El pasado cambiante. José María Gómez Herráez
que están lejos de estar seguras».
De particular trascendencia resultó, en la línea marxista que relacionaba el desarrollo científico con el interés de la burguesía, la contribución sobre el pensamiento de Newton que el soviético B. Hessen presentó en el segundo Congreso Internacional de Historia de la Ciencia, celebrado en Londres en 1931.20 Aunque explicaba las preocupaciones científicas del físico inglés bajo el acicate que suponía el desarrollo industrial, Hessen no dejaba también de concebir sus resultados y teorías como consistentes con la realidad. De forma general, también elaboró una postura de este tipo John D. Bernal, especialista en cristalografía que indagaría asimismo en otros capítulos de las ciencias naturales. En Historia social de la ciencia,21 este autor relacionaba el desarrollo científico en el mundo occidental con la búsqueda de dominio social y con el interés militar de gobiernos y monopolios. Si bien no manejaba similar sutileza en su análisis sobre la situación del mundo comunista, que presentaba como contraste, Bernal, que había colaborado activamente como asesor del gobierno británico durante la Segunda Guerra Mundial, se erigiría en crítico de la orientación militar de la ciencia. Frente a la creencia en la mera experimentación, destacaba el influjo directo del medio social e intelectual en la conformación de teorías, llegando a asimilar el proceso, como otros analistas, al de la difusión de la filosofía o la religión. Pero ello no lo llevaba a negar que las ciencias, especialmente las naturales, fueran incapaces de captar de forma neutral la realidad. Si este autor suscribe la idea del atraso de las ciencias sociales respecto a las naturales es, en parte, por su mayor «vinculación con actividades de personas interesadas y no con el mundo material indiferente». Para él, la experimentación es más difícil en los estudios sociales por la existencia de restricciones derivadas del respeto a la propiedad privada, a los intereses creados y al beneficio. Así, la iniciativa de desarrollo del valle del Tennessee, en el marco de la crisis de los años treinta, no se habría repetido «a causa de su mismo éxito»,22 de modo que, en general, sólo se podían afrontar experiencias triviales. También recalca la dificultad de examinar unas realidades que, a diferencia de los fenómenos naturales, están sometidas a un cambio continuo. Se refiere, en este sentido, como ejemplo, al tipo de análisis que mantenían muchos economistas en la tercera década del siglo XX (Bernal, 1973: 248): antes que como productos naturales de la evolución interna del capitalismo, estos analistas consideraban el imperialismo, los monopolios y las restricciones estatales como obstáculos externos indeseables para una economía libre.
Inspirado por argumentos de Marx, otro autor, Stefano Sonnati (1983), estimaba que el desarrollo burgués y el científico resultaban paralelos. Su explicación se extendía a todo el espectro de la historia de la humanidad. Desde la Antigüedad, aunque los científicos trabajaran de forma normalmente aislada, el poder político se había servido de ellos, apreciando especialmente su papel en el desarrollo de la fuerza militar. Pero fue sobre todo desde el siglo XVI cuando la investigación progresó de la mano de una ascendente burguesía que, así, sobre todo mediante la conexión entre ciencia y técnica, encontraba nuevos caminos de enriquecimiento. Ese impulso, que suponía una institucionalización progresiva de la ciencia, toparía con la resistencia de la vieja jerarquía eclesiástica y civil, reacia a consentir que el hombre pudiera juzgar a través de su propia razón y cuestionar, así, el viejo orden social. Sonnati, que cita el conocido pasaje donde Marx alude al gran impulso que la burguesía propina a las fuerzas productivas, entiende ese estímulo, ante todo, como un fomento externo, fundamentalmente financiero, en forma privada o pública, de una labor cuyos procedimientos y contenidos perfilan los propios científicos. Pero, a la vez, en una manifestación de relación más profunda, el interés burgués y los afanes nacionalista e imperialista se proyectan en el siglo XIX sobre las tesis evolucionistas que Darwin trazó influido por Lamarck: mediante ellas, no sólo pierden sustancia las ideas de estirpe y sangre de la vieja nobleza, sino que se legitiman, como comportamientos naturales acordes con la «lucha por la existencia» de las especies animales, la competencia entre industriales y la rivalidad entre estados. Para el autor italiano, en el siglo XX, tanto en el mundo capitalista como en el comunista, aunque con marcadas diferencias, la ciencia pierde su contexto de libertad original y de cosmopolitismo para subordinarse al interés pragmático y a las programaciones del poder político.
