Flavio. Rosalía de Castro

Flavio - Rosalía de Castro


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creer que las sílfides y ondinas moraban en el fondo de las aguas o vagaban en la apacible sombra que reinaba en la espesura. Entonces pensó recorrer aquellos lugares tan bellos y misteriosos, perseguir aquellos armoniosos ecos que le enloquecían, y el inclemente carruaje ya no seguiría indiferente su marcha, abandonando de nuevo tantas bellezas como se presentaban ante sus áridas miradas, cual si le convidasen a gozar placeres desconocidos. Mandó detener el carruaje, y, abriendo la portezuela y saltando con rapidez, se ocultó entre los castaños que ocultaban los molinos y desapareció a los ojos del postillón.

      Era este un hombre de treinta años, poco más o menos, cachazudo, resuelto y que, habiendo sido militar, conservaba todavía parte del valor que le distinguiera en el ejército. Tenía buen corazón, a pesar de su natural fiereza, se amoldaba a todas las circunstancias de la vida y profesaba a Flavio particular afecto, porque solía decir que amo poco ceremonioso y suelto de mano era digno de que un criado honrado le guardase inalterable adhesión pese a todas las vicisitudes imaginables. De profunda penetración, y hallándose al servicio de Flavio hacía más de dos años, le tenía por un grande hombre; pero en su interior le pronosticaba mal fin, a pesar de lo cual se había jurado a sí mismo no abandonarle jamás. «Él es valiente —se decía—, y mis puños son de hierro… Marchemos, pues, a recorrer el mundo, que con dinero, paciencia y buen humor el peor mal que pueda sucedernos es morir hoy en vez de morir mañana».

      Convencido de tan excelentes ideas, miró si los revólveres que a prevención llevaba estaban bien cargados, y apoyando la cabeza en su ancha mano, en actitud de dormir, vio, al parecer con la mayor indiferencia, la marcha de Flavio, murmurando entre dientes: «¡Él lleva también pistolas!».

      Y después de decir esto se dejó sorprender por uno de esos sueños de centinela que desaparecen a la primera voz de alerta.

      — VII —

      Cuando Flavio, después de atravesar las encrucijadas que conducían al primer molino, pudo ver la multitud de luces de apariencia fantástica que se percibían en un bosque no muy lejano, se creyó verdaderamente transportado a aquel lugar por alguna mano invisible para ser testigo de cosas misteriosas y extraordinarias.

      Una vaga sombra de temor resbaló por su pensamiento… Las historias de encantamientos con que le habían entretenido en su niñez se presentaban de improviso a su memoria, y vaciló pensando si aquellas ficciones, que eran casi una creencia para los sencillos campesinos, no tendrían algún fondo de realidad. Diremos, en honor de la verdad, que nuestro valiente joven estuvo casi a punto de retroceder, temiendo alguna traición de las hadas… ¿Quién sabe si alguna misteriosa Amida trataría de atraerle con tan dulces sonidos para sorprenderle en medio de su sueño?

      Mas como Flavio tuviese talento y fuese, en realidad, valiente, desechó bien presto tan necios y absurdos temores, persuadido de que debía observarlo todo sin extrañarse de nada y posar con seguridad su planta doquiera hubiese un palmo de tierra habitado o no por el hombre.

      Aquellos habían sido sus sueños, su eterna ambición, y era necesario por lo mismo marchar con valor y sin retroceder ante ningún obstáculo.

      —¿Será posible —dijo enojado consigo mismo— que vacile y me conmueva al primer paso que doy en mi camino? ¡Oh!, no; tanto valdría ver caer la primera piedra que indicase la ruina de mis más caras ilusiones. ¡Adelante, pues!

      Y se puso en camino hacia el lugar adonde su paso errante le llevaba, siguiendo un estrecho sendero marcado a orillas de un bosque de espesos robles.

      A medida que caminaba, oía más distintamente aquellos sonoros ecos, que llenaban el aire y parecían repetirlo, en confuso, los árboles del bosque.

      Pero, apenas había dado los primeros pasos, un grupo de jóvenes pasó a su lado con alegre algazara, saludándole.

      —¡Buenas noches! —le dijeron en un acento que revelaba quizá demasiada franqueza.

