La Princesita. Frances Hodgson Burnett

La Princesita - Frances Hodgson Burnett


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que estaba escuchando —observó irritada—. ¿Por qué no habría de hacerlo?

      Lavinia sacudió su cabeza con un movimiento de elegante desprecio.

      —Pues —protestó—, yo no sé si a tu mamá le agradaría oírte contar cuentos a las criadas, pero sí sé que la mía se opondría decididamente.

      —¡Mi mamá!... —exclamó Sara para sí, a media voz—. No creo que me riñera por tal cosa; ella sabe que las historias son propiedad de todo el mundo.

      —Yo creía —replicó Lavinia, mordaz— que tu mamá había muerto. ¿Cómo puede entonces saber nada?

      —¿Tú crees que no sabe las cosas? —insinuó Sara con tono grave, como algunas veces solía hacerlo.

      —La mamá de Sara lo sabe todo —declaró de repente la pequeña Lottie—, y mi mamá también; aquí en el colegio Sara es mi madre, pero mi otra mamá lo sabe todo... ¡todo! Allá en el cielo las calles están pavimentadas con chapas de plata reluciente y hay campos enteros llenos de lirios blancos, que todo el mundo puede tomar. Me lo cuenta Sara cuando me voy a dormir.

      —Tú eres una mentirosa —reprobó Lavinia, volviéndose a Sara— inventando cuentos acerca del cielo.

      —Pues en la Biblia hay muchas historias aún más maravillosas —advirtió Sara—. Puedes leerla y ya lo verás. ¿Cómo sabes tú que son cuentos? Pero te diré —concluyó en un rapto de verdadero enojo—: tú en tu vida nunca lo sabrás si no enmiendas los malos modos que tienes. Ven conmigo, Lottie.

      Luego Sara se alejó, mirando en derredor suyo para ver si se encontraba con la pequeña sirvienta. Mas no la vio en ninguna parte.

      —¿Quién es esa chiquilla que enciende las chimeneas? —preguntó esa noche a Mariette, su doncella.

      —¡Ah! Por cierto que no me extraña su pregunta, Sarita.

      Resultó que era una pobrecilla poco menos que abandonada, que acababa de ser admitida como ayudante de cocina, aunque a decir verdad, sus tareas no se limitaban a eso. Debía limpiar las estufas y chimeneas, y llevar y traer los cestos de carbón, lustrar los zapatos, fregar pisos y ventanas y ejecutar las órdenes de todo el mundo. Tenía catorce años, pero su desnutrición le daba apariencia de tan sólo doce. La misma Mariette se compadecía de ella viéndola tan tímida que al hablarle se asustaba hasta no poder articular palabra.

      —¿Cómo se llama? —inquirió Sara, que, sentada a la mesa, el mentón en la mano, había escuchado la explicación de Mariette.

      —Su nombre es Becky. Abajo se oye gritar a cada momento: “¡Becky, haz esto...! ¡Becky, haz aquello!”.

      Sara se quedó largo rato contemplando el fuego que ardía en su habitación. Pensaba en Becky como en la heroína maltratada de una historia, recordaba sus ojos de hambre y deseaba volver a verla.

      Unas semanas después, en una tarde húmeda y nublada, al entrar Sara en su saloncito particular, se encontró frente a un cuadro verdaderamente triste. Vio a Becky acurrucada en su sillón preferido delante de la chimenea, con la nariz manchada de tizne y el cesto de carbón vacío muy cerca de ella. Dormía profundamente, se le veía fatigada; cansada, sin duda por el esfuerzo superior al que su desnutrido cuerpo podía soportar. La habían mandado a arreglar los dormitorios para la noche. Los dos aposentos de Sara los había dejado para el final. No eran iguales a las demás habitaciones de las niñas, que por regla general estaban amueblados de modo muy sencillo. Las internas comunes debían conformarse con lo estrictamente necesario. Así, el saloncito confortable de Sara se le figuraba a Becky un palacio lleno de objetos curiosos cuyo origen desconocía. Se alegraba cuando entraba en esas habitaciones y siempre abrigaba la esperanza de poder sentarse por un par de minutos en aquel sillón tan blando, poder curiosear alrededor y pensar en la maravillosa buena suerte de la niña que era dueña de semejantes cosas.

