El final de la modernidad judía. Enzo Traverso
del helenismo de Droysen, del Renacimiento de Burckhardt o de la Ilustración de Cassirer.
Según el historiador Dan Diner la modernidad judía cubre dos siglos, de 1750 a 1950, entre el comienzo de la Emancipación (el debate sobre la «mejora» y la «regeneración» de los judíos) y la época post-genocidio.1 El decreto aprobado por la Asamblea Nacional francesa en septiembre de 1791, preparado por los reformadores de las Luces, dio inicio a un proceso que a lo largo de todo el siglo XIX transformaría a los judíos, en toda Europa, en ciudadanos (con la excepción del Imperio zarista, donde habría que esperar hasta la revolución de 1917). El Holocausto, perpetrado durante la Segunda Guerra Mundial, rompió violentamente esta tendencia que parecía irreversible. Luego, el nacimiento del Estado de Israel reconfiguró la estructura del mundo judío. Una mutación se había esbozado ya en el tránsito del siglo XIX al XX, con la gran oleada migratoria transatlántica de los judíos de Europa central y oriental; el nazismo la acentuó, provocando el exilio de los judíos de lengua alemana (algunos historiadores lo han interpretado como una gigantesca transferencia cultural y científica de una orilla a otra el océano);2 y en fin, tras la guerra, el éxodo de los supervivientes de los campos de exterminio consumó la inflexión. El eje del mundo judío se había desplazado así –en el plano demográfico, cultural y político– de Europa a Estados Unidos e Israel. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial vivían en Europa casi diez millones de judíos; a mediados de la década de 1990 quedaban menos de dos millones.3 Después de la guerra la judería prácticamente dejó de existir en Polonia, Ucrania, Lituania, Alemania y Austria, países que habían sido sus focos principales. Además, entre 1948 y 1996 casi un millón y medio de judíos abandonaron el Viejo Mundo para instalarse en Israel,4 país al que afluyeron también masivamente (en proporciones equivalentes) judíos del Magreb y del Próximo Oriente, así como posteriormente judíos rusos. Si el final de la guerra fría no marcó una ruptura comparable a la de los años 1945-1950 es porque los decenios posteriores a la caída del Tercer Reich fueron la época de disolución de la «cuestión judía» en Europa. El nacimiento de Israel, en contrapartida, dio lugar a una «cuestión palestina». Europa ha tomado consciencia de la riqueza de un continente aniquilado que se situaba en el corazón mismo de su historia y su cultura. Trata de salvar su legado, pero el redescubrimiento de su pasado judío se entrecruza inevitablemente con el presente del conflicto palestino-israelí. La Emancipación por un lado, el Holocausto y el nacimiento de Israel por el otro, he aquí los confines históricos que encuadran la modernidad judía. Después de haber sido cuna de esta modernidad judía, Europa se convirtió en su tumba. Y en heredera de su legado.
La Emancipación comportó la salida del gueto bajo una doble presión: la «asimilación en el exterior, el hundimiento en el interior».5 Sin duda los judíos habían desempeñado un papel en absoluto menor desde la Edad Media, tanto en la economía como en la cultura, y fueron un vector importante de transmisión de saberes, en el campo de la filosofía y la medicina, por ejemplo. Pero la Emancipación secularizó el mundo judío, rompiendo los muros que protegían su particularismo. Al otorgarles estatuto de ciudadanos, obligó a los judíos a repensar su relación con el mundo circundante.6 Las leyes emancipadoras llevaron a efecto las reformas preconizadas por las Luces desde el siglo XVIII, poniendo fin así a una temporalidad del recuerdo fijada por la liturgia y de esta suerte situaron a los judíos en una temporalidad nueva, cronológica y acumulativa, que es la de la historia. Progresivamente la judeidad se desprendió del judaísmo hasta encarnarse en una figura nueva, la del «judío sin dios» (gottloser Jude) o judío laico, como se autodefinía Freud.7 Emancipados, pasaban a ser miembros de una entidad política que trascendía las fronteras de la comunidad religiosa construida en torno a la sinagoga; dejaron de ser un elemento exterior, estigmatizado o tolerado, perseguido o titular de determinados «privilegios», en el seno de la sociedad. Antes de este cambio de gran alcance los judíos llevaban una vida aparte, incluso teniendo en cuenta que la privación de derechos políticos era algo general en aquella época (su situación, ciertamente, era mejor que la de los campesinos