Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra
o el castigo de lo que hurtase quería que fuese solo suyo.
Procuraron los gitanos disuadirle deste propósito, diciéndole que le podrían suceder ocasiones donde fuese necesaria la compañía, así para acometer como para defenderse, y que una persona sola no podía hacer grandes presas.
Pero, por más que dijeron, Andrés quiso ser ladrón solo y señero, con intención de apartarse de la cuadrilla y comprar por su dinero alguna cosa que pudiese decir que la había hurtado, y deste modo cargar lo menos que pudiese sobre su conciencia.
Usando, pues, de esta industria, en menos de un mes trujo más provecho a la compañía que trujeron cuatro de los más estirados ladrones della, de que no poco se holgaba Preciosa viendo a su tierno amante tan lindo y tan despejado ladrón; pero con todo eso estaba temerosa de alguna desgracia, que no quisiera ella verle en afrenta por todo el tesoro de Venecia, obligada a tenerle aquella buena voluntad por los muchos servicios y regalos que su Andrés le hacía.
Poco más de un mes se estuvieron en los términos de Toledo, donde hicieron su agosto, aunque era por el mes de setiembre, y desde allí se entraron en Extremadura, por ser tierra rica y caliente.
Pasaba Andrés con Preciosa honestos, discretos y enamorados coloquios, y ella poco a poco se iba enamorando de la discreción y buen trato de su amante, y él, del mismo modo, si pudiera crecer su amor, fuera creciendo: tal era la honestidad, discreción y belleza de su Preciosa. Adoquiera que llegaban, él se llevaba el precio y las apuestas de corredor y de saltar más que ninguno; jugaba a los bolos y a la pelota extremadamente; tiraba la barra con mucha fuerza y singular destreza. Finalmente, en poco tiempo voló su fama por toda Extremadura, y no había lugar donde no se hablase de la gallarda disposición del gitano Andrés Caballero y de sus gracias y habilidades, y al par de esta fama corría la de la hermosura de la gitanilla, y no había villa, lugar ni aldea donde no los llamasen para regocijar las fiestas votivas suyas o para otros particulares regocijos. Desta manera iba el aduar rico, próspero y contento, y los amantes gozosos con solo mirarse.
Sucedió, pues, que teniendo el aduar entre unas encinas, algo apartado del camino real, oyeron una noche, casi a la mitad della, ladrar sus perros con mucho ahínco y más de lo que acostumbraban. Salieron algunos gitanos, y con ellos Andrés, a ver a quién ladraban, y vieron que se defendía dellos un hombre vestido de blanco, a quien tenían dos perros asido de una pierna; llegaron y quitáronle, y uno de los gitanos le dijo:
—¿Quién diablos os trujo por aquí, hombre, a tales horas y tan fuera de camino? ¿Venís a hurtar por ventura? Porque en verdad que habéis llegado a buen puerto.
—No vengo a hurtar —respondió el mordido—; no sé si vengo o no fuera de camino, aunque bien veo que vengo descaminado. Pero decidme, señores, ¿está por aquí alguna venta o lugar donde pueda recogerme esta noche, y curarme de las heridas que vuestros perros me han hecho?
—No hay lugar ni venta donde podamos encaminaros —respondió Andrés—; mas para curar vuestras heridas y alojaros esta noche no os faltará comodidad en nuestros ranchos. Veníos con nosotros; que aunque somos gitanos, no lo parecemos en la caridad.
—Dios la use con vosotros —respondió el hombre—, y llevadme donde quisiéredes, que el dolor de esta pierna me fatiga mucho.
Llegose a él Andrés y otro gitano caritativo (que aun entre los demonios hay unos peores que otros, y entre muchos malos hombres suele haber alguno bueno), y entre los dos le llevaron. Hacía la noche clara con la luna, de manera que pudieron ver que el hombre era mozo, de gentil rostro y talle. Venía vestido todo de lienzo blanco, y atravesada por las espaldas y ceñida a los pechos una como camisa o talega de lienzo. Llegaron a la barraca o toldo de Andrés, y con presteza encendieron lumbre y luz, y acudió luego la abuela de Preciosa a curar el herido, de quien ya le habían dado cuenta. Tomó algunos pelos de los perros, friolos en aceite, y lavando primero con vino dos mordeduras que tenía en la pierna izquierda, le puso los pelos con el aceite en ellas, y encima un poco de romero verde mascado: lióselo muy bien con paños limpios y santiguole las heridas, y díjole:
—Dormid, amigo, que con el ayuda de Dios no será nada.
