Flavio. Rosalía de Castro
pregunta, hecha con la ironía más cruel, devolvió a Flavio toda la energía de su orgullo, toda la ira, adormecida un instante por la sorpresa del dolor, renovado en la reciente herida de su amor propio ofendido.
Alzose de su abatimiento más fiero y salvaje que nunca, y clavando en el rostro de la joven una mirada más terrible y sañuda que cuantas hasta entonces le había dirigido, le respondió con una voz que se asemejaba al sordo rumor del trueno que se oye en lejanía:
—Mujer, yo pertenezco a la raza de los hombres, pero de unos hombres de tal condición que tienen por ley vengar los ultrajes que reciben. Pero no temáis, yo soy benigno —añadió con extraña sonrisa—, y por hoy limitaré mi venganza… ¡a bailar con vos! —La joven fijó en él con sorpresa sus grandes ojos—. Sí —prosiguió Flavio—, nada más que bailar con vos. Es necesario —añadió, acercándose a ella y tocando casi su oído con sus ardientes labios—, es necesario que os estrechen hoy los brazos del hombre a quien con vuestros insultos habéis hecho casi morir de vergüenza.
—¡Estrecharme en vuestros brazos…! —exclamó la joven aterrada y haciendo un vano esfuerzo para desasirse de Flavio, que sujetaba su brazo fuertemente.
—¡Os espanta tanto… mi venganza! —repuso aquel con infernal acento—. Es decir, que solo a mí está negado lo que concedéis al primero que llega; tan solo a mí, quizá por haber tenido la debilidad de creeros ángeles siendo demonios; por haberos respetado, adorado, citando para ellos no sois más que un juguete que arrojan lejos de sí, después que lo han mancillado con su contacto.
—Todo lo que estáis diciendo —se atrevió a murmurar la joven— ¡no es más que una locura, una necia locura!
Y lanzó en torno suyo una mirada de temor. Pero nadie reparaba todavía en aquella escena que la causaba vergüenza, dolor y miedo. «Al menos —dijo para sí—, aún nadie sabe que este hombre me está insultando, que me ha escogido para blanco de sus iras».
—¡Una locura…! —repitió Flavio, cada vez con más amargo y conmovedor acento—. Tal vez me creéis loco porque os echo en cara la perversidad de vuestro corazón, porque os digo que solo a mí me han sido negados los abrazos sin pudor que en el vértigo de esas danzas locas concedéis al primero que se acerca a deciros: «¡Venid y bailemos!». No sé, mujer, quién es en verdad el verdadero demente, si yo por haberos creído reinas del universo y no humildes criaturas que descienden bajamente hasta los brazos de los que las miran como inferiores suyos, o vosotras por haber despreciado al que os profesaba una adoración tan santa, tan sincera que solo fuera posible que tuviese por rival al Dios que con sus supremas alegrías llena el espíritu de los que le bendicen en sus obras… Cual si en mi frente llevase el sello de la más infame reprobación, me habéis despreciado indignamente, me habéis convertido en enemigo vuestro, aun a despecho de mi voluntad. Vos la primera lanzasteis el rayo sobre mi cabeza inocente, hiriéndome sin piedad; clavasteis en mi pecho el primer dardo del dolor, y he aquí que deseáis ser también la primera sobre quien descargue el peso de mi venganza. Bailaré con vos, tocaréis mi mano, que estrechará la vuestra, hasta lastimaros; quizá mi aliento se juntará con vuestro aliento y os arrastraré conmigo en loco remolino hasta haceros caer rendida de cansancio y de angustia… ¡Oh!, sí…; todo esto…, más aún si me fuera posible, ¡y, sin embargo, no podréis decirme que soy tan cruel como vos…, que os ofendo… sin motivo, señora…!
—¡Oh, no! ¡Yo no bailaré con vos! —exclamó la joven en voz baja y convulsa—, ¡yo no puedo bailar con un loco…!
—¡Loco…! —repitió Flavio con mayor amargura. Me llamáis loco otra vez…, cuando sufro tanto…, cuando siento que me ahoga el dolor… ¡Ah! —añadió lanzando un profundo suspiro mal comprimido—. Me habéis hecho llorar una vez, sabedlo… Pues bien… Las lágrimas se agolpan de nuevo a mis ojos, esto es una debilidad vergonzosa que no se olvida… ¡Y esto todo por vos!
Y Flavio, en medio de esta exaltación dolorosa, apretaba con fuerza contra su pecho el brazo de la joven. Su voz, en un principio dura y vibrante, había concluido por ser sofocada y doliente, y de sus ojos inflamados estaban próximas a saltarse las lágrimas ardientes que hinchaban sus párpados.