En España, Carlos Paris (1992: 67-70) ofrecía una visión singular también de eco marxista que conecta ampliamente el conocimiento científico y el general con las estructuras sociales y políticas. Para este autor, en toda formación cultural existe un «saber oficial» en manos de grupos de profesionales –chamanes, filósofos, clérigos, sabios modernos– que codifican sus procedimientos y negocian de forma variada sus relaciones con la clase económica y política dominante. Aunque, de esta forma, tal colectivo puede actuar como servidor de esta clase, también puede asimilar aspectos de las subculturas o nueva cultura de las clases dominadas. A la vez, ese grupo intelectual puede asumir un papel rector o liberador, como denotan el proyecto de una república platónica o, en España, las actitudes ilustradas tardías de la Institución Libre de Enseñanza. Bajo el dominio del saber hegemónico transcurren otros saberes más o menos reprimidos o marginados, aunque también pueden ser asimilados parcialmente. Como ejemplo de esto último, C. Paris alude, precisamente, a la posición difícil, como «fugitivos», de los primeros científicos frente al saber oficial de las universidades.
Entre los científicos naturales españoles que han valorado con rotundidad las conexiones entre sociedad y ciencia, en términos también de estímulos y contenciones externos, se encuentra Javier Tejada (1984). Frente a la concepción utópica de los físicos que actúan de forma independiente, este ensayista arguye que las estructuras económicas y políticas marcan su actividad, sus medios y sus tipos de investigación. El sistema social que en la física conforman investigadores, técnicos, bibliotecarios y administradores traduce la estructura social en que se enmarcan. Las discrepancias entre científicos, políticos, economistas y otros sectores derivan, en el fondo, de su divergencia respecto al modelo social a alcanzar. El ideario desarrollista que, en particular, domina en el mundo occidental promueve un tipo de física que beneficia, sobre todo, a determinados intereses del sistema económico y político. A la vez, la especialización creciente en que desemboca el influjo de la industrialización en la investigación científica conduce a un alejamiento de los problemas reales de la sociedad.
Varios de los autores relativistas mencionados en los puntos anteriores subrayan la incidencia del medio social de formas diversas, aunque normalmente sin considerar como marco expreso de referencia, al modo marxista, las estructuras capitalistas y el subsecuente predominio social e ideológico de la burguesía. Para L. Fleck, además del colectivo de pensamiento y del individuo, en el desarrollo del conocimiento también interviene el medio social, dada su distinta receptividad en cada momento. B. Barnes también enfatiza, con el papel coactivo de la comunidad científica, el criterio de agentes externos con poder, es decir, de intereses económicos y políticos, que influyen en el carácter contingente y efímero, no inmutable, del conocimiento generado. Como veíamos, Woolgar (1991) venía a destacar el carácter social de la ciencia por la importancia de las negociaciones internas, pero valoraba a la vez las estrategias a que abocaba la necesidad de captación de recursos y apoyos externos. En una reflexión sobre los estudios sociológicos del laboratorio, Karin Knorr-Cetina (1995: 200) apuntaba asimismo unas relaciones significantes de los científicos que no se constreñían al ámbito interno de los compañeros de especialidad, sino que se extendían a agencias de financiación, administradores, representantes de industrias, editores y gerentes de sus institutos. Para esta autora, de la misma manera que los especialistas adoptan actuaciones al margen de la que supone la investigación en sí, en el desarrollo de ésta también pueden influir agentes externos:
Es más, los científicos, incluso los colegas de especialidad, pueden interactuar cotidianamente en papeles «no-científicos» en los cuales administran dinero o deciden carreras profesionales. Del mismo modo, un funcionario del gobierno o un representante de una empresa proveedora puede negociar con un científico especialista los métodos usados en un