Presente imperfecto. Nando López

Presente imperfecto - Nando López


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has resuelto tú se vuelve imprescindible para no reducirte más de lo que ya lo hacen estas paredes que hoy recorres a oscuras, cargada con una mochila en la que hay más ganas de comenzar una vida que herramientas para lograrlo. No tardarás en descubrir que todo cuanto has guardado en ella es inútil, porque pronto preferirás la incomodidad a tener que recurrir al pasado para vencerla. Cuanto llevas contigo será el testimonio de un origen que pretendes borrar, tratando de deshacer tus huellas con la misma furia con que pretenderás sacar su nombre de tu cabeza. Esa memoria que esta noche forma parte de tu escueto equipaje y que, cuando el autobús arranca, reclama su propio espacio en el asiento de al lado.

      Estiras las piernas y te acurrucas contra la ventanilla, con el único fin de impedir que alguien más pueda sentarse junto a ti, pero tus demonios son capaces de doblarse sobre sí mismos tantas veces como sea necesario hasta que su presencia resulta inevitable, tan obvia como para que te plantees por primera vez si este éxodo tiene sentido. Si existe algún destino en el que puedas dejar atrás todo lo que ahora te mueve como un resorte, impidiéndote conciliar el sueño a pesar de que cierras los ojos y te esfuerzas por buscar una calma que, esta noche, no va a llegar.

      —No sé por qué no me sorprende…

      —¿Es lo que esperabas? —me pregunta Lucas mientras señala los libros que voy sacando de la vitrina que el viejo custodiaba con tanto celo.

      —Supongo que sí —admito—. Esperaba que no dejara de decepcionarnos nunca. Y eso es justo lo que he encontrado.

      Ni uno solo de los ejemplares que tengo ante mí posee el valor bibliófilo que él, cuando aludía a ellos, les atribuía. No solo no son primeras ediciones, sino que apenas podrían catalogarse como rarezas, así que el hecho de que las guardase bajo llave cuando Lucas y yo éramos niños solo puede explicarse por su voluntad de crear una ficción que ahora, como todo lo que hay en esta casa, también se desarma.

      —A lo mejor deberías pedir una segunda opinión —sugiere mi hermano—. Tampoco eres ninguna experta.

      Finjo no haber escuchado su comentario para evitar una réplica que vuelva la situación aún más incómoda. Si quiero que terminemos pronto de vaciarlo todo necesito centrarme en la acción y esquivar la tentación de remontarme a explicaciones de un pasado que llevo años tratando de reparar. Así que me ahorro la alusión al momento en que tuve que irme y a cómo eso lo truncó todo, porque ya no era factible seguir el cauce convencional y cómodo que me había propuesto —licenciatura, máster, doctorado—, en un orden que, según nos habían contado, conducía indefectiblemente al éxito.

      Después de mi marcha, la supervivencia primaba sobre mis veleidades academicistas, así que mi recorrido universitario se volvió más pragmático y, sobre todo, agónico, mientras salía adelante con trabajos basura que apenas llegaban para el alquiler. Si hiciera mención a cualquiera de esas circunstancias con las que justifico que mi situación actual solo pueda calificarse de gris, Lucas sacaría a relucir el rencor que me guarda desde entonces y convertiría mi marcha en un acto voluntario.

      Tú elegiste. Tú decidiste. Tú optaste.

      Emplearía cualquiera de los verbos con que lleva golpeándome en cada una de las contadas discusiones que hemos mantenido en estos años. Tampoco han sido muchas. Solo las estrictamente imprescindibles para definir nuestras posiciones y dejar claro quién cree y acusa a quién. Y Lucas no cree —y sí acusa— a la hermana que se escabulló de esta misma casa una semana después de cumplir de los dieciocho, la hermana que ahora no tiene derecho a quejarse de su presente porque fue la misma que, de todas las alternativas posibles, se inclinó por el abandono.

      —¿Estás segura de que no los quieres?

      —Esto no se puede vender… Y yo paso de llevármelos. De este lugar no quiero absolutamente nada.

      —Eso ya lo has dejado muy claro, Alba. Lo dejaste clarísimo cuando ni siquiera te dignaste a venir al entierro.

