobre y enviarlo de vuelta era una tarea menor y tranquilizante. «Ya no viven en esta dirección», escribía en la parte superior, luego en el siguiente. «Ya no viven en esta dirección», escribí para Hilda, Emil, Cleave y Gloria Deo.

      Escuché un ruido en la planta de arriba y me quedé helada... Lucía, ¿despierta?

      Aún conteniendo el aliento, escribí en el siguiente sobre «Ya no viven...» cuando vi, a mitad de frase, el remitente escrito en letras mayúsculas y negrita en la parte superior del sobre que tenía en la mano. Era de un grupo llamado «Padres de Niños Asesinados».

      Dejé el sobre en la mesa.

      Niños asesinados. Yo había escrito «ya no viven» justo encima.

      Esa era nuestra conversación, del sobre y mía. Ahora conocía la casa un poco mejor. Estábamos en términos más claros. Escuchaba las vocecitas: mamá. Fuera, en el campo, fantasmas cantaban ópera, un tributo a pollos sacrificados, pájaros troceados y cocinados de un centenar de formas. Escuchaba el tic-tic y los arañazos de pícnics en el armario, antiguos niños veloces como ratones esparciéndose por las oscuras esquinas.

      Esa carta no solo estaba dirigida a alguien que solía vivir aquí, sino a los padres de un niño que solía vivir. Quería estrujar a Nessie y a Lu hasta que se despertaran, dejar que las dos fueran pequeñas y dependientes. ¿Por qué no?

      Pero estaban creciendo muy rápido.

      El whisky me ayudaba con los nervios. Me serví una copa de vino tinto. Esta casa me estaba dando pistas: un soldado de juguete con su rifle, la radio siempre encendida, niños haciendo pícnics en la bodega.

      Cosas terroríficas ocurrían incluso en casas normales, con familias normales. Las cosas terroríficas llegan poco a poco, filtrándose sin prisas.

      Me di un paseo por el camino de entrada de nuestra propiedad, para poder sentir los árboles alcanzándome en la oscuridad. Toqué sus hojas. Aquellos árboles susurraban: «Eres un canal». ¡Eso es lo que me decían! A mí. Y lo entendí, yo estaba entre madre y niña, entre el mundo natural y el cemento que nos estaba superando, entre los vivos y los muertos, y podía escuchar a la historia hablándome, contándome historias en clave.

      Sonaba loco, pero no tan loco como era fingir que nuestras vidas eran nuevas, e independientes de toda la gente que había llegado y muerto antes que nosotros.

      Como canal, horneé magdalenas, treinta y seis, y las cubrí con glaseado de chocolate, la cosa más dulce que pude hacer. Alimenté a los gatos salvajes. Le dije «oh, mamá» a la preciosa y rechoncha gata con sus tetitas caídas, y ella me mordisqueó la mano, feliz.

      Después de cenar, cuando los platos estuvieron lavados, cuando Lu estuvo al fin metida en la cama y Nessie rondaba la casa masticando su cepillo de dientes, comencé a preparar comida basura. A los niños les encantaba.

      —¿Qué estás cocinando? —me preguntó Nessie.

      —Macarrones con queso. —Y añadí—: De caja. Lávate los dientes, no te dediques solo a roer.

      Ella se fue a buscar pasta de dientes y volvió a preguntar:

      —¿Por qué los estás haciendo?

      Nunca dejo que ellas coman esos macarrones con queso baratos, con su brillante salsa naranja en polvo. A no ser que Colin y yo fuéramos a salir y una niñera tuviera que encargarse.

      —¿Y qué pasa con las magdalenas?

      —Vete a la cama —le respondí, sin estar lista para hablar con ella sobre alimentar a niños asesinados. Era una madre, se me daba bien, y mi alcance podía extenderse tanto como fuera necesario.

      Esa noche, cuando Lu lloró, le dije:

      —Vete a dormir, cariño.

      Me serví un whisky y la dejé llorar. ¡Hice lo que los libros sugerían! La ignoré. Cuando Colin se quedó dormido en el sillón, caminé a su alrededor. Y cuando llegó el momento oportuno, salí por la puerta trasera, con los brazos cargados de comida, lo bastante madre para todos. Puse los platos, los paños y las velas en la tierra húmeda. A los niños muertos no podía importarles la tierra, ¿verdad? Forcejeé con el tablón de entre las dos asas de las puertas de la bodega.

      Sí, estaba oscuro allá abajo, y repleto de arañas y telarañas, pero encontré sitio para todas las magdalenas; empecé apilándolas en aquella pequeña silla infantil, y pasé después a las vigas de madera y a algunos ladrillos sueltos. Puse una vela en cada una. Cada magdalena era un tributo en mi altar de comida. No se me daban bien las sesiones espiritistas, pero podía organizar una espectacular cita de juegos con el más allá.

      —¿Niños?

      Aquellos pequeños asesinados necesitaban cuidados maternales si la única comida que habían recibido era un sándwich ennegrecido de queso fundido, e incluso eso lo habían reutilizado. Estaban pidiendo a gritos ser amados. Toqué las raíces de aquel árbol que crecía demasiado cerca de la casa. Deslicé los dedos sobre aquellas pálidas filas de raíces como queriendo estrechar la mano del árbol.

      Encendí una cerilla, luego encendí una de las velas. Aquellos pequeños probablemente se habían perdido muchas fiestas de cumpleaños. Encendí una segunda cerilla.

      El trabajo de una madre es mantener a la familia unida. Un hogar es un fuerte. Yo construiría un puente, haría felices a los niños, y todos seríamos capaces de dormir. Creé un círculo de pequeñas llamas parpadeantes.

      —Cumpleaños feliz... —canté con suavidad.

      La misma canción se escuchó a través de la radio distante. Íbamos a estar bien. Me serví un vino para celebrar. No me importaba la oscuridad. De hecho, me sentía cómoda ahí abajo, sola al fin, esperando a que los espíritus de los niños asesinados vinieran y me necesitaran. Apoyé la cabeza en un tablón húmedo.

      —Sé que estáis aquí —murmuré—. Recibí el correo.

      Hacía una eternidad que no dormía.

      A veces, la madre es la primera en asfixiarse con el apretón de su propio puño, intentando mantener el hogar de una pieza. La mayoría de los días lo hacía bien, si pasas por alto aquellas mañanas en las que aún me estaba sirviendo vino mientras Nessie se preparaba para el colegio.

      Lo hice bien, si no cuentas la sesión de espiritismo.

      Las alarmas de incendio despertaron a todo el mundo en la planta de arriba. No hicieron un solo ruido en la bodega. Estaba durmiendo cuando Colin me encontró, en mi círculo de magdalenas y pequeñas velas llameantes. Me sacudió hasta que me desperté, y me dijo:

      —Podrías habernos matado a todos.

      —¿Qué...?

      Me limpié la tierra de la cara. Era un lujo dormir profundamente, soñando con otras casas, otras épocas.

      —Estaba llamando a los niños asesinados —dije.

      —Estás


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