      Esa tarde, se sentó en el sillón, la sensación de alivio que experimentaron sus piernas adoloridas había sido tan deliciosa que calmó y reconfortó todo su cuerpo. El cálido resplandor del fuego la había invadido como un encantamiento y, por fin, mirando y mirando los leños ardientes, una sonrisa fue insinuándose en su cara tiznada; empezó a cabecear, se cerraron sus pesados párpados y se quedó dormida.

      No habrían pasado más de diez minutos cuando entró Sara, pero aquel sueño era tan pesado como el de la Bella Durmiente. Mas, ¡ay, pobre Becky!, su desgarbada y agotada figura estaba lejos de parecerse a la Bella Durmiente.

      —¡Oh! —se dijo Sara al verla—. ¡Pobre criatura!

      No se incomodó al hallar su sillón preferido ocupado por aquella figurita sucia. Al contrario, se alegró de encontrarla allí, pues cuando se despertara, podría conversar con ella. Se deslizó a su lado con cautela y se quedó de pie, mirándola. No quería despertarla. Sabía que la señorita Minchin se enojaría mucho si la descubría, y temía por ella, pero la encontraba tan cansada que le daba pena.

      —Desearía que se despertara sola —se dijo Sara—; pero está tan cansada... y duerme tan profundamente...

      Un trozo de carbón encendido resolvió su dilema al desprenderse de otro más grande y caer sobre la rejilla chisporroteando. Becky abrió los ojos, sobresaltada, con una expresión de temor.

      De un salto se incorporó y echó mano de su gorro. Lo sintió caído sobre una oreja y, azorada y temblando, trató de enderezarlo. “¡Oh!, buen castigo me ha de costar la imprudencia que acabo de cometer —pensaba—. Dormirme sin reparo alguno en el sillón de aquella señorita. Me echarán sin pagarme un penique”. De su

      garganta brotó un hondo sollozo.

      —¡Oh, señorita! —balbuceó—. ¡Le pido perdón!

      —No temas —la tranquilizó, como si se dirigiera a una niña pequeña—. No fue tu culpa, estabas tan cansada... No tiene importancia.

      Becky, acostumbrada a recibir reprimendas, no salía de su asombro por la forma tan amable en que Sara le hablaba.

      —¿No está enojada conmigo, señorita? ¿No se lo va a contar a la señorita Minchin?

      —¡No! —exclamó Sara—. ¡Claro que no! ¿Acabaste con tu trabajo? —preguntó enseguida—. ¿Te animas a quedarte conmigo un par de minutos?

      El susto que se pintaba en el rostro de Becky, despertaba compasión.

      —¿Con usted, señorita? ¿Yo? ¿Aquí?

      Sara corrió a la puerta, la abrió y miró al pasillo, escuchando. —No hay nadie —explicó—. Si terminaste de arreglar los dormitorios, creo que podrías estar aquí un ratito. Pensaba, que, quizá, te gustaría comer un pedazo de pastel.

      Los diez minutos siguientes, Becky los vivió en una especie de delirio. Sara abrió un armario y le dio un buen pedazo de pastel, viendo con regocijo cómo la pobre niña hambrienta lo devoró con deleite. Mientras le hablaba, Sara hacía preguntas y se reía. Los temores de Becky se evaporaron y hasta llegó a hacer ella misma unas cuantas preguntas.

      —Este vestido... —dijo Becky, mirando al que Sara tenía puesto—, es uno de los más bonitos.

      —Es uno de los que tengo para las lecciones de baile —respondió Sara—; a mí me gusta mucho... ¿y a ti?

      Por unos minutos, Becky no acertó a dar una respuesta; luego declaró con un tono entre asombrado y respetuoso:

      —Es como si estuviera viendo una princesa. Una vez vi una. Yo estaba entre la multitud, frente a Covent Garden, mirando a la gente que entraba para ver la ópera. Y todos comentaban la presencia de una niña que se decía ser princesa. Saltaba a la vista que era de verdad; era una señorita, vestida de rosa y adornada con flores. No pude menos que acordarme de ella en cuanto la vi a usted... tan preciosa, que se parece a ella.

      —Muchas


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