sometidos a la servidumbre). El acceso a la ciudadanía puso en cuestión la estructura misma de su vida comunitaria. Con posterioridad a este gran cambio, la marginalidad de los judíos se debería más a la actitud del mundo circundante que a su voluntad de preservar una vida separada. El antisemitismo moderno –el término apareció en Alemania a principios de la década de 1880– marcó la secularización del viejo prejuicio religioso y acompaña toda la trayectoria de la modernidad judía, como un horizonte insuperable, a veces interiorizado, que pone límites a la disolución de las comunidades judías tradicionales. Aquí se encuentra la fuente de esa combinación de particularismo y cosmopolitismo que es característica de la modernidad judía.8
Durante el «largo» siglo XIX los judíos de Europa occidental se integraron en las sociedades nacionales en las que vivían, al precio de sus derechos colectivos y comunitarios (según la célebre fórmula de Clermont-Tonnerre, el Estado debía «negarles todo a los judíos como Nación» y en cambio «darles todo a los judíos como individuos»).9 Se inició entonces un proceso de confesionalización que relegó la judeidad a la esfera privada, al tiempo que surgía el mito de los judíos como «Estado dentro del Estado».10 Pasaron a ser israelitas o ciudadanos «de confesión mosaica» (jüdischen Glaubens). Con su asimilación a las culturas nacionales, la judeidad se transformó en una especie de sustrato moral, en un «espíritu» cuya armoniosa afinidad con las diferentes patrias europeas –el Reich alemán, el Imperio austro-húngaro, la República Francesa o la monarquía italiana– era celebrada por los rabinos, los eruditos y los notables. En cambio, en la Europa oriental el antisemitismo se alzó como un obstáculo a la Emancipación. Aquí la Ilustración judía (Haskalah) apareció con medio siglo de retraso con respecto a Berlín, Viena o París, y asumió una forma nacional; la secularización y la modernización dieron origen a una nación judía cuyos pilares eran la lengua y la cultura yiddish.11 Se trataba de una comunidad extraterritorial, como la ha definido el historiador Simon Doubnov, que vivía mezclada con otros, cuya lengua compartía (fuera el ruso o el polaco) y sumaba al yiddish, aunque sin compartir, por descontado, la identidad nacional.12 Tendencialmente los judíos formaban una comunidad aparte, reconocible y distinta de las otras, aun si su vida ya no giraba (o no lo hacía exclusivamente) en torno a la religión.
Los imperios multinacionales del siglo XIX –en los que el Antiguo Régimen se prolongaba en medio de sociedades en vías de modernización–13 constituían un terreno propicio a la integración social y política de las minorías. Los rasgos específicos de la diáspora judía –textualidad, carácter urbano, movilidad, extraterritorialidad– se adaptaban mejor a ellos (pese al antisemitismo de la Rusia zarista) que a los Estados-nación.14 Los imperios eran mucho más heterogéneos en el aspecto étnico, cultural, lingüístico y religioso que los Estados-nación y toleraban (o favorecían) la presencia de minorías diaspóricas. La legitimidad dinástica permitía perpetuar el viejo principio de la «Alianza con la Corona»: la sumisión de los judíos a un poder protector que garantizaba la libertad de comercio y de culto,15 una tradición antigua que finalmente sería cuestionada con el advenimiento del absolutismo y posteriormente de los Estados-nación, ya en el siglo XIX. La nación, por su parte, considerará a las minorías étnicas, lingüísticas o religiosas un obstáculo a superar mediante la puesta en práctica de políticas de asimilación o, en su caso, de exclusión.16 La idealización retrospectiva y nostálgica del Imperio austro-húngaro de la dinastía de los Habsburgo a la que se entrega Stefan Zweig en El mundo de ayer (1942) es, sin duda, la mejor ilustración literaria de este amor de los judíos europeos por las autocracias liberales anteriores a 1914.
La urbanización de Europa dio origen a grandes metrópolis en las que los judíos constituían minorías importantes. Los vínculos o las redes supraestatales que habían establecido desde hacía más de un siglo fueron uno de los vectores del proceso de integración económica del continente. Gracias a las leyes emancipadoras conocieron un auge considerable y los más poderosos de ellos fueron acogidos en el seno de las élites europeas. En Francia existía una alta burguesía de negocios ya desde la monarquía de Julio que se consolidaría bajo el Segundo Imperio, época en que los hermanos Pereire desempeñaron un