La locura de amar la vida. Monica Drake
del ritmo. Da igual el tiempo en el que se encuentren, queda muy claro en este pasaje:
«todos los años desde que nos habíamos conocido y los que quedaban por delante y el futuro y el pasado eran lo mismo, marcados por el alcohol, grandes expectativas y pasos en falso»
Queda también clara la reivindicación al reconocimiento de las escritoras aplastadas durante siglos por el peso de toneladas de literatura masculina. No es casual que entre los planes de Vanessa esté escribir la novela Moby Vagina, reapropiándose del clásico para cuestionarse el género en la literatura, o Infinite Gestation, un «tomo feminista justificadamente gordo» al estilo Foster Wallace. También funcionan esos proyectos como un sueño de futuro, una posibilidad para convertirse en alguien más que una chica con un máster que trabaja en hostelería. Como la mayoría de Portland.
No son todo sombras. Monica Drake es una experta en jugar con el drama desde situaciones inverosímiles, a veces casi oníricas que, a pesar de lo patético o precisamente por ello, muchas veces provocan risa. De alguna manera su escritura crea espacios en los que puede penetrar la luz, donde se renueva el aire y las cargas de los protagonistas no son tan pesadas. No me refiero tan solo al sentido del humor, sino a una escritura vital y poderosa que impregna todos los relatos. Podemos ver los árboles a lo lejos, aunque huela a pis en las esquinas. Nunca definiría este libro como oscuro, y no es casual la Nota del vecindario con la que concluye la historia. En algún lugar, más allá, hay esperanza.
Dice Kiko Amat que la definitiva ambición de un prologuista debería ser crear algo que pueda equipararse en ambición y altitud a la obra prologada. No creo haber llegado tan lejos, desde luego, pero sí hay algo en la escritura de Monica Drake que me acercó a sus relatos desde la primera página de este libro y que, de alguna manera, reconozco en mi forma de contar historias. Portland queda muy lejos de aquí, pero he podido sentirla como si fuese un personaje más, de la misma manera que me sentía en la cancha de los partidos de la NBA que veía de niño en televisión.
Estoy llegando al final de este prólogo y no he hecho mención alguna a la inevitable biografía de la autora. Como decía antes, no conocía a Monica Drake. Leí este libro sin saber nada de ella, hasta el punto de que ni tan siquiera me interesé por su fecha de publicación. Así entré en ese juego de idas y venidas del tiempo, y realmente no fui consciente de que estaba leyendo un libro de este siglo hasta que apareció en un relato un teléfono móvil. Esa es, para mí, una de las grandezas de saber contar historias. Al fin y al cabo, el ser humano ha aprendido más bien poco sobre sus errores a lo largo de los siglos y estos cuentos guardan cierto aura de intemporalidad. Termino el libro y busco en internet algo de información sobre Monica. La biografía que ella misma escribe en su web es una maravilla, así que me ahorro ese trabajo y os invito a leerla. También tiene cuenta de Instagram. Parece ser que vive en una cabaña en algo parecido a un bosque, allí, en Portland. ABRAHAM BOBA
Queridísimo amado:
Carta en una alcantarilla
Tú, corderito, mi cielo, mi queridísimo amor…
Siento mucho haber llevado tu mejor camisa a un contenedor de ropa. Si sirve de algo, el contenedor está en la esquina entre la Decimotercera avenida y la calle Prescott. Sí, intenté lanzar tus zapatos sobre el cableado en mitad de la noche. Aterrizaron en la calle, venía un coche, y me largué.
La cosa es que, más temprano, aún de día, llevé nuestras botellas y latas a reciclar. El olor de las máquinas de reciclaje no deja indiferente. Es horrible; cerveza rancia, moho y cigarrillos mojados. Pero ya sabes cómo soy, una sentimental. Ese olor me recuerda a los días después de una buena borrachera, con buenos amigos, fiestas en casa... Me da ganas de vomitar, pero también de abrir otra cerveza.
Por sentimentalismo.
Igual que un contenedor de basura en un día caluroso huele a nuestras vacaciones en Acapulco. ¿Te acuerdas? Me encanta ese olor, por nosotros. Por ti.
