Flavio. Rosalía de Castro
lograron apoderarse de él, llevándose lejos de allí a la pobre joven que, desmayada todavía, no había podido ver, por su fortuna, nada de cuanto pasaba a su alrededor.
En medio de su estupor, Flavio apenas tuvo tiempo para reflexionar. Sin embargo, pronto y como un león herido que destroza cuanto halla a su paso, hizo conocer a los que le rodeaban la fuerza hercúlea de su brazo. El hijo de la montaña volvió a su libertad y quiso huir; pero la multitud que le rodeaba le persiguió furiosa con gritos y con aullidos, y fuele preciso volverse hacia los que le seguían y desafiarlos.
Chispeaban sus ojos bajo los párpados y lanzaban en torno suyo miradas de fuego llenas de rencor y de ira, que ora se fijaban en los más tímidos, ora en los más atrevidos, como si quisiese elegir entre tantas cabezas aquella sobre la cual debía descargar todo el peso de su ira.
De pronto, toda su atención se concentró en un solo objeto; pintose en su semblante la sorpresa, la cólera y el orgullo más noble. Semejaba un dios irritado que iba a aniquilar con su palabra a los mortales que habían osado provocar su enojo.
Entre aquella turba que gritaba: «¡Al loco, al loco!»; entre aquellos rostros groseramente animados, acababa de ver a su buen consejero, a su primer amigo, que, dejando oír su voz sobre las demás voces, gritaba más que todos:
—¡Al loco, prended al loco…!
Una terrible idea pasó entonces por el pensamiento de Flavio, sombrío como la noche y rápido como la cárdena luz del relámpago.
Flavio echó entonces mano a sus pistolas y disparó; la bala fue a clavarse a dos pasos de su traidor amigo, en el tronco de un álamo, que pareció gemir y estremecerse de dolor, y la multitud huyó espantada.
Nuestro héroe huyó también, aprovechándose de la confusión que reinaba en torno suyo, y salvando ligero como un gamo la distancia que mediaba entre el bosque y el camino, llegó al sitio en donde se hallaba su carruaje, y hasta donde llegaban los feroces aullidos de la multitud burlada.
Colocose Flavio en la delantera, cogió las riendas, y agitando el látigo rompieron los caballos al galope, impulsados por un estallido diabólico que hizo erizar sus crines de espanto.
— XII —
Envuelto por las frías nieblas de la mañana, que apenas daban paso a su respiración jadeante, Flavio agitaba el látigo con su brazo infatigable. Su mirada, extraviada, no alcanzaba a distinguir entre los densos vapores si caminaba por la ancha y fácil carretera, o si su carruaje rodaba a orillas de un precipicio, y su convulsa mano no podía detener ya los desbocados caballos.
Las ramas de los árboles que hallaban al paso azotaban su rostro; las voces desgarradoras de su cochero se unían al ruido estridente de las ruedas, que saltaban sobre las piedras ásperas y desiguales de aquellas sendas salvajes y desconocidas. La alta maleza desgarraba la ropa de los viajeros; los caballos corrían a la ventura, con la velocidad del relámpago. ¡Cuán horrible aquella huida, marchando al azar envueltos por las nieblas negras e insondables como el caos!
Flavio, loco, delirante, caminando hacia el abismo, recordó que con su vida iba a extinguirse la de otro hombre a quien había arrastrado en su desgracia. Bredivan y su austero palacio pasó también en confuso por su extraviado pensamiento; recordó su tranquila niñez, las últimas palabras de sus padres; pasó por su imaginación conturbada la idea de Dios, que le habían enseñado a adorar y a temer: se acordó del infierno, de la eternidad.
Entonces gritó también, pidió socorro, y su voz se perdía en el silencio y las tinieblas que le rodeaban. Temía la muerte, no quería abandonar tan pronto la vida; pero el fantasma de negras alas y enjutas mejillas parecía sonreír entre la niebla y atraerle hacia sí con sus miradas tristes y sin brillo.
Veía con el alma desgarrada cómo la rapidez de aquella carrera infernal le robaba de minuto en minuto su existencia.
Pero tan terrible angustia no podía durar mucho tiempo.
—¡Saltemos al camino! —gritó el cochero.
—¡Saltemos! —murmuró Flavio.
Dos gritos desgarradores atravesaron el espacio; las colinas los repitieron en confuso, como si el abismo les contestara con un gemido. Los desbocados caballos rodaban por la vertiente de una profunda cañada, y momentos después caballos y carruajes se estrellaban en lo profundo de la abierta sima.
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