Calypso. David Sedaris

Calypso - David  Sedaris


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pensativo. «¿Qué cojones pasó en 2002?», pregunté.

      Al sentarnos en el avión me pidió perdón y, unas semanas más tarde, cuando volví a sacar el tema durante una cena, dijo que no se acordaba de haberme dicho eso. Es una de muchas cualidades destacadas de Hugh: no se aferra a los recuerdos. Otra de ellas es que no trata nada bien a los ancianos, un segmento de la población al que muy pronto perteneceré por derecho propio. Solo tengo que superar como pueda esta mierda infumable de la mediana edad hasta llegar a la próxima fase.

      El secreto, obvio, consiste en mantenerte ocupado. Por eso, cuando la gente se marcha, me dedico a limpiar los baños y a hacer las camas. Si los invitados venían de mi parte —mis hermanas, por ejemplo— me siento al borde de sus camas y aprieto sus sábanas contra mi pecho, abrazándolas durante un rato y respirando su olor por última vez antes de ponerme en pie, hacer una bola enorme con las sábanas y dirigirme, con ella en brazos, hacia ese precioso lavadero de ensueño que siempre quise, y que por fin tengo.

       Ahora somos cinco

      A finales de mayo de 2013, a pocas semanas de su cincuenta cumpleaños, mi hermana pequeña, Tiffany, se suicidó. Vivía en una habitación de alquiler en una casa destartalada del peor barrio de Somerville, en Massachussets. Según los cálculos del forense había muerto cinco días antes de que echaran abajo la puerta de su habitación. Recibí la noticia pegado al auricular de un teléfono de cortesía del aeropuerto de Dallas. Tras colgar, y viendo que los demás pasajeros del vuelo a Baton Rouge estaban embarcando y yo no sabía qué hacer, decidí unirme a ellos y subir al avión. A la mañana siguiente me monté en otro avión, éste con dirección a Atlanta, y un día después subí a otro que me dejó en Nashville, sin dejar de pensar en mi increíble familia menguante. La gente se imagina que sus padres van a morir antes que ellos. Pero ¿una hermana? Era como si me hubieran borrado de un plumazo toda la identidad que había ido desarrollando desde 1968, cuando nació mi hermano.

      «¡Seis niños! —solía decir la gente—. Pobrecillos, ¿y cómo os las ingeniáis?»

      En el barrio en el que crecí había muchas familias numerosas. Cada casa era su propio feudo, así que tampoco pensé mucho en ello hasta que me convertí en una persona adulta y mis amigos empezaron a tener hijos. Uno o dos parecía una cosa razonable, pero tener más de dos niños se me antojaba una temeridad. Hugh y yo conocíamos a una pareja en Normandía que de vez en cuando venían a cenar y traían a sus tres hijos. Esos niños eran como un equipo de demolición. Cuando se marchaban, varias horas después, sentía que cada fibra de mi ser había sido violada sin piedad.

      Agarra esos niños, multiplícalos por dos, y quítales Internet y la tele por cable: con esa pesadilla tuvieron que lidiar mis padres. Seis niños. Bueno, ya no éramos seis, solo quedábamos cinco. «No puedes andar por ahí diciéndole a la gente “¡Antes éramos seis!” —le dije a mi hermana Lisa—. Los pones nerviosos.»

      Me acordé de un hombre que conocí en California hace algunos años. Iba con su hijo.

      —Y qué, ¿tiene más hijos? —le pregunté.

      —Tengo, sí —dijo el hombre—. Otros tres vivos y aparte una chica, Chloe, que murió antes de nacer, hace dieciocho años.

      «No es justo», recuerdo haber pensado. Porque, joder, ¿qué se supone que tienes que hacer cuando alguien te suelta ese tipo de información sin previo aviso? ¿Cómo gestionas eso?

      Comparada con la mayoría de las personas de cuarenta y nueve años, o incluso con la mayoría de las personas de cuarenta y nueve meses, Tiffany no tenía demasiado en su vida. Dejó testamento, eso sí. En él decretó que nosotros, su única familia, no podíamos reclamar su cadáver ni acudir a su funeral.

      «Ahora vas, lo pones en la pipa y te lo fumas», habría dicho nuestra madre.

