Presente imperfecto. Nando López

Presente imperfecto - Nando López


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sí que haya sido el azar el culpable que lo ha traído hasta mi móvil en medio de la marejada de stories anodinas que solo recorro en busca de indirectas, alusiones más o menos sexuales o, según los casos, incluso interferencias. La posibilidad de lo fortuito resulta verosímil, aunque mi ego, tan desordenado como este apartamento de muchos menos metros cuadrados de los que requiere mi ansiedad, prefiere creer que miente.

      «Hace mucho que no sabía de ti, Raúl, ¿te apetece que nos pongamos al día con un café?».

      En otras circunstancias, si no estuviera leyendo su proposición encima de una caja donde acabo de descubrir los primeros libros intrusos que me costarán la siguiente discusión con Iván, le diría que no. Siento un rechazo inmediato por las expresiones que cosifican las relaciones, abaratándolas como si fueran una tarea pendiente más. Por supuesto, declinaría su invitación afirmando, siendo fiel a mi costumbre de evitar el conflicto y convertir en promesas de futuro lo que no es más que una sucesión negativa de presentes.

      Ya quedaremos. Ya nos veremos. Ya hablaremos. Ya te escribiré.

      Un futuro que en lo gramatical es imperfecto y en lo vivencial, mentiroso: una falacia que, dependiendo del interlocutor, tarda un plazo variable en desvelarse.

      «Eso es lo que menos me gusta de ti», se desahogó Iván el domingo que acordamos para empaquetar lo poco que quedaba en el que había sido nuestro piso, «me asquea que hayas acabado incorporando —así lo dijo, como si yo en vez de su pareja fuese un sistema informático— el cinismo que siempre hemos criticado».

      A mí me asqueaba que no hubiera elegido un verbo menos repulsivo, pero en medio del naufragio no parecía sensato buscar auxilio entre matices léxicos cuando lo único que urgía era salir cuanto antes para ponerse a salvo. Además, para mí el cinismo tiene que ver con quienes me metieron en su cama prometiendo algo que no iban a cumplir. No con quienes entran en la mía con la certeza de que lo único que obtendrán es exactamente aquello que les he propuesto. Pero él encontró en la confusión de ambas circunstancias una excusa perfecta para no admitir que no soportaba haber incorporado esa apertura en la que creíamos haber estado de acuerdo y que ahora, en su acelerada caída por la pendiente del aburguesamiento, le estorbaba.

      «No tiene nada que ver con que te tires a otros tíos, joder, tiene que ver con que los manipulas para follártelos».

      Si no hubiera estado tan cansado, porque el esfuerzo de dividir los objetos devino en una metáfora demasiado tangible de la vida que estábamos desguazando, habría respondido a su exabrupto. Pero como había puesto todas mis energías en contener las evocaciones que me atacaban desde cada estantería con sadismo proustiano, me limité a contestar con uno de los que él llama mis silencios elocuentes. Un gesto que, como casi todos los hábitos que construyen una relación, pasó pronto de ser un guiño cómplice a convertirse en un tic molesto. La misma capacidad para decir sin articular palabra, que había transformado nuestro primer encuentro en la promesa de una conexión profunda, acabó transformándose en el inicio de la incomunicación que nos aislaría en nuestros respectivos laberintos.

      «Juegas con ellos, Raúl. Juegas a ofrecerles posibilidades que no son reales con tal de mantenerlos a tu alrededor. Siempre en el centro. No vaya a ser que Narciso se quede sin hombres en su espejo con los que acostarse».

      Me molestó la metáfora mitológica, no tanto por su innecesaria repelencia como por el hecho de que, al elegirla, Iván había mostrado un repentino desconocimiento de mí mismo y, en particular, de todas las inseguridades que le había llegado a confesar durante el tiempo que habíamos compartido. Tal vez si no me hubiera dolido corroborar que no había modo de pasar desde mi laberinto hasta el interior del suyo, le habría explicado que yo no manipulo a nadie. Que solo empleo las estrategias justas —ni siquiera con demasiado esmero— para lograr mi objetivo y conseguir esos instantes compartidos en los que la piel vuelve a ser piel, esos momentos en que disfrutar de la torpeza de los otros me hace desear con fuerza la afinada precisión de la nuestra. El ritmo conseguido a su lado gracias a los años juntos y al conocimiento de un cuerpo que, si bien impide la novedad, a cambio nos permite la pericia y hasta el egoísmo consentido.

