Calypso. David Sedaris
—Mi hermana negó con la cabeza, plena de incredulidad—. La pobre estaba tirada al lado de la cajita de comida para tortugas, qué horror, se había convertido en un tallo sin nada, ya no tenía ni hojas ni flores.
Volví a encerrarme en mi despacho más convencido que nunca de que aquellas serían nuestras últimas Navidades en familia. Es que no me jodas: ¡moscas! Si sabes que te vas a triscar la comida de tu mascota mientras paseas sonámbula, al menos haz un esfuerzo y cambia tus tortugas por un hámster o un conejito, o algún bicho que coma algo sano, una mínima opción vegetariana en el menú. Deshazte de las plantas que haya por casa —empezando por los cactus— y no dejes la lejía en ningún sitio de fácil acceso. Pon soluciones.
Esa misma noche me encontré a mis hermanas estiradas como gatos frente a la estufa de leña.
—Antes, cada vez que pasaba por delante de un espejo, me miraba de arriba abajo —dijo Gretchen, echando una bocanada de humo de un cigarrillo—. Ahora solo lo hago para comprobar que no se me ha caído un pezón al suelo.
«Dios mío —pensé—. ¿Cuándo se empezó a ir todo a la mierda?» No nos juntábamos para celebrar la Nochebuena desde 1994, cuando nos reunimos en casa de Gretchen, en Raleigh. Recuerdo que lo primero que hicimos ese día fue dar de comer a su rana toro, que era más o menos del mismo tamaño que ella y se llamaba Pappy. Vivía en una pecera de cien litros, con el agua turbia y caldeada, en el suelo de su dormitorio, al lado de tres salamandras japonesas que habitaban dentro de un molde de esos que se utilizan para hacer pastel de carne. Estuvo lejos de ser una Nochebuena normal, pero se acababa de morir mamá y de alguna forma fue como romper con las tradiciones y probar algo diferente: por eso elegimos pasarla en casa de mi hermana, que se parece más a un pantano que al hogar donde crecimos, que por aquel entonces parecía más un libro de texto de historia antigua que un hogar de verdad. La melena larguísima de Gretchen se ha vuelto de color plateado desde aquella Nochebuena y cuando camina en sueños lo hace con una leve cojera. Todos nos estamos haciendo viejos.
En nuestro primer día juntos en Sussex nos metimos todos como pudimos en el Volvo y enfilamos hacia el pueblo de las treinta y siete tiendas de antigüedades. Hugh se puso al volante y yo me senté en la parte de atrás mientras pensaba muy contento: «Aquí estamos otra vez, mis hermanas y yo en una camioneta, como cuando éramos jóvenes». ¿Quién se habría imaginado en 1966 que algún día viajaríamos por el sur de Inglaterra, cuando por aquel entonces no teníamos ni la más remota idea de lo que nos depararía el futuro? Amy no se había convertido en la mujer policía con que soñaba ser. Lisa no era enfermera. Nadie vivía en una casa llena de sirvientes, ni con un mono entrenado para matar, pero estábamos bien. Habíamos salido adelante, ¿no?
En una de las tiendas de antigüedades que visitamos aquella tarde encontramos una peluca de abogado inglés. Daba grima verla, tenía capas y capas de mierda acumuladas, pero eso no le paró los pies a Amy, ni después a Gretchen, que se la probaron tan felices.
—No hace falta —dijo Lisa cuando hicieron el ademán de pasársela—. No quiero llevarme puestos vuestros gérmenes.
«Vuestros gérmenes», pensé.
El sol empezó a ocultarse a eso de las cuatro de la tarde y ya era de noche cuando pusimos rumbo de vuelta a casa. Durante el viaje de vuelta me quedé dormido unos minutos y al despertar escuché a Lisa hablando de su útero. En concreto hablaba de lo mucho que le preocupaba que su endometrio hubiera crecido y lo tuviera más grueso de lo normal.
—¿Por qué piensas eso? —preguntó Amy.
Lisa dijo que si le había pasado a su amiga Cynthia, también podía ocurrirle a ella.
—O a cualquiera de vosotras —añadió.
—¿Y qué si nos pasa? —preguntó Gretchen.
—Pues digo yo que nos lo tendrán que limar —dijo Lisa.
Incliné la cabeza hacia los asientos de atrás.
