Vaticano, el final de un mundo . José Antonio Pagola Elorza

Vaticano, el final de un mundo  - José Antonio Pagola Elorza


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de apaciguar la emoción, su sucesor abre su proceso de beatificación que llegará a su fin seis años tarde, el 1 de mayo de 2011, tras la curación de una religiosa francesa afectada por la enfermedad de Parkinson, la misma enfermedad que se había llevado al venerado papa. La tarde de su beatificación, un segundo milagro ocurre en Costa Rica: una mujer se sana de una lesión cerebral considerada incurable. Juan Pablo II es canonizado por el papa Francisco el 17 de abril de 2014, el mismo día que Juan XXIII, sin duda los dos papas más grandes del siglo.

      Exequias planetarias y canonización exprés: sería un error burlarse de esta doble consagración de un papa y de un «sistema» romano que, una vez más, daba prueba de su energía y su eficacia. No obstante, sin llegar a quemar lo que ayer había adorado, sentía al mismo tiempo una especie de malestar. Desde el 8 de abril de 2005 había quedado sorprendido por un presentimiento raro, el de la caída de un crepúsculo sobre Roma después de veintiséis años de un reinado radiante. La sensación de que, tras la fachada resplandeciente de una Iglesia sostenida a fuerza de brazos por un papa excepcional, el edificio había comenzado a resquebrajarse. La convicción de que, tras el que fuera el último papa de lo universal, no se podría ya hacer reposar la marcha de la Iglesia católica sobre un solo hombre, un «monarca» expuesto a todas las cobardías culpables, a las maniobras dilatorias, a los errores de juicio y de gobierno, ante la mirada de un mundo que en un cuarto de siglo había cambiado más que casi en todo el transcurso de los siglos que lo habían precedido.

      A ese papa de por vida, jefe de una Iglesia de más de mil millones de hombres y mujeres, que no rinde cuentas más que ante Dios, lo había seguido en sus viajes cuando atravesaba multitudes considerables, magnetizaba a sus auditorios, improvisaba largas parrafadas, divertidas o serias, a lo largo de ceremonias interminables. Había conocido al «atleta de Dios» que rompía con los usos afectados del protocolo para una zambullida en una piscina o una marcha por la montaña, admirado su físico, sus dotes de actor, su humor y su energía, y su facilidad comunicativa. Le había visto ponerse ropajes rituales en Oceanía o en África, responder con rapidez a los jóvenes hacinados en las gradas del parque de los Príncipes, imitar escenas a lo Chaplin haciendo molinetes con su bastón. O estrechar en sus brazos a niños enfermos de sida.

      Pero ese 8 de abril de 2005 nadie había olvidado que su último combate fue contra la enfermedad que se lo había llevado: un combate agotador de más de diez años, una enfermedad –Parkinson– que lo convertía en un inválido y que le había privado poco a poco de sus facultades para caminar e incluso para hablar tras una última operación en el hospital Gemelli. Su cuerpo había dejado de obedecerle. La televisión, que tanto le había mimado, no ocultaba ya nada de sus fuerzas vacilantes desde el atentado de 1981 y de sus complicadas operaciones, de su voz ronca, pronto inaudible, de su cara pálida, hinchada por los tratamientos y sacudida por las náuseas, de sus fiebres. El hombre que había pisado casi toda la Tierra y pronunciado centenares de discursos, se había vuelto desvalido y mudo, buscando patéticamente, el domingo en la plaza de San Pedro, retener a la multitud de sus últimos acompañantes como si ella fuera su último aliento.

      Nadie le reprochará a este papa, que no ocultaba al mundo nada de sus sufrimientos, haber encarnado la proximidad de la Iglesia con la parte más débil y frágil de la humanidad. Soportando el dolor y el agotamiento, Juan Pablo II había decidido no dimitir y llegar estoicamente hasta el final de su misión. Pero ¿cómo se podía olvidar ese 8 de abril de 2005 que la belleza y la grandeza de esa agonía, mundialmente retransmitida por los medios, habían quedado oscurecidas por la descomposición de un reinado que se había convertido en objeto de indecentes especulaciones sobre su final y su sucesión y de maniobras de comunicación para disimular la degradación del cuerpo sagrado del pontífice –la mano que tiembla, el rostro que se tuerce– e imponer la ficción de una persona que está superando heroicamente la enfermedad y se halla todavía en estado de gobernar?

