El pasado cambiante. José María Gómez Herráez

El pasado cambiante - José María Gómez Herráez


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de las convenciones y trampas del sentido común. En cambio, para los autores relativistas, pese a la posible sofisticación alcanzada, también el científico se guía fundamentalmente por el sentido común y por el establecimiento de convenciones.

      De este modo, podría decirse que un aspecto es la realidad objetiva, externa, pero que resulta inaprensible en sí, y otro es la realidad final percibida, que sólo cobra sentido a la luz del desarrollo anterior de cada especialidad científica, de cada línea y del soporte que constituye el contexto social. Si la primera, la realidad externa, es un elemento inequívoco en la conformación del conocimiento, es la segunda, que resulta de la aplicación inevitable de filtros, la que constituye su verdadera esencia. De esta forma, resulta rechazada en su versión más literal la concepción del desarrollo científico como producto de procesos inductivos, que hace derivar las teorías y leyes de la observación de experiencias particulares. Pero también lo son los enfoques deductivistas que, al estilo de la visión de Popper, prevén la posibilidad de contrastar un modelo previo con la realidad externa de forma independiente. Desde criterios relativistas, una teoría no puede ser falsada a partir de la evidencia en sí, en abstracto, sino que en tal cuestionamiento se necesitan decisiones voluntarias donde también pesan las convenciones y las negociaciones.

      La importancia de las premisas en las conclusiones de todo análisis puede llevar a concebir el discurso científico como ámbito de constantes tautologías. En el fondo, pese a sus aparentes intenciones de objetividad y su presentación como resultado de una exploración empírica, las conclusiones vendrían a suponer a menudo una expresión o simple repetición de las premisas adoptadas. De esta forma, oponerse a determinadas conclusiones implica, ante todo, la necesidad de utilizar unas ideas previas distintas.

      El papel de las preconcepciones en el desarrollo científico constituye, también, un aspecto que aproxima a éste a la mecánica del sentido común. Si el conocimiento corriente se forma a partir de procedimientos rutinarios que pasan de generación a generación, también el conocimiento científico se ampara en corpus de ideas que se transfieren de unos especialistas a otros. En general, el mecanismo mental del científico al buscar conexiones entre elementos observables, a partir de premisas aprendidas, no es distinto al que desarrolla cualquier individuo al tratar de explicar cualquier fenómeno. De hecho, muchos argumentos y clasificaciones del dominio de la ciencia sólo difieren en su formulación más sofisticada de las que brotan de otros sectores de la sociedad. Y, con frecuencia, el científico viene a repetir, bajo el peculiar estilo en que se inscribe, ideas que ya circulaban ampliamente entre la población. A fin de cuentas, el investigador no deja de ser un hombre común, con similar capacidad de raciocinio que otros hombres, que se distingue por su particular orientación profesional al servicio de objetivos explicativos de parcelas determinadas de la realidad.

      Ernest Nagel (1981: 15-26) apuntaba varias diferencias entre el conocimiento científico y el común, pero, en gran parte, los rasgos que atribuye al primero –clasificación y organización en función de principios explicativos, procedimientos lógicos y experimentales complejos, mayor determinación del lenguaje, interés por cuestiones no meramente prácticas– no revelan tanto una mecánica sustancialmente distinta a la experiencia corriente como el mayor refinamiento e indagación que permite una actitud profesional especializada. En verdad, la ventaja del conocimiento científico, a la luz de sus propias consideraciones, no parece residir tanto en lo específico de sus procedimientos y sus métodos como en el nivel de profundidad que posibilita una dedicación intensiva a esos problemas a través de vías previamente configuradas. Como Nagel descubre mediante afirmaciones que de nuevo aproximan ambos tipos de experiencias, la práctica científica basada en métodos refinados no elimina toda forma de sesgo personal de los investigadores. Este autor explica así las alteraciones que pueden impedir el curso correcto de los trabajos (Nagel, 1981: 25): «Ningún conjunto de reglas establecidas de antemano puede servir como salvaguardia automática contra prejuicios insospechados y otras causas de error que puedan afectar adversamente al curso de una investigación». Pero, por encima de esa explicación del error, la presencia de sesgos personales y la posibilidad de especular en direcciones distintas, dentro de líneas específicas, constituyen rasgos consustanciales que, con las propias resistencias de los fenómenos observados, explican la inevitabilidad de los desacuerdos y la dificultad de alcanzar proposiciones universales.

      También Mariano Artigas (1999: 22, 120), además de diferenciar unas dimensiones espirituales en el conocimiento humano que estarían en la base de la metafísica y de la fe en Dios, insiste una y otra vez en la contraposición que se produce entre la ciencia y la experiencia ordinaria. Sin embargo, también este autor reconoce la proximidad y continuidad en que se encuentran una y otra forma de conocimiento: por igual, se trata de entender por qué suceden las cosas, se plantean problemas y se persigue su solución mediante el esfuerzo intelectual. La diferencia esencial, según él mismo plantea, reside en un rasgo que ante todo cabe entender en función de una dedicación profesional intensiva: «en la vida ordinaria, esa búsqueda puede ser más o menos consciente; mientras que en la ciencia se trata de una búsqueda sistemática» (y rigurosa –añade en seguida– mediante pruebas que permitan comprobar la validez de las teorías). En realidad, ni siquiera la sistematización, el rigor y la búsqueda de pruebas resultan ajenos al modo como se forja el conocimiento común.

      Peter B. Medawar (1988), que dista de ser relativista tanto como los dos analistas anteriores y, a diferencia


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