El ejército y las partidas carlistas en Valencia y Aragón (1833-1840). Antonio Caridad Salvador

El ejército y las partidas carlistas en Valencia y Aragón (1833-1840) - Antonio Caridad Salvador


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sus agujas en sentido inverso. Esas operaciones se vuelven aún más necesarias al hablar del carlismo, cuya longevidad ha hecho olvidar que el futuro nunca explica el pasado, que quienes vivían en 1833 ignoraban lo que sucedería en 1872 o 1936.

      Por elemental que suene, también tiene que recordarse aquí que en toda guerra se enfrentan dos bandos y que por lo tanto ambos deben ser considerados para rendir cuentas de su lucha. Si, como sabemos, el ideario absolutista se reformuló contra el liberal, la contrarrevolución se movilizó porque la revolución se puso en marcha y los carlistas declararon la guerra a los isabelinos o cristinos. Al hacerlo, perseguían objetivos mucho más importantes para ellos que sentar en el trono al hermano de Fernando VII, el infante don Carlos, en lugar de a su hija, la reina Isabel. Todo el mundo sabía en Europa que estos pleitos de familia quedaban en último plano y que en aquel largo y muy destructivo conflicto se dirimía nada menos que el final del Antiguo Régimen y la monarquía absoluta y su recambio por el orden social y económico burgués y el régimen representativo. Adóptense otros términos si estos se juzgan esquemáticos o caducos, pero no se dude que estamos ante un episodio de máxima densidad histórica.

      Una vez que se declara una guerra, y más si es civil, la lógica propia del enfrentamiento armado se impone a la de las querellas que lo han hecho estallar. Aunque la situación política de las retaguardias continúe como un asunto de primer orden, pronto se le equiparan otros factores estratégicos. Las armas, las provisiones, el vestido y el dinero con que comprar lo que se conocía como munición de boca y guerra; la recluta de tropas, su adiestramiento y su organización; el desplazamiento de las unidades, grandes o pequeñas, sus movimientos de combate y la reparación de sus daños... todas estas cosas se convierten en las preocupaciones principales de comandantes militares y dirigentes civiles. Antonio Caridad ha interiorizado las que a buen seguro acuciaron a los jefes de partida carlistas del teatro bélico del Centro durante la guerra civil de los siete años, y al hacerlo nos ha brindado una historia militar del primer carlismo en lo que ya entonces se llamó, no muy correctamente, el área del Maestrazgo.

      En contraste con su enorme trascendencia para la historia contemporánea española, y aun continental, no puede decirse que la guerra civil de 1833-1840 fuera un conflicto brillante desde el punto de vista militar. Apenas hubo un puñado de batallas dignas de ese nombre, casi todas en el teatro del Norte, y no se produjo más innovación técnica reseñable que algunos diseños de estrategia contra las guerrillas. Estas proporcionaron su primera forma de encuadramiento al carlismo armado, y aunque fueran dando paso –en una evolución que Caridad pauta con esmero– a algo parecido a ejércitos en los distintos teatros, dejaron una impronta indeleble en las tácticas y la organización de las huestes absolutistas. Al fin y al cabo, y como Baroja apostilló al final del fragmento antes citado, “ser guerrillero y pelear y matar está bien; ser militar para andar probando ranchos y acompañando procesiones es cosa ridícula”.

      En tanto que contienda sobre todo de guerrillas, la guerra de Cabrera en Levante se resumió en una larga serie de sorpresas y celadas, marchas, contramarchas y persecuciones, ninguna de ellas decisiva. Fue una guerra de alpargata, como la de Cataluña –tan parecida– en los mismos años y la del teatro del Norte en su primera fase. Tan solo en La Mancha se libró una guerra con caballería, como algunas americanas. A pie o a caballo, cuando se adopta el estilo de combate guerrillero, en que el éxito se cifra más en permanecer y desgastar al enemigo que en derrotarlo en el campo de batalla, la intendencia pasa a primerísimo lugar. El principal cuidado de los guerrilleros consiste en asegurarse la subsistencia, para la que dependen de la población de la zona donde actúan. Hace entonces su aparición la guerra total, de efectos indiscriminados y particular crueldad.