      Pero él habría entendido mi respuesta como una justificación que yo no pretendía ofrecerle, así que me callé y tampoco aludí a cómo su obsesión por avanzar —signifique eso lo que signifique— me había empujado justo en la dirección contraria. Buscando modos de escabullirme de ese deseo de paternidad que a él había empezado a obsesionarlo y que lo llevaba a estaciones —matrimonio, familia, adopción— que no sé si quiero visitar. Quizá si me hubiese dejado pensarlo, si no hubiese impedido que siguiese siendo yo mientras aprendíamos a ser nosotros, habría acabado sustituyendo las notables ventajas que aún le veo a la apertura por la voluntad de satisfacer deseos que no sé si comparto. Pero como temía que hablar desembocara en acusarnos, me apresuré a empaquetar mis cosas para salir de aquel piso cuanto antes. Por eso, si aquí hay alguno de sus libros, la culpa es solo suya, me repito mientras respondo al mensaje de Dani con un inesperado «qué tal mañana».

      Me arrepiento nada más darle a enviar, pero, por mucho que lo intento, no encuentro en esta aplicación ningún modo para deshacerlo y borrar mi texto. Debía haberle pedido su WhatsApp, así me habría evitado la vergüenza de tener que cancelar el encuentro cuando llegue la hora que él se apresura a fijar y ante la que sé que padeceré de mi síndrome del abandono entre cuarenta y cincuenta minutos antes.

      No se trata de un diagnóstico científico, ni tan siquiera de una apreciación mínimamente fiable, pero forma parte, junto con mis silencios elocuentes, del idioma que construí con Iván y que ahora no sé si debería eliminar para siempre de mi vocabulario. Bastante complejo ha resultado determinar a quién le correspondían los objetos como para dirimir a quién le pertenecen las palabras.

      «Allí estaré», respondo en un futuro que en esta ocasión es imperfecto por ser temerario, mientras me arrepiento de haber recurrido a un síndrome al que puso nombre Iván para el reencuentro que me propone Dani.

      Él no puede saber que mi síndrome del abandono consiste en mi tendencia a hacer fracasar en el último momento —y por culpa de mi desidia— un encuentro, un proyecto o cualquier otra iniciativa que involucre a más gente y que, quizá por eso mismo, me hacía estremecer cada vez que Iván aludía a su sueño de ser padre. Ni siquiera creo que Dani, si me recuerda del modo en que yo lo recuerdo a él, piense en la abulia como uno de mis rasgos. Sospecho que en su memoria seguiré siendo el adolescente esforzado de notas más bien altas y perfil social más bien bajo a quien conoció en segundo de BUP y al que, desde que sus caminos se escindieron en COU, no ha vuelto a ver.

      Habría sido sencillo buscarse, pero durante un tiempo pensé que si no lo hicimos fue porque habíamos intuido que estábamos equivocándonos. O que acabaríamos haciéndolo si seguíamos transitando ese camino impreciso entre lo que parecía unirnos y lo que nos había terminado distanciando.

      Con Iván nunca hablé de Dani. Ni con ninguna de las dos parejas que precedieron a Iván y que, en mi biografía emocional, ocupan los tres únicos lugares que se merecen nombre propio. No sé si tres es una cifra elevada o ridícula, si he alcanzado la media de fracasos conyugales que debería haber cumplido todo hombre de cuarenta y pocos o si el hecho de haber centrado mi atención en el bagaje sexual —que arroja una cifra mucho más abultada— ha lastrado las posibilidades del sentimental. De acuerdo con Iván, eso sería cinismo. A mí, sin embargo, se me antoja que no es más que la consecuencia de ser coherente con mis prioridades y no acabo de entender por qué, después de seis años de relación, ahora le parece tan inapropiado que me reivindique como alguien que no concibe vivir sin alimentar su instinto.

      En la foto de perfil no hay una imagen de Dani. Y, por mucho que la amplío, no logro adivinar de qué se trata. Quizá un paisaje. O un detalle de un cuadro. Los colores y las formas resultan confusas y abigarradas, así que sin contexto soy incapaz de interpretar el contenido ni, mucho menos, de obtener una imagen actualizada de mi interlocutor. Podría buscarlo en Twitter, o en Facebook, o incluso optar por una opción tan escasamente excitante como la de LinkedIn, pero no hacerlo me permite responder al Dani de los quince, al de las camisetas blancas con el logo de Adidas, las deportivas


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