La joven, por su parte, temblaba como la hoja del árbol sacudida por el viento, no sabemos si de miedo o de emoción; pero sus ojos claros parecían próximos a bañarse también en el abundante llanto, a duras penas comprimido en su pecho.
Siguiose un instante de angustioso silencio, que ninguno de los dos se atrevía a interrumpir. Sus ardientes miradas se tropezaban, volviendo a separarse y buscándose de nuevo. Flavio apretaba el brazo de la joven contra su corazón, haciéndole sentir sus apresurados latidos, y ella se estremecía; las palabras asomaban a sus labios, y, sin embargo, ni la más pequeña sílaba venía a interrumpir su silencio.
En aquellos instantes, arrastrados el uno hacia el otro por una fuerza oculta y desconocida, ya nada veían de cuanto pasaba en torno suyo; la cuerda del dolor, vibrando a un mismo tiempo en lo íntimo de sus almas, acabada de unirlos, y no podían hacer más que escuchar los sonidos acordes que tan dulcemente resonaban en su corazón.
En vano la joven esperaba, sin respirar casi, volver a oír la dulce voz de Flavio. Flavio había enmudecido. ¿Sabía ya, por ventura, con qué extrañas palabras debía expresar los sentimientos que se agitaban en su alma? Ya no era cólera lo que sentía, no era dolor, ni odio; era otra cosa inexplicable, dulce y angustiosa a un tiempo…; era un deseo, una incertidumbre… Pero ¿cuál era la causa? Eso lo ignoraba aún.
—¿Por qué no proseguís? ¿Qué tenéis…? —le dijo por fin la joven en una voz tan callada y tan suave que Flavio la sintió resbalar por su corazón.
—¿Qué tengo…? —le respondió con entrecortado acento—. ¡No lo comprendo! Me siento ahogar… ¡Pero ya no os aborrezco, no; vuestra voz acaba de resonar en lo más profundo de mi alma, y me ha trastornado…! ¡Habladme, habladme otra vez, os lo ruego…! ¡Que no dejen de mirarme vuestros ojos y que yo perezca…! ¡Mi venganza, al fin lo conozco, ya no puede convertirse más que en lágrimas…!
—¡Perdón, perdón…, por lo que os hice sufrir! —exclamó la joven viendo brillar el llanto en los ojos de Flavio—. Yo no os había comprendido… Sabed que mis labios os han ofendido, pero no mi corazón…, que siente… y no os puede decir lo que siente —añadió con voz pausada y débil.
Dos lágrimas rodaron por sus encendidas mejillas al decir estas palabras, escapadas a un sentimiento más poderoso que su voluntad, más grande que todas las consideraciones del mundo.
No comprendió Flavio, ciertamente, el verdadero sentido de aquellas palabras; pero el acento con que habían sido pronunciadas, y sobre todo sus abundantes lágrimas, de que fueron precedidas, hablaron más vivamente aún a su alma, si esto era posible. Loco, delirante, el pobre viajero se lanzó, dando un grito de sentimiento y de júbilo, a enjugar aquellas lágrimas que resbalaron hasta las manos de la joven, que él cubrió de inocentes besos. Después, cual si se hallase en lo más retirado de sus parques solitarios y sombríos, gimió, sollozó libremente, dando rienda suelta al llanto largo tiempo comprimido.
Las estrepitosas risas que entonces estallaron en torno suyo les hicieron conocer que cien miradas burlonas habían estado contemplando la sencilla y hermosa escena en que el hombre de la naturaleza había expresado sus más íntimos pensamientos. Olvidados de todos, su fatal olvido tuvieron que pagarlo bien caro.
La joven, lanzando un ¡ay! desgarrador, cayó inerte al suelo, y Flavio, aterrado, cogiéndola en sus brazos con una ligereza que nadie pudo estorbar, estampó, lleno de angustia, ardientes besos en aquella frente helada, como si con ellos quisiera volverla a la vida.
Flavio oyó entonces resonar a su alrededor voces amenazadoras que pronunciaban palabras cuyo sentido no podía comprender su turbada imaginación. Como si se hallase presa de un loco delirio, veía a la multitud acercarse cada vez más y rodearle, formando en torno suyo una muralla compacta. Pero él, inmóvil, estrechaba cada vez más entre sus brazos aquel hermoso cuerpo; besaba sus manos heladas y la llamaba con los nombres más cariñosos