      Entre la población civil y las partidas se establece un lazo necesario que ya detectaron los primeros estudiosos de la guerra no académica. Sin embargo, no nos apresuremos a calificar esa relación de simbiosis para mutuo beneficio: en vez de simbiontes de los campesinos, los guerrilleros fueron a menudo sus parásitos. Desde luego, todas las estrategias antiguerrilleras exitosas de los últimos dos siglos han puesto en duda que la población civil colaborase por gusto con las guerrillas y han intentado ganársela alternando la severidad y la clemencia. Así, el progresivo confinamiento social y territorial de las guerrillas las llevará a intensificar la exacción en las áreas que dominen, cuyo apoyo acabarán por enajenarse.

      Uno de los mayores méritos de esta obra de Antonio Caridad reside en que aporta una gran cantidad de elementos de juicio sobre esa guerra irregular, en un debate que, por supuesto, no se zanjará de una sola vez ni con idéntico dictamen para todos los casos. Para resolverlo, habrá que superar el nivel táctico y moverse también en el estratégico, así como insertar a los guerrilleros decimonónicos de estas páginas y a otros posteriores en redes amplias, nacionales y ante todo internacionales. Nuestro autor desliza algunas observaciones en este sentido, por lo que uno desearía leer pronto nuevos ensayos suyos que las desarrollen, pero cada cual diseña su agenda de trabajo. De momento, aprovechemos el abundante caudal de información que aquí se nos ofrece y que procede de años de esmero y pasión por la historia.

      MANUEL SANTIRSO

      Bellaterra, 23 de marzo de 2012

      INTRODUCCIÓN

      Este libro trata sobre las fuerzas rebeldes que combatieron en Valencia y Aragón durante la primera guerra carlista. Dicha contienda comenzó en octubre de 1833, a la muerte de Fernando VII, un rey que había pasado gran parte de su reinado defendiendo la monarquía absoluta y combatiendo el liberalismo. Cuando el monarca falleció estalló un conflicto que, aunque en teoría era meramente sucesorio, en la práctica se convirtió en una guerra entre dos concepciones muy diferentes de la sociedad. Por una parte se encontraba la reina viuda, María Cristina de Borbón, que para defender los derechos de su hija Isabel tuvo que orientarse hacia el liberalismo, convirtiendo así a España en una monarquía parlamentaria. En su contra se situaba Carlos María Isidro, que como hermano del rey difunto reclamaba su derecho al trono, por delante de las mujeres y en defensa del orden tradicional. El conflicto, que terminó en julio de 1840, constituye la guerra civil más larga que ha padecido nuestro país. Pero además supuso el triunfo de la revolución liberal y del nuevo régimen burgués, frente a aquellos grupos que deseaban mantener la monarquía absoluta, con el orden social que llevaba aparejado.1

      Pese a su gran importancia, la primera contienda carlista no ha recibido la atención que se merece, ya que fue promovida por un movimiento político que acabó fracasando y que ha influido más bien poco en nuestra forma de gobierno actual. Pero no podemos caer en el error de estudiar el pasado solamente en función del presente, ya que si hiciéramos eso acabaríamos llegando a la conclusión de que las cosas sólo pudieron suceder como lo hicieron. Al mismo tiempo, el carlismo nos puede mostrar una faceta del pasado menos conocida y más difícil de entender por nuestra forma de pensar actual, que ha sido mucho más influida por otras ideologías.

      Una forma de acercarnos a este movimiento es analizando su aspecto militar, pues el recurso a las armas fue uno de los rasgos más característicos del carlismo decimonónico. Y si bien hubo varios conflictos carlistas, el más importante fue el primero, en parte por su larga duración, que superó con creces a los otros. Pero también porque fue la mayor demostración militar del tradicionalismo y porque fue el que tuvo mayor repercusión internacional.

      Durante la primera guerra carlista hubo tres grandes focos rebeldes (el vasco-navarro, el catalán y el valenciano-aragonés), de los que este último ha sido el menos estudiado. Por ello se hace necesaria una obra como esta, que analice el funcionamiento de las fuerzas absolutistas en Valencia y Aragón, a fin de comprender mejor cómo pudieron mantenerse activas durante tanto tiempo. Esto es especialmente llamativo si tenemos en cuenta que los carlistas empezaron la guerra aislados de los otros focos rebeldes, sin ningún apoyo del ejército y en un territorio pobre y poco poblado. Frente a ellos tenían a un estado que controlaba la mayor parte del territorio nacional, con un ejército que le era totalmente fiel, con un importante apoyo de potencias extranjeras y con la posibilidad de mover fuerzas de unos frentes a otros, algo que los carlistas tenían muchas dificultades para hacer. Y si bien es cierto que los aspectos militares constituyen sólo una parte de la explicación, requieren también


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