      Unos días después de recibir la noticia, mi hermana Amy viajó en coche hasta Somerville con una amiga y llenaron dos cajas con los objetos que había en la habitación de Tiffany: fotos de familia, muchas de las cuales estaban hechas trizas; folletos de sugerencias del supermercado de abajo; cuadernos de notas; tickets de compra. La cama, que no era una cama sino un colchón tirado en el suelo, ya no estaba y en su lugar alguien había colocado un ventilador gigantesco. Amy hizo fotos de la habitación y entre todos, en grupo y cada cual por su cuenta, nos dedicamos a estudiarlas en busca de pistas: un plato de papel encima de una cómoda a la que le faltaban varios cajones, un número de teléfono escrito en una pared, una colección de palos de escoba, cada uno de un color diferente, enmarañados como juncos y metidos todos en un barril pintado de verde.

      Seis meses antes de que nuestra hermana se matase, yo había hecho planes para juntarnos todos en una casa junto a la playa, en Emerald Isle, cerca de la costa de Carolina del Norte. Mi familia solía pasar las vacaciones allí, pero habíamos dejado de ir desde la muerte de mi madre, y no porque hubiéramos perdido las ganas, sino porque era ella la que se encargaba de los preparativos y, sobre todo, de pagar la estancia. La casa que elegí con la ayuda de mi cuñada, Kathy, tenía seis dormitorios y una piscina pequeñita. Nuestra semana de alquiler empezaba el ocho de junio, sábado, y nada más llegar nos encontramos a una repartidora de pie junto a la entrada con tres kilos de marisco, regalo de bienvenida de parte de unos amigos. «Os he metío unas coles estra», dijo mientras nos entregaba las bolsas.

      Cuando éramos pequeños, cada vez que nuestros padres alquilaban una casa para pasar las vacaciones, mis hermanas y yo nos pegábamos a la puerta principal como cachorritos alrededor de un plato de comida. Nuestro padre abría y nosotros entrábamos hechos unos salvajes recorriendo todas las habitaciones para pedirnos la que más nos gustaba. Yo siempre me pedía la más grande de las que daban al océano, y en cuanto empezaba a deshacer mi maleta entraban mis padres y me comunicaban que esa habitación era la suya. «Pero ¿quién te has creído que eres?», decía mi padre. Ellos se instalaban ahí y a mí me trasladaban al lugar conocido como «la habitación de la criada». Siempre estaba en la planta baja, una especie de cuchitril frío y húmedo a un paso de donde teníamos aparcado el coche. Nunca había escaleras interiores que llevaran desde allí a la primera planta. Así que tenía que subir por la escalera de fuera y, casi siempre, llamar a la puerta principal, que estaba cerrada, como si fuera un vagabundo rogando que lo dejaran entrar.

      —¿Qué quieres? —preguntaban mis hermanas.

      —Quiero entrar.

      —Qué curioso —decía Lisa, mi hermana mayor, mientras las demás la miraban como si fuesen sus discípulas—. ¿Habéis oído algo, como un silbido? ¿Qué será ese ruido? ¿Un cangrejo ermitaño? ¿Una babosa de mar?

      Lo normal era que hubiera cierta división por castas entre los tres hermanos mayores y los tres menores. Lisa, Gretchen y yo tratábamos al resto como si fueran nuestros sirvientes, y el plan nos iba muy bien. Cuando estábamos en la playa, en cambio, aquello era un sálvese quien pueda y pasaba a ser los del piso de arriba contra los del piso de abajo. Es decir: todas contra mí.

      Esta vez, como pagaba yo, podía elegir la mejor habitación de la casa. Amy se instaló en el cuarto de al lado, y Paul, su mujer y su hija de diez años, Maddy, se quedaron el de al lado de ése. No había más habitaciones que dieran al océano. Los que llegaron después tuvieron que conformarse con las sobras. La habitación de Lisa daba a la calle, igual que la de mi padre. La de Gretchen también, y estaba acondicionada para una persona parapléjica. Del techo colgaban unas poleas eléctricas con un arnés para subir y bajar de la cama cualquier cuerpo humano.

      A diferencia de las casas de vacaciones de nuestra infancia, ésta no incluía una habitación para la criada. Era demasiado nueva y sofisticada para eso, igual que las viviendas de alrededor. Las casas de las islas solían estar construidas sobre pilares, pero cada vez se veían más y más con plantas bajas. Todas tienen siempre unos nombres de lo más playeros y están pintadas de colores igual de playeros, pero la mayoría de las que construyeron después del desastre del huracán Fran en 1996 tienen tres pisos y son dignas de cualquier paraje suburbano. Nuestra


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