El pasado cambiante. José María Gómez Herráez
con lo que, ante todo, serían distintas líneas de especialización en marcha. La sociología del conocimiento científico constituye, en este sentido, una línea ya altamente asentada que cuenta con sus propios esquemas previos para afrontar el análisis. Pero, aun así, las perspectivas relativistas se enfrentan a particulares inconvenientes por su choque con las visiones más difundidas y legitimadoras sobre la ciencia, que Bunge tan bien representa y que colman en mejor medida las esperanzas de la población. Por otro lado, aparte de que las ciencias impregnan tantas facetas de la sociedad que permiten forjarse juicios diversos a los no especialistas en ellas, entre los investigadores relativistas se ha extendido la obligación de penetrar a fondo en áreas muy distintas a aquéllas en que se han formado, por lo que no cabe considerarlos meros especuladores oportunistas y acomodaticios.
Si Feyerabend sugería que fueran los ciudadanos, como pagadores de impuestos, quienes decidieran sobre las materias científicas y no científicas que debían incorporarse al sistema educativo, Bunge (1985b: 67-68) invierte el sentido de la apelación y juzga como un verdadero despilfarro y un engaño al contribuyente una escuela pública con tal orientación. Pero, como decimos, este ensayista no rechaza como imposturas simplemente las tradiciones que el primero considera no científicas, sino también todas aquéllas que, a su juicio, distan de observar y analizar de forma neutral la realidad, como operación noble que verdaderamente da sentido a la ciencia. Bunge agrupa a todos ellos bajo una definición común y simple como charlatanes que sustituyen la creencia en la realidad por convenciones y falsedades similares a las de otros aspectos de la cultura como el arte. Los contempla, por ello, como un grupo oscurantista que se opone al progreso científico con la misma intensidad con que puede hacerlo un fundamentalista religioso o un político meramente pragmatista. Por un lado, rechaza un «realismo ingenuo» que contemple la percepción como mera proyección de la realidad y admite, siguiendo el criterio psicológico inaugurado por Helmholtz, que, con los estímulos externos, también intervienen el estado interno y las experiencias pasadas del sujeto perceptor. Pero esto no significa que quepa negar todo papel a la realidad externa, que ésta no resulte cognoscible ni que tengan similar valor relativo todas las experiencias de percepción. Los propios escépticos, nos dice, se comportan en su vida real dando por sentado que existen conocimientos verdaderos.24 Las creaciones científicas, para Bunge, no pueden ser vistas como el producto convencional de un colectivo, sea la sociedad (al estilo de Hessen) o sea la comunidad científica (al estilo de Fleck). Son individuos dotados de cerebros los que, valiéndose del conocimiento acumulado y aprehendido, desarrollan unas u otras ideas. Existen limitaciones para el desarrollo científico –falta de información, capacidad cerebral insuficiente y, sobre todo, obstáculos sociales e ideológicos–, pero ello no obsta para su perfeccionamiento y desarrollo lineal, sobre todo en la medida que el clima social resulte más favorable. Bunge tampoco acepta, pues, la idea de «inconmensurabilidad» y alude, para ello, al modo como en física se comparan los conceptos de teorías rivales y se comparten, por debajo de los aspectos en desacuerdo, algunos otros elementos. Para él, por tanto, la sociedad condiciona el pensamiento del individuo, pero no lo determina. En nuestro planteamiento alternativo, un colectivo no es tampoco un sujeto pensante y una tradición científica no es una emanación mental, pero sí suponen formas de canalización de las ideas y pautas de trabajo que cada miembro puede desarrollar. En ese marco, caben aportaciones e innovaciones individuales, pero su asimilación, lejos de resultar de la mera evidencia que se desprende del contraste de las teorías con la realidad, exige una disponibilidad positiva en el seno de la comunidad científica. Por ello, el innovador en cuestión debe movilizarse y desarrollar estrategias diversas que lo remiten, básicamente, de nuevo, a la propia tradición de partida, conteniendo las posibilidades de ruptura.
