Calypso. David Sedaris
sea que lleves en esa bolsa...?»
Tampoco es que tenga una cara especialmente amistosa, así que doy por hecho que la estatura tiene algo que ver con ello, sobre todo cuando la petición se acaba transformando en una orden. «He dicho que me des un dólar.»
«¿Me hablarías igual si fuese más alto que tú?», me dan ganas de preguntarle a ese niño de diez años que extiende la mano hacia mí.
Soy consciente de que los heteros bajitos suelen tener bastantes dificultades para echarse novia, pero siempre había pensado que para las personas como yo —«gais de bolsillo», nos llaman a veces— los obstáculos eran mucho menores. Viéndolo con perspectiva, creo que lo que me pasaba es que no estaba prestando atención. El Washington Post tiene una sección habitual en la que organizan una cita a ciegas para dos personas que seleccionan ellos y luego les preguntan cómo ha ido el asunto. Hace poco seleccionaron a dos hombres gais. Los dos medían más de metro ochenta y los dos incluyeron en sus listas de objeciones: «hombres bajitos». Unas listas que, por otra parte, no incluían ni «supremacistas blancos» ni «personas que guardan un fusil de asalto debajo de la cama».
«¿Quién querría salir con vosotros?», me pregunté mientras scrolleaba por sus fotos.
No soy uno de esos señores pequeños que sienten que el mundo les debe algo. Vale, no es fácil comprar ropa de tu talla que te siente bien, pero para eso existen los sastres. Encajo perfecto en los asientos de avión. Me puedo perder entre la multitud siempre que me apetezca. Ser más alto me serviría de tanto como tener la cabeza cuadrada, ¿para qué me haría falta? Aunque me gusta saber la altura de otras personas, sobre todo si son famosas. Por eso googleé a Rock Hudson, que medía un metro noventa y tres y tenía todo el derecho del mundo a salir en una película titulada Gigante. En esa película se nota que es más alto que los demás intérpretes, pero con otros actores es difícil de saber.
Una vez le pregunté a una persona del mundo del cine que cuánto medía Paul Newman. Esto fue cuando seguía vivo y antes de que yo tuviera internet.
—Ufff —dijo aquella mujer que había trabajado con él en Esperando a Mr. Bridge—, es un canijo.
—¿Qué quieres decir?
—Es una gambita —dijo la mujer—. En las fotos parece normal, pero en la vida real casi necesitas un microscopio para verlo.
—¿Es del tamaño de un germen?
—Más o menos —dijo ella—. Debe medir uno setenta y cinco, como mucho.
—Mido unos diez centímetros menos —le dije—, ¿que soy yo, entonces?
—Bueno... ya me entiendes —replicó ella.
Antes de aprender a no leer nunca, bajo ninguna circunstancia, nada que hablase sobre mí, a veces caía en alguna entrevista que había respondido hacía un tiempo. Recordaba al periodista que me había hecho las preguntas y cometía el error de que me entrara curiosidad por saber cómo él o ella escribía. Hace unos años, en Australia, me sorprendió descubrir que una mujer que me había caído muy bien durante la entrevista me describía en la introducción como «del tamaño de un bonsái». No me ofendió leerlo. Pero me dejó de piedra. Ella era unos dos o tres centímetros más alta que yo, tampoco es que le llegase por las rodillas ni nada. También se han referido a mí como «diminuto» y «duendecillo», como si todas las noches durmiera dentro de una tacita de té.
Hará ya unos años, abrí un periódico en Ottawa y me encontré con que el periodista que había estado charlando conmigo el día anterior me describía como «imperceptible y afeminado». «¿En serio?», pensé. El primer adjetivo me pareció más o menos correcto, pero el segundo casi me tira de espaldas. Ya sé que cruzo las piernas más de lo habitual, pero me parece que no camino como una señora. No voy moviendo las manos como si las tuviera dormidas mientras hablo con alguien, ni me refiero a mi interlocutor como «cosita» o «cariñín». Acabé pensando que el uso de aquellas expresiones decía más de él que de mí. ¿No suele ser siempre así, al fin y al cabo?
