El final de la modernidad judía. Enzo Traverso

El final de la modernidad judía - Enzo Traverso


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diciembre de 1917, León Trotsky, el nuevo ministro de Asuntos Exteriores soviético, viajó a Brest-Litovsk, donde se celebraban las negociaciones con el Imperio alemán de cara a firmar una paz por separado. De su delegación formaba parte un tal Karl Radek, un judío polaco súbdito del Imperio austro-húngaro perseguido en Alemania a causa de su propaganda derrotista. Desde el momento que se apearon del tren se dedicaron a repartir a los soldados enemigos panfletos en los que se llamaba a la revolución internacional. Los diplomáticos alemanes los observaban estupefactos.1 Cuando llegaron al poder los bolcheviques empezaron a hacer públicos los acuerdos secretos del zarismo con las potencias occidentales; su objetivo no era ser admitidos en el seno de la diplomacia internacional, sino más bien denunciarla. El estado de ánimo de los plenipotenciarios germanos ante sus homólogos soviéticos es hoy difícilmente comprensible; habría que imaginarse la llegada de una delegación de Al Qaeda a una cumbre del G 8. Los judíos eran en aquel tiempo identificados con el bolchevismo, es decir, con una conspiración mundial contra la civilización. Un conservador belicoso como Winston Churchill los consideraba «enemigos del género humano», representantes de una «barbarie animal». La civilización, escribía, «está en trance de desaparecer en vastos territorios, mientras los bolcheviques saltan y gesticulan como repugnantes babuinos en medio de ciudades en ruinas y de montones de cadáveres». Destruían todo a su paso, «como vampiros que chupan la sangre de sus víctimas». Arrebatado en su elocuencia, Churchill no dudaba en atribuir a Lenin rasgos judíos: ese «monstruo que se alza sobre una pirámide de cráneos» no es sino el líder de un «vil grupo de fanáticos cosmopolitas».2

      La oleada antisemita desencadenada por la Revolución rusa hizo mella asimismo en los diplomáticos occidentales. John Maynard Keynes, miembro de la delegación británica en la Conferencia de Versalles de 1919, describió de manera muy gráfica el desprecio manifestado por Lloyd George con respecto a Louis-Lucien Klotz, ministro de Finanzas del gobierno de Clemenceau, quien se mostró particularmente intransigente en la cuestión de las reparaciones alemanas. Klotz, escribió Keynes, era «un judío bajito, regordete y con un gran bigote, atildado, bien conservado, pero con una mirada indefinible y huidiza». En un acceso de ira súbita e incontrolable, Lloyd George «se inclinó hacia adelante y con gestos imitó a un judío abyecto que estuviera agarrando un saco lleno de dinero. Arqueaba sus ojos y lanzaba sus palabras con un violento desprecio. Muy presente en un medio como aquel, el antisemitismo era compartido por todos los presentes, que observaban a Klotz con una hostilidad evidente». Cuando el primer ministro británico, dirigiéndose a su homólogo francés, le conminó a poner fin al obstruccionismo de su ministro de Finanzas, quien con su intransigencia parecía que iba a hacerse cómplice de la propagación del bolchevismo en Europa, al lado de Lenin y de Trotsky, «todos en la sala empezaron a sonreír maliciosamente y a murmurar: «Klotzky».3

      Demos ahora un salto de medio siglo. El 27 de enero de 1973, también en París, los representantes de Estados Unidos y de la República Democrática de Vietnam firmaban unos acuerdos de paz en el curso de otra célebre conferencia. El plenipotenciario norteamericano se llamaba Henry Kissinger, un judío alemán emigrado en 1938, a los quince años, huyendo de las persecuciones nazis. Sin embargo, en esta conferencia los papeles se habían trocado: Kissinger no representaba la revolución sino, más bien, la contrarrevolución. Fue él quien llegado al Departamento de Estado bajo la presidencia de Nixon, dirigió la escalada militar en Vietnam y Camboya. En el mundo entero los manifestantes lo identificaban con los bombardeos con napalm. Pocos meses después de la Conferencia de París daba luz verde al golpe del general Pinochet en Chile. El premio Nobel de la Paz podía presumir de haber organizado, a su paso por el Departamento de Estado, un buen puñado de guerras, algunas sin duda horrorosamente mortíferas, de Bangladesh a Vietnam, de Timor Oriental a Oriente Próximo, así como diversos golpes de estado, como los de Chile o Argentina.4 El odio que suscitaba, en ocasiones profundo, no tenía nada que ver con el antisemitismo, sino más bien con el rechazo a aquello que por entonces se llamaba el imperialismo.

