Novelas ejemplares. Miguel de Cervantes Saavedra
¡Que me maten si no lo dice por los tres reales de a ocho que nos dio esta mañana!
—No es así —respondió una de las dos—, porque dijo que eran damas, y nosotras no lo somos; y siendo él tan verdadero como dice, no había de mentir en esto.
—No es mentira de tanta consideración —respondió Cristina— la que se dice sin perjuicio de nadie, y en provecho y crédito del que la dice; pero, con todo esto, veo no nos da nada, ni nos manda bailar.
Subió en esto la gitana vieja, y dijo:
—Nieta, acaba; que es tarde y hay mucho que hacer y más que decir.
—¿Y qué hay, abuela? —preguntó Preciosa—. ¿Hay hijo o hija?
—Hijo y muy lindo —respondió la vieja—. Ven, Preciosa, y oirás verdaderas maravillas.
—¡Plega a Dios que no muera de sobreparto! —dijo Preciosa.
—Todo se mirará muy bien —replicó la vieja—; cuanto más que hasta aquí todo ha sido parto derecho, y el infante es como un oro.
—¿Ha parido alguna señora? —preguntó el padre de Andrés Caballero.
—Sí, señor —respondió la gitana—; pero ha sido el parto tan secreto, que no le sabe sino Preciosa y yo, y otra persona; y así no podemos decir quién es.
—Ni aquí lo queremos saber —dijo uno de los presentes—, pero desdichada de aquella que en vuestras lenguas deposita su secreto y en vuestra ayuda pone su honra.
—No todas somos malas —respondió Preciosa—. Quizá hay alguna entre nosotras que se precia de secreta y de verdadera tanto cuanto el hombre más estirado que hay en esta sala. Y vámonos, abuela, que aquí nos tienen en poco. ¡Pues en verdad que no somos ladronas ni rogamos a nadie!
—No os enojéis, Preciosa —dijo el padre—; que a lo menos de vos imagino que no se puede presumir cosa mala; que vuestro buen rostro os acredita y sale por fiador de vuestras buenas obras. Por vida de Preciosita que bailéis un poco con vuestras compañeras; que aquí tengo un doblón de oro de a dos caras, que ninguna es como la vuestra, aunque son de dos reyes.
Apenas hubo oído esto la vieja, cuando dijo:
—¡Ea, niñas, haldas en cinta, y dad contento a estos señores!
Tomó las sonajas Preciosa, y dieron sus vueltas, hicieron y deshicieron todos sus lazos, con tanto donaire y desenvoltura que tras los pies se llevaban los ojos de cuantos las miraban, especialmente los de Andrés, que así se iban entre los pies de Preciosa, como si allí tuvieran el centro de su gloria; pero turbósela la suerte de manera que se la volvió en infierno. Y fue el caso que en la fuga del baile se le cayó a Preciosa el papel que le había dado el paje, y apenas hubo caído, cuando le alzó el que no tenía buen concepto de las gitanas, y abriéndole al punto, dijo:
—¡Bueno! ¡Sonetico tenemos! ¡Cese el baile, y escúchenle; que según el primer verso, en verdad que no es nada necio!
Pesole a Preciosa, por no saber lo que en él venía, y rogó que no le leyesen y que se le volviesen, y todo el ahínco que en esto ponía eran espuelas que apremiaban el deseo de Andrés para oírle.
Finalmente, el caballero le leyó en alta voz y era este:
Cuando Preciosa el panderete toca
Y hiere el dulce son los aires vanos,
Perlas son que derrama con las manos;
Flores son que despide de la boca.
Suspensa el alma, y la cordura loca,
Queda a los dulces actos sobrehumanos
Que de limpios, de honestos y de sanos,
Su fama al cielo levantado toca.
Colgadas del menor de sus cabellos
Mil almas lleva, y a sus plantas tiene
Amor rendidas una y otra flecha.
Ciega y alumbra con sus soles bellos,
Su imperio amor por ellos le mantiene
Y aun más grandezas de su ser sospecha.
—Por Dios —dijo el que leyó el soneto—, que tiene donaire el poeta que le escribió.
—No es poeta, señor, sino un paje muy galán y muy hombre de bien —dijo Preciosa.
Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir; que esas no son alabanzas del paje, sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés que las escucha. ¿Quereislo ver, niña? Pues volved los ojos y vereisle desmayado encima de la silla, con un trasudor de muerte. No penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés, que no le hiera y sobresalte el menor de vuestros descuidos. Llegaos a él enhorabuena, y decidle algunas palabras al oído que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su desmayo. ¡No, sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza, y veréis cuál os le ponen!
Todo esto pasó así como se ha dicho: que Andrés, en oyendo el soneto, mil celosas imaginaciones le sobresaltaron. No se desmayó, pero perdió la color de manera que, viéndole su padre, le dijo:
—¿Qué tienes, don Juan, que parece que te vas a desmayar, según se te ha mudado el color?
—Espérense —dijo a esta sazón Preciosa—. Déjenmele decir unas ciertas palabras al oído, y verán cómo no se desmaya.
Y llegándose a él le dijo, casi sin mover los labios.
—¡Gentil ánimo para gitano! ¿Cómo podréis, Andrés, sufrir el tormento de toca, pues no podéis llevar el de un papel?
Y haciéndole media docena de cruces sobre el corazón, se apartó dél, y entonces Andrés respiró un poco, y dio a entender que las palabras de Preciosa le habían aprovechado.
Finalmente, el doblón de dos caras se le dieron a Preciosa, y ella dijo a sus compañeras que le trocaría y repartiría con ellas hidalgamente. El padre de Andrés le dijo que le dejase por escrito las palabras que había dicho a don Juan, que las quería saber en todo caso. Ella dijo que las diría de muy buena gana, y que entendiesen que, aunque parecían cosa de burla, tenían gracia especial para preservar del mal el corazón y los vaguidos de cabeza, y que las palabras eran:
Cabecita, cabecita,
Tente en ti, no te resbales
Y apareja dos puntales
De la paciencia bendita.
Solicita
La bonita
Confiancita;
No te inclines
A pensamientos ruines;
Verás cosas
Que toquen en milagrosas,
Dios delante
Y San Cristóbal gigante.
—Con la mitad destas palabras que le digan, y con seis cruces que le hagan sobre el corazón a la persona que tuviere vaguidos de cabeza —dijo Preciosa— quedará como una manzana.
Cuando la gitana vieja oyó el ensalmo y el embuste, quedó pasmada, y más lo quedó Andrés, que vio que todo era invención de su agudo ingenio.
Quedáronse con el soneto, porque no quiso pedirle Preciosa, por no dar otro tártago a Andrés; que ya sabía ella, sin ser enseñada, lo que era dar sustos, martelos, y sobresaltos celosos a los rendidos amantes.
Despidiéronse las gitanas, y al irse, dijo Preciosa a don Juan:
—Mire, señor: cualquiera día de esta semana es próspero para partidas, y ninguno es aciago: apresure el irse lo más presto que pudiere; que le aguarda una vida ancha, libre y muy gustosa, si quiere acomodarse a ella.
—No es tan libre la