—¿De qué está forrado un útero? —Me vino a la mente la imagen de una masa dulce y viscosa—. De algo como lo que hace de forro de las uvas.
—Lo que hace de forro de las uvas se llama uvas —apuntó Amy—. Las uvas están hechas de uva.
—A ver, es una buena pregunta, si lo piensas —dijo Lisa—. ¿De qué está forrado un útero? ¿De vasos sanguíneos? ¿De nervios?
—Qué familia —dijo Hugh—. Hay que ver los temas de conversación que os gusta sacar cuando os juntáis.
Más tarde le recordé una vez que su hermana Ann vino a visitarnos a Normandía. Una tarde entré en el salón después de haber dado una vuelta en bici y la escuché diciéndole a su madre, Joan, que también estaba pasando una temporada con nosotros, «¿No te apasiona el tacto de la iguana?».
«¿De dónde ha salido esta gente?», recuerdo que pensé. Esa misma noche, después de bañarme, la escuché diciendo:
—¿No sería mejor probarlo con mantequilla de camello?
—Podríamos —dijo la señora Hamrick—, pero no es lo más recomendable.
Me moría de ganas de pedir más detalles —¿hacer qué con mantequilla de camello?— pero preferí dejar con vida ese misterio. Es algo que pasa bastante cuando recibes visitas. Me moriré sin saber lo que quería decir una invitada —que vino a vernos desde París— cuando una buena mañana salí al patio y la escuché decir: «Ahora mismo las minicabras parecen la opción más interesante». O fue igual de inquietante cuando Sam, el padre de Hugh, vino a visitarnos con un viejo amigo suyo del Departamento de Estado. Al parecer estaban charlando sobre una temporada que habían pasado juntos en Camerún a finales de los sesenta, justo cuando entré en la cocina y escuché al señor Hamrick diciendo: «Fuera coñas, ¿aquel tío era un pigmeo de verdad o era un pigmeo de los de mentira?».
Me di la vuelta y fui directo hacia mi despacho pensando «Casi mejor les pregunto luego». Y al poco tiempo se murió el padre de Hugh y, luego, su amigo el del Departamento de Estado. Supongo que podría googlear «pigmeos de los de mentira», pero no sería lo mismo. Tuve mi oportunidad de averiguar más sobre el tema y la perdí.
Un pesar bien grande que lleva Hugh a cuestas es que su padre no llegase a ver nuestra casa de Sussex. Es el tipo de sitio que habría hecho las delicias de Sam: una ruina absoluta transformada con mucho mimo para que siga pareciendo una ruina absoluta. Yo diría que las únicas diferencias entre lo que compramos y lo que tenemos ahora son que la instalación eléctrica es segura y que hay calefacción. Al menos su madre nos viene a visitar de vez en cuando, y ella y Hugh se sientan en la cocina y hablan de Sam. Me gusta escucharlos. No es tanto lo que dicen como la forma en la que lo dicen, con esas voces llenas de respeto y de admiración, y de pena y de vacío, casi una década después de su muerte. Así solíamos hablar mis hermanas y yo de nuestra madre. Ahora, en cambio, veintisiete años después de su muerte, casi todas las veces que hablamos de ella es para acabar diciendo «¿Te puedes creer lo joven que era cuando murió?». En un suspiro todos llegaremos a la edad que tenía ella cuando le descubrieron el cáncer que la mataría. Y cuando pase un poco más de tiempo seremos mayores que ella, lo cual no tiene ningún sentido, está claramente mal y no entiendo cómo la naturaleza lo permite.
Decidí hace siglos que no dejaría que pasara eso, que moriría a la misma edad que ella, a los sesenta y dos años. Luego cumplí cincuenta y cinco y empecé a plantearme que igual había sido demasiado tajante con la idea. Sobre todo ahora que tengo un par de habitaciones de invitados que sería una pena no aprovechar como es debido.
Cuando nuestros invitados se marchan, me siento siempre como un actor que ve cómo el público desfila poco a poco fuera del teatro. Y no fue distinto con mis hermanas. Una vez bajado el telón, Hugh y yo volvemos a ser versiones empeoradas de nosotros mismos. No somos La Pareja Ideal, pero tampoco somos espantosos. Tenemos nuestras peleas, vale, esas que suelen empezar porque alguno de nosotros ha encontrado un calcetín fuera de sitio y acaban con los dos echándonos en cara todo lo habido y por haber, pero, en fin, ¿qué pareja