Pues estaba devolviendo las latas y aparece esta mujer, con un carrito de la compra lleno de botellas. Nos movemos al unísono, llenando las máquinas, yo todo Coca-Cola Zero y SevenUp, ella todo cerveza, cerveza, cerveza. El sol nos daba en la espalda. Tiene el cabello claro, con mechones teñidos de azul, y lleva un peto vaquero cortado. Quizás me quedé mirándola. Ya sabes cómo soy, una persona sociable. Ella me mira y dice:
—Eh, cielo, ¿quieres unas cacerolas y unas sartenes de sobra? Me estoy mudando. Son de buena calidad, estoy intentando librarme de ellas.
—¿Gratis?
Ya sabemos cómo es eso de mudarse, ¿no? Es preferible regalar las cosas en vez de empaquetarlas. Y aquí estoy para ayudar.
—Es aquí mismo, ven conmigo; te voy a dar un juego completo de ollas y sartenes Revere Ware. Y también una plancha para hacer tortitas —me dice.
Seguimos llenando las máquinas, hablando a través del tintineo y repiqueteo de las botellas, y de ese olor a cerveza rancio típico de las fiestas.
—¡Claro! —le respondo. ¡Porque estoy pensando en ti! En lo mucho que te gustan las tortitas caseras.
Entonces, su móvil empieza a sonar y responde:
—Tranquilo, tío, dame cinco minutos. —Y me dice—: Tengo que volver y arreglar un tatuaje.
—¿Eres tatuadora? —le pregunto.
Sus brazos están surcados por peculiares dibujos de zarzas y campos de césped.
—En verdad, no. Solo tatuajes caseros, con tinta y una aguja, en plan Stick & Poke.
El sonido de esas palabras me chifla. ¿Que por qué me gustan las palabras? Me gustan, y punto. Tiene los ojos claros y algo almendrados. Es bonita, pero no perfecta; como una muñequita descascarillada con la ropa equivocada, y está liberando feromonas o algo, porque me siento aturdida y, de repente, me gusta muchísimo.
Entregamos nuestros recibos, intercambiando montañas de botellas por unos cuantos dólares, y la sigo calle abajo. Nos paramos en una finca grande, con un granero convertido en una casa que parece más una fortaleza. Mola. Hay un árbol de hoja perenne gigantesco en medio del terreno. No es más que un árbol solitario, pero basta para recordarme otros árboles de cuando era pequeña, a mi infancia, y eso me hace sentir bien. La puerta del granero-fortaleza está abierta. Hay un tipo sujetándose el brazo como si llevara un cabestrillo, pero no lo lleva, y su brazo está manchado con sangre seca.
Entramos a la casa.
Ella le endereza el brazo, se lo sostiene. La piel del hombre es color caramelo; su cuerpo, fuerte, musculoso, y se ha hecho un estropicio intentando tatuarse algo a sí mismo. ¿Paganos? ¿Veganos? No consigo descifrarlo. Ella le da un manotazo en el brazo y él se deshace de su agarre.
—No puedo ponerme a ello hasta que se te baje la inflamación.
—¿Quién es esa? —le pregunta el tipo.
Se refiere a mí.
—Le doy las cacerolas y las sartenes, ¿no? —le responde. Como si ya hubiesen hablado de ello, y pienso en recordarle lo de la plancha. Por ti, mi bombón, mi dulce panecillo, mi pequeñín. Estoy pensando en ti mientras entro en su cueva fría y oscura.
El tipo presiona el brazo ensangrentado contra la pared. Tiene el pelo largo y cortado a capas, una nariz estrecha y una leve sonrisa. Y puede que esté un poco colocado. Me lo puedo imaginar siendo baterista, tras la batería. A lo mejor él también se ve así.
—¿Me dejas tatuarte? —me pregunta.
Tiene una aguja de coser en la mano, con un hilo empapado en tinta envuelto alrededor. Al quitar el brazo de la pared, deja grabado en la pintura blanca un rastro de la palabra que intentaba escribir con un trazo irregular. Paganos. Sin ninguna duda. Definitivamente, paganos. Es un hombre dispuesto a vivir con sus errores.
—Se me da bien, aunque no soy capaz de tatuarme a mí mismo.
La mujer se agarra el cabello, con mechones azules, alzando la cabeza para mostrar las espinas manchadas