      El imperialismo, en efecto, era para Kissinger una especie de vocación. Desde sus estudios en Harvard se identificaba con Metternich, el arquitecto de la Restauración en el Congreso de Viena de 1814, y sobre todo con Bismarck, el artífice de la unidad alemana, un hombre político que concebía las relaciones internacionales no según principios abstractos, sino en términos de relaciones de fuerza y de Realpolitik. A semejanza de Bismarck, quien consiguió imponer en 1871 la hegemonía prusiana en el Viejo Mundo haciendo bascular los equilibrios del concierto europeo, Kissinger se veía como el estratega de la hegemonía americana en el mundo de la guerra fría. Consciente de que el poderío hacía necesaria la «contención» (self-restraint), Bismarck había sido un «revolucionario blanco», es decir, un contrarrevolucionario, capaz de poner en cuestión el orden internacional revistiéndose de «un hábito conservador». 5 Siguiendo los pasos de Bismarck, Kissinger quería encarnar, por su parte, la Machtpolitik de la segunda mitad del siglo XX.

      Trotsky y Kissinger: los arquetipos del judío revolucionario y del judío imperialista. Claro está que se podría relativizar tanto uno como otro ejemplo. En el siglo XIX había aparecido ya una diplomacia judía conservadora, especialmente en Gran Bretaña y también en la Francia de la Tercera República, en la que la Alianza Israelita Universal ejercía influencia. Por otra parte, los revolucionarios judíos eran todavía muy numerosos en las décadas de 1960 y 1970, particularmente en Francia. Pero el hecho cierto es que Trotsky y Kissinger encarnan, más allá de la distancia cronológica que los separa, dos paradigmas antinómicos de la judeidad. El primero dejó su impronta en los años de entreguerras, el segundo en los años de la guerra fría. Este libro se propone estudiar esta mutación, sus raíces, sus formas y sus resultados.

      Hoy en día el eje del mundo judío se ha desplazado de Europa a Estados Unidos e Israel. El antisemitismo ha dejado de modelar las culturas nacionales, cediendo su lugar a la islamofobia, la forma dominante del racismo en estos comienzos del siglo XXI, o a una nueva judeofobia engendrada por el conflicto palestino-israelí. Transformada en «religión civil» de nuestras democracias liberales, la memoria del Holocausto ha hecho del antiguo pueblo paria una minoría protegida, heredera de una historia en relación a la cual el Occidente democrático calibra sus virtudes morales. Paralelamente, los rasgos distintivos de la diáspora judía –movilidad, carácter urbano, textualidad, extraterritorialidad– se han extendido al mundo globalizado, contribuyendo así a normalizar a la minoría que los encarnó en el pasado. Es Israel, en cambio, el que ha reinventado la «cuestión judía», a contracorriente de la propia historia judía, bajo una forma estatal y nacional.

      La modernidad judía, por consiguiente, ha agotado su trayectoria. Después de haber sido el principal foco del pensamiento crítico del mundo occidental –en la época en que Europa era el centro de éste–, los judíos se encuentran hoy, por una suerte de reversión paradójica, en el corazón de sus dispositivos de dominación. Los intelectuales han sido llamados al orden. Si la primera mitad del siglo XX fue la época de Franz Kafka, Sigmund Freud, Walter Benjamin, Rosa Luxemburg y León Trotsky, la segunda lo ha sido más bien de Raymond Aron, Leo Strauss, Henry Kissinger y Ariel Sharon. Ciertamente, podríamos trazar otras trayectorias, recordando, en los ámbitos más diversos, a Claude Lévi-Strauss y Eric Hobsbawm, a Emmanuel Lévinas y Jacques Derrida, a Noam Chomsky y Judith Butler, señalando que el pensamiento crítico sigue siendo una tradición judía viva, y que ha sido capaz de renovarse. Esto es indiscutible (y reconfortante) pero no basta para modificar la tendencia general. La metamorfosis a la que me refiero no se hizo sin conflictos y resistencias, conflictos y resistencias que se prolongan en la actualidad, en el seno de un mundo judío que no tiene nada de monolítico, que es, por el contrario, muy heterogéneo y complejo. Los judíos que votan a la izquierda, por ejemplo, siguen siendo numerosos, tanto en Europa como en Estados Unidos, pero esta opción –que responde a menudo a una tradición, a una cultura heredada– no está sobredeterminada por la posición particular que ocupan en el contexto social y político. Por el contrario, cuando votan no como simples electores norteamericanos, franceses o italianos, sino ante todo en tanto que judíos, entonces sus preferencias se van del lado de las fuerzas de derecha. Es en este sentido en el que el presente libro se interroga sobre un giro conservador. Su objetivo no es condenar ni absolver, sino trazar el balance de una experiencia acabada.

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