En tanto que curaban al herido, estaba Preciosa delante, y estúvole mirando ahincadamente, y lo mismo hacía él a ella, de modo que Andrés echó de ver la atención con que el mozo la miraba; pero echolo a que la mucha hermosura de Preciosa se llevaba tras sí los ojos. En resolución, después de curado el mozo le dejaron solo sobre un lecho hecho de heno seco, y por entonces no quisieron preguntarle nada de su camino ni de otra cosa.
Apenas se apartaron dél cuando Preciosa llamó a Andrés aparte, y le dijo:
—¿Acuérdaste, Andrés, de un papel que se me cayó en tu casa cuando bailaba con mis compañeras, que según creo te dio un mal rato?
—Sí acuerdo —respondió Andrés—, y era un soneto en tu alabanza, y no malo.
—Pues has de saber, Andrés —replicó Preciosa—, que el que hizo aquel soneto es ese mozo mordido que dejamos en la choza; y en ninguna manera me engaño, porque me habló en Madrid dos o tres veces, y aun me dio un romance muy bueno. Allí andaba, a mi parecer, como paje; mas no de los ordinarios, sino de los favorecidos de algún príncipe; y en verdad te digo, Andrés, que el mozo es discreto, y bien razonado, y sobremanera, honesto, y no sé qué pueda imaginar desta su venida y en tal traje.
—¿Qué puedes imaginar, Preciosa? —respondió Andrés—. Ninguna otra cosa sino que la misma fuerza que a mí me ha hecho gitano le ha hecho a él parecer molinero, y venir a buscarte. ¡Ah, Preciosa, Preciosa, y cómo se va descubriendo que te quieres preciar de tener más de un rendido! Y si esto es así, acábame a mí primero, y luego matarás a ese otro, y no quieras sacrificarnos juntos en las aras de tu engaño, por no decir de tu belleza.
—¡Válame Dios —respondió Preciosa—, Andrés, y cuán delicado andas, y cuán de un sotil cabello tienes colgadas tus esperanzas y mi crédito, pues con tanta facilidad te ha penetrado el alma la dura espada de los celos! Dime, Andrés: si en esto hubiera artificio o engaño alguno, ¿no supiera yo callar y encubrir quién era este mozo? ¿Soy tan necia por ventura que te había de dar ocasión de poner en duda mi bondad y buen término? Calla, Andrés, por tu vida, y mañana procura sacar del pecho deste tu asombro adónde va o a lo que viene. Podría ser que estuviese engañada tu sospecha, como yo no lo estoy de que sea el que he dicho. Y para más satisfacción tuya, pues ya he llegado a término de satisfacerte, de cualquiera manera y con cualquiera intención que ese mozo venga, despídele luego y haz que se vaya; pues todos los de nuestra parcialidad te obedecen, y no habrá ninguno que contra tu voluntad le quiera dar acogida en su rancho; y cuando esto así no suceda, yo te doy mi palabra de no salir del mío, ni dejarme ver de sus ojos, ni de todos aquellos que tú quisieres que no me vean.
Y prosiguiendo adelante, dijo:
—Mira, Andrés, no me pesa a mí de verte celoso; pero pesarme ha mucho si te veo indiscreto.
—Como no me veas loco, Preciosa —respondió Andrés—, cualquiera otra demostración será poca o ninguna para dar a entender adónde llega y cuánto fatiga la amarga y dura presunción de los celos. Pero, con todo eso, yo haré lo que me mandas y sabré, si es que es posible, qué es lo que este señor paje poeta quiere, dónde va o qué es lo que busca; que podría ser que por algún hilo que sin cuidado muestre sacase yo todo el ovillo con que temo viene a enredarme.
—Nunca los celos, a lo que imagino —dijo Preciosa—, dejan el entendimiento libre para que pueda juzgar las cosas como ellas son: siempre miran los celosos con antojos de allende, que hacen las cosas pequeñas grandes; los enanos, gigantes, y las sospechas, verdades. Por vida tuya y por la mía, Andrés, que procedas en esto y en todo lo que tocare a nuestros conciertos cuerda y discretamente; que si así lo hicieres, sé que me has de conceder la palma de honesta y recatada, y de verdadera en todo extremo.
Con esto se despidió de Andrés, y él se quedó esperando el día para tomar la confesión al herido, llena de turbación el alma y de mil contrarias imaginaciones. No podía creer sino que aquel paje había venido allí atraído de la hermosura