La Princesita. Frances Hodgson Burnett

La Princesita - Frances Hodgson Burnett


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acudir en ayuda de quien se viera en apuros o estuviera pasando momentos amargos.

      “Si Sara hubiera sido varón, y vivido unos cuantos siglos atrás —solía decir su padre—, habría recorrido los países blandiendo su espada en defensa de cuanto ser viviente se encontrara en dificultades. Cuando ve a alguien en desgracia, se siente impulsada a la acción”.

      Así, pues, la hija de Saint John, conmovió el corazón de Sara y siguió observándola durante el transcurso de la mañana. Advirtió que las lecciones no eran cosa fácil para ella. Su lección de francés fue lastimosa; tanto, que hasta el profesor Dufarge sonrió al oír su pronunciación. Lavinia, Jessie y otras alumnas se codeaban riendo y mirándola con desdén. A Sara, eso le dolía.

      —No es gracioso, en realidad —dijo entre dientes, inclinándose sobre su libro—. No deberían reírse.

      Al terminar la clase, las alumnas se reunieron en grupitos para charlar; Sara buscó a la señorita Saint John, la halló hecha un ovillo y desconsolada en un rincón, se acercó a ella y le habló. Las palabras eran las que cualquier chicuela le habría dicho a otra al proponerse hacerse amiga. Pero en Sara había ese algo particularmente delicado y afectuoso, que todos advertían desde el primer momento.

      —¿Cómo te llamas? —dijo Sara.

      La pequeña se asombró al escuchar esas simples palabras. Una alumna nueva es siempre motivo de expectación y ésta

      en particular. La noche anterior, todo el colegio había tejido comentarios sobre ella, hasta que el sueño las venció, exhaustas por la curiosidad y las versiones contradictorias: una compañera con un coche, doncella particular, un poni, y un viaje desde la India, no era algo que sucediera todos los días.

      —Me llamó Ermengarda Saint John —contestó cohibida.

      —¡Tu nombre es muy bonito! ¡Parece de cuentos! Yo me llamo Sara Crewe.

      —¿Te gusta mi nombre? —dijo Ermengarda, halagada—. A mí... a mí me agrada el tuyo.

      El mayor problema en la vida de Ermengarda era que su padre era un hombre muy inteligente. Hablaba siete u ocho idiomas, tenía una enorme biblioteca y parecía que había leído todos esos libros y que no podía comprender cómo una hija suya era tan torpe, que jamás sobresalía en nada. “Hay que obligarla a aprender”. Había dicho a la señorita Minchin.

      —¡Santo cielo! —había exclamado su padre más de una vez mirándola sin consuelo—. Hay veces en que pienso que es tan tonta como su tía Elisa.

      La tía Elisa había sido dura de entendimiento y olvidaba las cosas tan pronto las había aprendido. Ermengarda era de una semejanza sorprendente. Era la peor alumna de la escuela, y nadie podía negarlo.

      Ermengarda se pasaba la mayor parte de sus días afligida y bañada en lágrimas. Estudiaba las lecciones y las olvidaba, o si podía repetirlas, no las comprendía. Era natural pues, que al trabar conocimiento con Sara se quedara mirándola confusa, presa de profunda admiración.

      —¡Tú eres tan inteligente! Tú puedes hablar en francés, ¿verdad? —preguntó con tono de respeto Ermengarda.

      Sara, mirando por el amplio ventanal, se sentó con las piernas recogidas y puso los brazos rodeando las rodillas, le dijo que a menudo la gente decía eso, pero que ella se preguntaba si sería cierto.

      —Puedo hablar francés porque lo he oído toda mi vida —contestó—. Tú también podrías, si siempre te hubiesen hablado en ese idioma.

      —¡Oh, no! ¡No podría! —dijo Ermengarda—. ¡Jamás podría! —¿Por qué? —preguntó Sara con curiosidad.

      Ermengarda sacudió la cabeza tan enérgicamente, que su trenza se movió de lado a lado.

      —Me acabas de escuchar en la clase —declaró—. Soy siempre así. No puedo decir las palabras. ¡Son tan raras!