Aunque bajo advertencias, argumentos y grados distintos, la propuesta final de muchos relativistas –incluyendo en cierto grado al propio Feyerabend– no dista tanto de la que planteaba Bunge (1985b: 196-204) al reclamar un protagonismo efectivo de los científicos en las políticas de desarrollo. Unos y otros, al menos, coinciden en presentar al científico como una de las voces autorizadas para debatir sobre problemas, pero sin excluir la participación de otros elementos sociales, como premisa para un funcionamiento democrático efectivo. Bunge no deja de valorar la responsabilidad personal del científico, que debe sustraerse a presiones éticamente reprobables, así como la necesidad, para que las investigaciones resulten provechosas, de que se ejerza el control adecuado y se aplique «una dosis de tecnología social». Considera que esto exige una reorientación ideológica y una mayor participación popular en la administración pública, pero elude prácticamente, señalando «que no viene al caso», el hecho de que existan intereses que se opondrán a esa reorientación.
Por otra parte, Bunge (1985a: 169-170), además de los problemas de despilfarro y otros de índole ética, advierte también de las limitaciones que, de cara a unos programas eficaces, se producen en el seno de la comunidad científica al primar como objetivos prioritarios la obtención máxima de subsidios y la publicación de trabajos para engrosar el currículum. Sin embargo, a diferencia de Latour y otros relativistas, parece concebir estas cuestiones como problemas sobrevenidos, prescindibles, y no como elementos consustanciales al desarrollo de este cuerpo de profesionales en el marco social. Además, en realidad, tampoco la detección del problema es similar, puesto que, a fin de cuentas, el teórico argentino critica la fuerza de tales intereses por entender que merman la originalidad de los trabajos y su contribución efectiva a la sociedad, mientras, para el relativista, estos otros aspectos no resultan claramente discernibles y diferenciables en sí mismos. Ni uno ni los otros coinciden en este punto con la visión más difundida entre los científicos y en el exterior, que, de forma evidente y mientras no se desarrollen actuaciones fraudulentas o actúen otros «factores exógenos», correlacionan el valor de un trabajo con los subsidios recibidos y con las publicaciones logradas, clasificadas según su grado de impacto. De hecho, con los aspectos que vinculan al autor a una u otra tradición, que ya propician un mayor o menor éxito en estos terrenos, ello es lo que priva en los procesos de selección, consolidación y evaluación del personal investigador antes que intentar aquilatar de forma concienzuda –aunque tampoco concebible al margen de criterios subjetivos– el trabajo desarrollado.25
Un autor también muy crítico con las posturas relativistas, aunque de una forma breve, despectiva y a veces irónica, es el también argentino Marcelino Cereijido (1994), que se apoya, en parte, en argumentos de Bunge. Aunque no deja de referirse varias veces a los efectos negativos que la ciencia occidental ha tenido en el planeta, este investigador enjuicia muy positivamente el potencial de la ciencia en la mejora de la sociedad y considera que las posturas que aglutina como «postmodernistas» suponen una nueva forma de oscurantismo, con sabor a Contrarreforma, tanto más paradójicas en países subdesarrollados que no han llegado a estar «modernizados». Precisamente, para él, el problema fundamental en el desarrollo científico de estos países es, antes que el financiero o la falta de reconocimiento en el mundo desarrollado, la insuficiente valoración social y política interior de la ciencia, que las posturas relativistas vendrían a secundar sobre nuevas bases. En el Tercer Mundo, nos dice, como resultado de unas mentalidades reacias al racionalismo, de una falta de «ideología científica», no se ha logrado desarrollar un apartado técnico eficiente y se han acentuado las diferencias económicas respecto al primero. Las corrientes relativistas, en ese contexto, no vendrían a suponer sino una complicación adicional. Para Cereijido (1994: 66) es incuestionable, con M. Polanyi, que en el conocimiento científico de un individuo pesan factores personales como su preparación previa, su entrenamiento, las claves que detecta inconscientemente, etc., pero ello no significa que no juegue papel alguno el mundo externo y no existan puntos en común en las percepciones. La contemplación de la realidad por los intelectuales se ampara en esquemas de origen social que a veces pueden resultar muy estrechos, pero ello no implica que la investigación y el saber sean mera consecuencia de negociaciones, compromisos o «paradigmazos impuestos por mafias académicas». Por otra parte, Cereijido sustituye el criterio básico del amor a la verdad en el científico por otro no menos sublime: el de escapar a la angustia que produce lo desconocido mediante la sistematización de la información