Vaticano, el final de un mundo . José Antonio Pagola Elorza
sería la panacea, pero que aleja del ministerio a muchos jóvenes a quienes les gustaría, por lo menos, que se les dejara elegir entre celibato y matrimonio. Este papa, que, como capellán de estudiantes y sacerdote en una parroquia en Polonia, trató con tantas parejas jóvenes, escribe soberbios libros sobre el amor, sobre el genio femenino y las mujeres del evangelio, pero es también, por último, el que, en la Exhortación Ordinatio sacerdotalis, de 1994, da el cerrojazo al acceso de las mujeres a la ordenación sacerdotal. En el corazón de una crisis como la que atraviesa la Iglesia hoy, teólogas feministas reclaman la «descanonización» de este santo papa, «protector de abusadores en nombre de la razón de Iglesia y principal artífice de la construcción ideológica de la mujer» 6.
¿Corre riesgo de ser derribado el ídolo Juan Pablo II? Su rigidez moral, disciplinaria y dogmática no es ajena a la actual tempestad. Quedan sin explicar su pasividad ante el escándalo Maciel o el asunto de Marie-Dominique Philippe, nombre de ese teólogo que está ante los tribunales de Roma culpable de tocamientos a mujeres –volveremos sobre ello–. El inmovilismo de los últimos años y las guerras de los clanes en la curia bajo su reinado no han dejado de tener consecuencias en la gestión de los escándalos, que ha llegado a ser desastrosa, y en la marcha de una institución cuyas contradicciones estallarán bajo Benedicto XVI y en la guerrilla dirigida posteriormente contra el papa Francisco.
Antes de cualquier juicio definitivo queda la cuestión del poder, que yo me planteaba la tarde del 8 de abril de 2005 en el Vaticano: ¿hace falta, para mantener la unidad de un catolicismo encarnado en una pluralidad de regímenes, razas y culturas, un centro de gravedad único y visible o repartir de otro modo los instrumentos de decisión y de poder? A su manera, Juan Pablo II había respondido con más centralización romana y más autoridad. Pero, paradoja de un hombre más complejo de lo que parecía, también tenía perfecta conciencia de los límites de este «sistema». En 1995, en su encíclica Ut unum sint (Que sean uno), había lanzado a sus compañeros de diálogo ecuménico –protestantes, anglicanos y ortodoxos– la propuesta de un debate fraterno y paciente sobre «una forma de ejercicio del primado» del papa abierta a la nueva situación, sin renuncia alguna a lo esencial de su misión. Había prevenido de que era una tarea inmensa «que yo solo no puedo solucionar». Pero dejemos las cosas claras: ese diálogo sobre el primado no se abrió jamás.
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