Una cosa es que alguien te coloque un epíteto en la prensa o en las revistas, que después de pasar por varios borradores y pensárselo mucho decida imprimir cientos de miles de ejemplares en los que diga que eres «un liliputiense» o «del tamaño de un tercio de cerveza». Otra cosa muy diferente es cuando se les escapa en persona. «Usted, enano repugnante», me dijo una señora inglesa en respuesta a algo que yo había escrito en la dedicatoria de su libro y que no le había gustado. En 1987, durante una visita a mi familia por Navidad, mi hermana Tiffany se peleó con mi hermana Gretchen. Yo llegué al final, justo cuando la tensión se estaba disipando, y pregunté qué había pasado, a lo cual Tiffany me respondió: «¡Vete a tu habitación y escribe un poquito más sobre lo maricón que eres, anda!».
«¿Cuánto tiempo habrá vivido con toda esa rabia ahí dentro?», me pregunté. Da miedo pensar en las cosas que se te ocurren cuando estás cabreado con alguien. Hace unos años, en un pequeño aeropuerto de Wisconsin, una agente del control de seguridad me ordenó que me quitara el chaleco.
—Llevo este chaleco desde hace tres semanas —le dije—. Todos los días viajo a una ciudad diferente y ésta es la primera vez que alguien me pide que me lo quite.
La señora tendría unos diez años más que yo, así que por entonces rondaría los sesenta y pocos. Llevaba el pelo teñido y muy cortito, tan cortito que parecía una fina capa de chocolate que alguien hubiera colocado encima de una tarta.
—¡Que te lo quites! ¡Ahora mismo! —me ladró.
«Tiene que dar una satisfacción tremenda tener un trabajo TAN importante», me dieron ganas de soltarle mientras me desabrochaba los botones. Al segundo caí en la cuenta de lo esnob que habría sonado y me dio una vergüenza de órdago. Ahí estaba yo, con mi frustración, y el primer instinto que me salía era meterme con ella por su trabajo. Por su clase social, en realidad. «¿Habré sido siempre así?», me pregunté mientras pasaba por el detector de metales enseñándole a todo el mundo mis calcetines largos. Y peor aún: la otra frase que se me ocurrió, «Menos mal que no es usted mi abuela», no era mejor en absoluto.
Más tarde me pregunté cómo me podría haber descrito aquella mujer y me di cuenta de que todo lo que hubiera tenido que decir era referirse a mí como «el gilipollas del chaleco». En ese contexto, hasta la palabra «gilipollas» sobraba. Es como si dices «el tío de las botas blancas», ahí ya va implícito el «gilipollas». O sea, vamos a ver, ¡un chaleco! ¿En qué estaría yo pensando? Ni siquiera era uno de esos que van a juego con un traje, sino un chaleco de currela, como del siglo XIX, con cien mil bolsillos para mis herramientas de trasquilar ovejas.
Quizá la mujer se refiriese a mí como «el Marica». No me molesta que me llamen así, pero tampoco es que lo considere el pilar sobre el que se sustenta mi existencia. Valorando todas mis opciones actuales, creo que prefiero «el Pequeñín». ¿Quién podría querer malgastar su tiempo fastidiando a una persona con ese apodo? Tan canijo. Tan intrascendente. Una motita de nada.
Salir a dar una vuelta
Estaba en un restaurante italiano en Melbourne escuchando a una mujer llamada Lesley que me hablaba sobre su asistenta, una inmigrante recién llegada a Australia que esa misma mañana había limpiado la cisterna del váter de su casa utilizando una carísima solución contra el acné:
—Y aparte le da miedo la aspiradora y no sabe leer ni escribir media palabra en inglés, pero por lo demás es estupenda.
Lesley trabaja para una empresa que actúa en países en vías de desarrollo ofreciendo formación a médicos para practicar operaciones de cataratas.
—Es una labor de lo más agradecida —dice mientras nos sirven los antipasti—. Es gente que está ciega desde hace años, y de repente, pam, vuelven a ver, es como un milagro.
Me empezó a hablar de un hombre al que habían operado en una