      —Buenas noches —les contestó Flavio secamente y mirando hacia otra parte.

      Sin embargo, ni su aire adusto ni su acento algún tanto despreciativo pudieron librarle de que el más hablador o más curioso se acercase a Flavio y le dijese:

      —Perdonad, amigo mío; sin duda alguna, hoy es la primera vez que recorréis estos hermosos lugares, y no sabéis, por lo mismo, que la estrecha senda por que camináis con tan seguro paso está llena de peligros que no podéis adivinar. ¿Queréis permitirme que os sirva de guía?

      Flavio no contestó, miró a su interlocutor de la manera más impertinente, y haciendo un gesto de fría indiferencia, siguió por el mismo camino.

      —A lo que veo —prosiguió el joven desconocido con un acento de fina reconvención—, sois como aquel muchacho de la fábula, que dormía tranquilo a la orilla de un pozo, y a quien la fortuna le despertó, llamándole al mismo tiempo insensato; pero advierto que no os agrada la compañía de los desconocidos; os dejo, pues; pero tened entendido…

      —¿Qué? —preguntó Flavio.

      —Que si es la primera vez que venís a estos sitios, no debéis marchar con tanta tranquilidad; hay peligros en estos caminos, y, creedme, la fortuna os dice por mi boca como al niño: ¡tened cuidado!

      —¿Tantos son, pues, y tan grandes esos peligros de que habláis?

      —No, ciertamente; no son muchos ni muy grandes; pero son peligros, al fin.

      —¡Es posible! —replicó Flavio con ironía.

      Y siguió silenciosamente su camino.

      Su nuevo compañero hizo otro tanto.

      —¿Queréis decirme —preguntó Flavio, volviéndose bruscamente— qué peligros corro?

      —¿Vais al baile? —le preguntó aquel a su vez.

      —Ciertamente; pero no sé qué queréis darme a entender con semejante pregunta.

      —¡Bueno! Vais al baile; es la primera vez que recorréis estos sitios en que la mano pródiga de la naturaleza vertió todos sus preciosos dones, y no creéis que hay peligro en esto. ¡Ah!, ya veo que sois confiado como un niño.

      —Puede ser, amigo mío —se atrevió a decir Flavio—; pero, o me engaño —añadió con cierta infantil alegría—, o hemos llegado al lugar encantado.

      Una alegre multitud, dispersa por las frondosas alamedas, se movía a la claridad semifantástica de las luces de colores, como un río que mezcla su murmurio al armonioso ruido de los cañaverales.

      Los rayos de la luna, filtrándose a través del espeso follaje, y las estrellas, que, como si quisiesen prestar también sus encantos a la fiesta nocturna, aparecían brillando como pálidos diamantes en medio de la oscuridad, daban a este cuadro toda la hermosura y poesía de que están llenas las tranquilas noches del otoño.

      Mujeres hermosas pasaban y repasaban como un ejército de fantásticas hadas, pálido el semblante y armoniosa y fresca la voz. Crujían débilmente sus leves vestidos, temblaban a su paso las ramas de los pequeños árboles, el viento venía cargado de sus perfumes y lo llenaban todo con su presencia. Frescas rosas que abrían sus hojas al primer beso del sol, así eran ellas; verlas y no amarlas era imposible.

      Flavio las vio, Flavio las sintió pasar a su lado: alguna vez el tibio aliento de la más hermosa llegó hasta su rostro, sus leves vestidos le rozaron al pasar, su voz resonó en su corazón como una música dulce y conmovedora, sus miradas se cruzaron.

      —He aquí las mujeres —exclamó en tanto las seguía con sus ávidas miradas—, las mujeres en quien no había pensado aún, y de quien mi maestro me habló vagamente y como de una cosa mezquina y débil… ¡Mezquina! —repetía—. ¡Mi maestro estaba loco! ¿Por ventura esas frentes tersas y blancas como el marfil, esos talles ligeros y esbeltos como el tronco de un álamo joven, esa belleza perfecta, son una cosa mezquina? ¡Oh!, no; jamás. Yo creo que no hay nada más sublime que la mujer, nada más bello, más digno de nuestros pensamientos.

      Y


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