El pasado cambiante. José María Gómez Herráez

El pasado cambiante - José María Gómez Herráez


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y 1988). Pero, como manifiesta A. Diéguez (1998: 136-137), a él se superpuso un segundo Kuhn nada trasgresor que trataba de aproximarse a Popper y alejarse del relativismo corrosivo de Feyerabend. En su biografía sobre el conocido teórico de la ciencia, C. G. Pardo (2001: 11) evocaba cómo, tras fracasar en su lucha aclaratoria, que incluía una sustitución de la palabra «paradigma» por «matriz disciplinar», él mismo dejó de emplear estos términos.

      Sin embargo, pese a su rechazo del racionalismo y su defensa de un modelo democrático que dé cabida a otras opciones culturales, este filósofo se muestra fundamentalmente racionalista. Sus abstracciones y su línea discursiva no se apartan en general de cauces marcados por la razón, como ya revela el hecho de que su desconfianza en los científicos se ampare en su contemplación como profesionales movidos básicamente por sus intereses y no por el bienestar público. Incluso cuando presenta argumentos a favor de posturas irracionales no manifiesta una neta creencia en ellas, sino que trata de detectar valores humanitarios o factores que en realidad son de carácter racional. Esta actitud se percibe, por ejemplo, en sus paradójicos comentarios a propósito de la astrología: al defender tal actividad, Feyerabend (1982: 105-111) rechaza las formas vulgares, impresionistas y caricaturescas con que se ha extendido en la actualidad y valora favorablemente factores de influjo en los elementos y organismos de la Tierra, como los plasmas planetarios, la atmósfera solar y los ritmos lunares. Incluso para la conexión establecida en el pasado entre el paso de un cometa y el desarrollo de una guerra, nuestro autor (Feyerabend, 1990: 90-91) evoca una hipotética base racional en que llegó a creerse: el cambio atmosférico generado por el cometa podía recalentar los cerebros y conducir a decisiones irresponsables. Es cierto que, en esas líneas, este pensador sí llega a alejarse de las pautas racionales en algunos momentos, como al vislumbrar posible el éxito de las danzas de la lluvia en función de la preparación previa, de la organización tribal y de la actitud mental (Feyerabend, 1990: 88-89). Aun así, estas elucubraciones no dejan de parecer verdaderos exabruptos, normalmente breves, dirigidos contra aquéllos que confían férreamente en la racionalidad. Su discurso no se enclava en ninguna de las tradiciones no científicas que defiende y sólo resulta inteligible dentro del pensamiento lógico occidental. Sus interlocutores son seres que, como él, no pueden prescindir de la razón y no elementos que practican vudú, que dicen elevarse en éxtasis o que conservan vestigios de ideas míticas, como los que aparecen en sus textos conformando un variopinto mundo de seres fantasiosos. Y al escribir, Feyerabend también se ve obligado a contener o comedir sus emociones.

      Tras el desarrollo desde los años setenta del conocido como «programa fuerte» en la Universidad de Edimburgo, dentro de la sociología de la ciencia se ha desarrollado una cierta variedad de posturas relativistas tanto a partir de metodologías especulativas como de trabajos de campo. Como Feyerabend, estos autores destacan el carácter contingente del conocimiento científico y el seguimiento por cada colectivo de especialistas de los criterios marcados por unos pocos miembros con mayor autoridad, pero gran parte de ellos llega más lejos al analizar las interacciones entre ciencia y sociedad. Aunque el desconcertante filósofo no eludía el papel de determinadas instituciones sociales en el desarrollo científico, como al valorar el impulso de la medicina moderna por la industria farmacéutica en detrimento de otras líneas, venía a concebir una dicotomía fundamental entre ciencia y sociedad que desaparece entre los sociólogos del conocimiento científico, aunque tampoco todos ellos le prestan similar atención. Para estos analistas, además de guiarse por intereses profesionales, en su comportamiento y, lo que es más significativo, también en sus creencias y en su trabajo efectivo, los científicos se ven fuertemente condicionados por intereses sociales. En un debate arduo que se convierte en fiel reflejo de la «inconmensurabilidad de paradigmas», también han surgido detractores de estas posturas, contempladas a veces como verdaderos desplantes nihilistas al cuestionar la posibilidad de que la humanidad cuente con un acervo de verdades y conocimientos inmutables y seguros.

      Nuestro interés, en este apartado, estriba en plantear algunas reflexiones, al hilo de las realizadas en la sociología de la ciencia y en otros campos teóricos,


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