      —¿De verdad esperabas que lo hiciera?

      —A veces me miento… O me digo que el tiempo ayuda a madurar y a verlo todo con distancia.

      —Te mientes, sí. Porque si lo vieras con distancia, habrías entendido de una vez por qué me fui.

      —No empecemos con eso. Por favor.

      —Tranquilo, no podemos empezar algo que para ti ni siquiera existe.

      —Tus demonios son tuyos. Y puedes hacer con ellos lo que quieras. Como con estos libros. Lo único que te pido es que no me los intentes endosar a mí. Bastante tengo con los míos.

      —¿Y para esto querías que viniera a su entierro?

      —Para no tener que hablar de esto, sí.

      —Nunca entenderé por qué lo defiendes.

      —Porque nunca has sabido explicarme de qué lo acusas.

      El viaje se hace mucho más largo de lo que habías imaginado. No te habías parado a pensar en cómo llegarían a estirarse las horas mientras ansiabas alcanzar la primera meta. Una ciudad a suficientes kilómetros de tu lugar de origen como para contar con la anonimia y el espacio que necesitas para construirte. Lejos de ese entorno en el que ya no sabes si podías llegar a ser tú. Si había algún resquicio de esperanza capaz de sobrevivir a la culpa que lleva nueve años persiguiéndote.

      Nueve años negándote, respondiéndote, convirtiéndote en la única participante en un diálogo donde jamás encuentras las palabras precisas, porque todas quedan siempre en boca de tu rival, de esa otra Alba que te mira desde ese lado del espejo en el que todo resulta tan nítido como para juzgarte por no haber sabido mirar bien antes.

      Desconectas el móvil.

      Ya escribirás un mensaje al llegar.

      Algo breve. Sí, lo suficiente como para que no den aviso a la policía de una desaparición que no es tal. O que sí lo es. Sí estás desapareciendo, Alba. O, por lo menos, estás intentándolo.

      Intuyes que tu padre recibirá tu sms con alivio. Y tu hermano, con cierta inquietud. Una preocupación moderada que resolveréis reencontrándoos cuando estés preparada para incorporarlo de nuevo a tu vida, aunque debas hacerlo como un personaje secundario con el que ya apenas te une nada. Con el que, en el fondo, tampoco nunca os unió gran cosa.

      Por un segundo piensas qué habría hecho ella, pero te cuesta imaginar la reacción de tu madre desde el reducido bagaje emocional que aún guardas de tu infancia. Los años buenos, esos previos al diagnóstico y a un tratamiento que se prolongó con la crueldad de las esperanzas incumplidas, fueron pocos. Así que interrogar a esa niña de ocho años que se niega a ponerse el jersey negro que su padre ha tendido sobre la cama tal vez no tenga mucho sentido. No puede responderte qué habría hecho una mujer a la que has construido imaginándola, intuyendo cómo era más allá de las largas estancias en el hospital, de los días en cama, de esa voz que se fue volviendo hilo hasta hacerse inaudible, porque no hubo nada más que decir cuando se desvanecieron las fuerzas para expresarlo.

      Aquel momento, ese verano de tu octavo cumpleaños, pisaste el terreno resbaladizo de la adolescencia por primera vez. Lucas, que entonces te doblaba la edad, se encontraba en ese espacio desconocido en el que a ti te adentraron a la fuerza, de un único empujón que te separó para siempre de la niña que se quedó, observándote con frialdad, en el lado del espejo donde te sigue doliendo buscarte.

      De esa etapa recuerdas, sobre todo, la fragilidad. El aprendizaje de que luchar no es suficiente. La conciencia de un espíritu trágico que peleabas por vencer entre juegos y cuentos infantiles que no resultaban suficientes. Nada podía serlo cuando la realidad había mostrado con tanta fiereza la que en adelante sería tu única certeza. Esa conciencia de la muerte que, por mucho que nos empeñemos en lo contrario, es lo único que podemos atestiguar.

      No me marees con eso. No me aburras con eso. No me tortures más con eso, Alba.

      En tu padre encontrabas negativas cada vez que exigías respuestas para las preguntas que a ti te habían llevado hasta el umbral mismo de la adolescencia a la vez


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