      Y entonces, viendo la expresión de desencanto en la cara de su compañera, Sara se echó a reír y cambió de tema. —¿Te gustaría conocer a Emilia? —preguntó. —¿Quién es Emilia?

      —Sube a mi dormitorio y lo sabrás —dijo Sara, tomándola de la mano. Juntas corrieron escaleras arriba.

      —¿Es verdad? —murmuró Ermengarda cuando cruzaban el vestíbulo—. ¿Es verdad que tienes un cuarto para jugar tú sola?

      —Sí —respondió Sara—. Papá le pidió a la señorita Minchin que me lo permitiera, porque... bien, porque cuando juego, invento historias y me las cuento a mí misma, y no me agrada que la gente me escuche. Si me doy cuenta de que hay personas que escuchan, no me salen bien.

      Y posando su mano en el brazo de su amiguita, en señal de cautela, murmuró en voz baja:

      —Acerquémonos despacito a la puerta... y entonces abriré de repente. Quizá logremos sorprenderla.

      Su sonrisa misteriosa y un dejo divertido en su voz, intrigó a Ermengarda, que no entendía a quién iban a sorprender y por qué. Pero fuera lo que fuera, estaba segura de que sería algo interesante, y la siguió hasta la puerta en puntas de pie. Entonces Sara empujó bruscamente la puerta y la abrió de par en par. Se vio el salón ordenado y tranquilo, con un hermoso fuego ardiendo en la estufa, y al lado, una maravillosa muñeca sentada en una silla que parecía estar leyendo un libro.

      —¡Oh! ¡Se ha vuelto a sentar antes de que pudiéramos sorprenderla! —exclamó Sara—. Tú sabes que siempre hace lo mismo: es rápida como el relámpago.

      Ermengarda miraba a Sara y a la muñeca.

      —¿Es que... puede andar? —preguntó sin aliento.

      —Sí —repuso Sara—. Al menos, así lo creo. Es decir, yo imagino que creo que puede. Y eso vuelve las cosas como si fueran ciertas. ¿Tú nunca inventas cosas?

      —No —dijo Ermengarda—. Nunca. Yo... Sigue contándome.

      Tan hechizada estaba por esta singular nueva amiga, que se quedó contemplando a Sara en vez de contemplar a Emilia, por más que ésta fuera la muñeca más linda que nunca había visto.

      —Sentémonos —dijo Sara—, y te contaré. Imaginar es algo tan fácil que cuando comienzas cuesta detenerse. Sólo es cuestión de empezar. ¡Es maravilloso! Emilia, escucha tú también. Ésta es Ermengarda Saint John. Ermengarda, ésta es Emilia. ¿Te agradaría tenerla en brazos?

      —¡Oh! ¿Me permites? —dijo Ermengarda—. ¿De veras? ¡Qué linda es! —y tomó a Emilia en sus brazos.

      Ermengarda estaba encantada. Nunca había soñado con un momento tan delicioso durante su breve vida exenta de encantos.

      Sara, sentada hecha un ovillo sobre la alfombra delante del fuego, comenzó a contarle historias increíbles de un mundo desconocido para ella. Relatos de su viaje, descripciones de la India, etc. Pero mucho más interesantes aún fueron las fantasías acerca de las muñecas que caminan y hablan y pueden hacer cualquier cosa que quieran, siempre que los humanos no se hallen presente porque les gusta mantener sus poderes en secreto y cuando escuchan que alguien se acerca, corren a sus lugares y se quedan muy quietas.

      —¡Es algo mágico! —dijo Sara muy en serio.

      Cuando Sara relataba la aventura de la búsqueda de Emilia, Ermengarda, vio que se alteraba su rostro. Algo como una nube veló la luz brillante de los ojos. Se quebró su voz tan repentinamente que produjo un sonido como un sollozo, luego cerró la boca y apretó los labios.

      A Ermengarda se le ocurrió que de haber sido otra niña, se habría echado a llorar.

      Pero no lo hizo.

      —¿Te... te duele algo? —se aventuró a decir. Después de una larga pausa, Sara contestó:

      —Sí. Pero no el cuerpo. —Luego añadió


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