      Ese final de reinado había retrasado las actualizaciones necesarias y provocado una parálisis desastrosa en la cabeza de la Iglesia. Ocho años más tarde, antes incluso de la opción de dimitir de Benedicto XVI, yo estaba convencido de que ningún sistema, por piramidal que fuera, como este, tenía necesidad de tales artificios para conservar su prestigio y perpetuarse. Y de que, tal vez, ya era el momento de romper con esta encarnación de un poder romano hipertrofiado, con un papado con pretensiones universales, pero sometido a un mal que afecta al más humilde de los seres.

      La tarde de ese 8 de abril de 2005 tenía el presentimiento de otra agonía, metáfora de la del papa, que terminaba de apagarse. La agonía de otro cuerpo enfermo, de una Iglesia golpeada por el rayo que el cardenal Ratzinger había anunciado unos días antes, durante el viacrucis del Coliseo, la tarde del Viernes Santo, 23 de marzo. La persona que había acompañado al papa hasta el final de su recorrido, que conocía mejor que nadie los dosieres sulfurosos que alcanzaban hasta el Vaticano y la influencia de los más cercanos sobre este papa enfermo, había dejado clara la verdad sobre la situación de la Iglesia. La verdad de la persona que habla poco, pero sabe mucho:

      ¡Señor, con frecuencia tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse! ¡Qué de manchas! Y en especial entre aquellos que, en el sacerdocio, deberían pertenecerle por completo. ¡Cuánto orgullo y autosuficiencia! Los ropajes y el rostro tan sucios de tu Iglesia nos horrorizan. Pero somos nosotros mismos quienes la mancillamos. Somos nosotros quienes te traicionamos cada vez, más allá de nuestras palabras y acciones tan hermosas!

      El escándalo de la pederastia ya era conocido, pero sin duda no con la gravedad revelada ese día por Ratzinger. El primer gran suceso estalla en marzo de 1955 en la muy católica Austria, cuando la revista Profil publica acusaciones de víctimas por tocamientos sexuales cometidos por el arzobispo de Viena en persona cuando era superior del Seminario de Hollabrunn. El cardenal Hans Hermann Groër, monje benedictino sin relevancia, que Juan Pablo II había escogido para ponerlo a la cabeza de una de las sedes europeas más prestigiosas, se amuralla en el silencio antes de ser empujado a la salida con el nombramiento de un coadjutor. Jamás admitirá su culpabilidad y nunca pedirá excusas. Pero una mano de hierro comienza a actuar en el entorno del papa: el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado, bloquea autoritariamente la creación de una comisión de investigación en Viena, reclamada por el cardenal Ratzinger.

      Un año después de Austria estalla en Francia el asunto René Bissey, nombre de ese sacerdote de la diócesis de Bayeux-Lisieux reconocido culpable de violación y otras agresiones a una decena de menores y condenado a dieciocho años de prisión. Pero, cuando a su vez, en 2001, su obispo, Pierre Pican, es condenado a prisión –tres meses de prisión condicional– por el tribunal de apelación de Calvados por no haber denunciado a este pederasta, el asunto se hace internacional. Un obispo católico condenado a prisión es una primicia, y el asunto francés actúa de detonador. El episcopado adopta una lista de medidas restrictivas, pero en Roma es la hora del desquite. Darío Castrillón Hoyos, el cardenal colombiano que dirige la Congregación del Clero, dirige al obispo francés condenado un correo de felicitación porque ha tenido el «honor» de negarse a denunciar a uno de sus sacerdotes a la justicia penal.

      Por contagio, en Estados Unidos, Australia y Alemania se produce un alud de noticias de agresiones cometidas por sacerdotes o religiosos contra menores. El epicentro del escándalo es Boston, en donde el cardenal Bernard Law es acusado de haber encubierto a decenas de sacerdotes de su diócesis culpables de abusos repetidos. El Boston Globe destaca una veintena de investigadores y publica, en 2002, una serie de artículos arrasadores. Con la muerte en el alma, el papa se resigna a aceptar la dimisión del cardenal americano, a quien se sentía cercano. Juan Pablo II, al límite de sus fuerzas, está atónito. Está obsesionado con el recuerdo de los años negros de Polonia, en los que las acusaciones de abusos sexuales eran lanzadas de modo habitual por los servicios de la policía comunista para oscurecer la imagen de los sacerdotes y debilitar a una Iglesia enemiga del régimen.

      Sin embargo, no se queda parado. En abril de 2002 convoca una cumbre de todos los cardenales y arzobispos americanos. En ella se denuncian los abusos como un crimen, «un espantoso pecado a los ojos de Dios», pero por entonces y en lo referente a las víctimas se limita a decir cuatro cosas generales de ellas y se contenta con un recuerdo minimalista del deber de «caridad».


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