Ideas en educación III. Ignacio Sánchez D.

Ideas en educación III - Ignacio Sánchez D.


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es revelador que la expresión “autonomía universitaria” nunca se use en este libro. La palabra autonomía aparece solo como atributo de la profesión, en la forma de “autonomía profesional” (Finkin y Post, 2009, pp. 151, 155), o para referirse a la “autonomía institucional” de la universidad medieval (Finkin y Post, 2009, pp. 151, 155), o para aludir a la visión de principios del siglo XX de que la autonomía estaba radicada en los fideicomisarios de la universidad.4

      De hecho, el concepto de autonomía rara vez se utiliza en la discusión de la libertad académica en Estados Unidos. La noción más comparable es la de libertad académica institucional. Como explican Finkin y Post (2009, pp. 41-42), el valor de las universidades para la sociedad subyace a la libertad académica de la universidad, ya que la autorregulación de la universidad protege a todos los estudiosos dentro de ella. La sociedad otorga a las universidades libertad académica a cambio de conocimiento.

      No existe un reconocimiento constitucional de la autonomía universitaria en Estados Unidos. Sin embargo, la Primera Enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, sobre la libertad de expresión, ha servido de base para el examen judicial de casos que han involucrado la libertad académica. No hay espacio aquí para ahondar en el problema del derecho constitucional y la libertad académica en Estados Unidos. Una buena y concisa revisión del tema se puede encontrar en Post (2015). Pero en una decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos, en 1957, el juez Felix Frankfurter identificó “cuatro libertades esenciales de una universidad: determinar por sí misma sobre bases académicas quién puede enseñar, qué se puede enseñar, cómo se enseñará, y quién puede ser admitido a estudiar” (Reichman, 2019, p. 10; y, respecto de otro caso judicial, p. 100).

      Esta formulación sucinta es lo más cercano a un reconocimiento constitucional de la autonomía universitaria que se puede encontrar en Estados Unidos. Como tal, resuena con la idea latinoamericana de autonomía académica de las universidades.

      En cuanto al fondo de la libertad académica, el Statement of Principles on Academic Freedom and Tenure de 1940 preceptúa:

      1. Los profesores tienen derecho a la plena libertad en la investigación y en la publicación de los resultados, con sujeción al adecuado desempeño de sus demás funciones académicas; pero la investigación para el retorno pecuniario debe basarse en un acuerdo con las autoridades de la institución.

      2. Los docentes tienen derecho a la libertad de discutir su materia (subject) en el aula, pero deben ser cuidadosos de no introducir en su enseñanza asuntos controvertidos que no tienen relación con su materia. Las limitaciones de la libertad académica debido a objetivos religiosos u otros objetivos de la institución deben indicarse claramente por escrito en el momento del nombramiento.

      3. Los profesores universitarios son ciudadanos, miembros de una profesión científica y oficiales (officers) de una institución educativa. Cuando hablan o escriben como ciudadanos, deben estar libres de censura o disciplina institucional, pero su posición especial en la comunidad impone obligaciones especiales. Como académicos y oficiales educativos, deben recordar que el público puede juzgar su profesión y su institución por sus declaraciones. Por lo tanto, en todo momento deben ser precisos, ejercer una adecuada moderación (restraint), mostrar respeto por las opiniones de los demás y hacer todo lo posible para indicar que no están hablando en nombre de la institución.

      Pido indulgencia por citar estos principios en toda su extensión. Lo hago para el beneficio de los lectores latinoamericanos, ya que estas nociones, bien conocidas en la academia de Estados Unidos, no son de manejo corriente en las universidades de la región.

      La Declaración de 1940 comienza con una frase que resume brillantemente todo lo que he afirmado hasta ahora:

      “Las instituciones de educación superior son conducidas para el bien común y no para promover el interés individual del profesor o de la institución en su conjunto. El bien común depende de la libre búsqueda de la verdad y de su libre exposición”.

      Volvamos ahora a las visiones contrastantes sobre la autonomía (y ahora, libertad académica) entre los Estados Unidos y América Latina.

      Conclusiones a partir de los contrastes entre Estados Unidos y América Latina

      La historia del movimiento reformista de Córdoba de 1918, recordada arriba, sugiere lo poco probable que hubiese sido que la autonomía se concibiese desde la perspectiva de la libertad académica de los profesores, como en Estados Unidos. Córdoba fue una rebelión contra el profesorado: sus métodos de enseñanza y examen, sus ideas sobre el currículo, su concentración de poder y su falta de auténtica estatura académica. La participación de los estudiantes en el gobierno de la universidad habría de ser una garantía contra profesores retrógrados.

      La autonomía de la universidad en América Latina se desarrolló como un medio para proteger a la universidad como actor social de la intrusión, primero, del Estado y de la Iglesia y, más recientemente, también de los intereses empresariales y de los organismos supranacionales (Ríos, 2016, p. 92). La libertad de la universidad es la noción primordial, que conlleva importantes consecuencias jurídicas, especialmente para las universidades públicas, que buscaron poner distancia del Estado al que otrora pertenecían como agentes de él. Por lo tanto, la autonomía tuvo que ser legislada, primero en los estatutos de las universidades públicas de la primera mitad del siglo XX, y posteriormente en las constituciones, para garantizar contra la regresión del Estado a la doctrina del control sobre la universidad como servicio público. Por el contrario, la libertad de la universidad (rara vez llamada autonomía) es en los Estados Unidos un epifenómeno o efecto emergente de la libertad del profesor.

      En breve, la autonomía de la universidad en América Latina fue concebida y desplegada de arriba hacia abajo: desde un arreglo entre el Estado y la universidad hacia una prerrogativa del profesorado. Todo lo opuesto del patrón ascendente que encontramos en los Estados Unidos, donde se pasa desde la autorregulación de los profesores a las normas y políticas universitarias, y luego a decisiones judiciales que defienden la libertad académica.

      La proximidad histórica de los acontecimientos desencadenantes es meramente coincidencia: la evolución de la Declaración de 1915, y las secuelas de Córdoba de 1918 tienen muy poco en común. Córdoba no podría haber ocurrido en los Estados Unidos de 1915, de la misma forma que la Declaración no podría haber surgido en la Argentina de 1918, o en cualquier parte de la región, para el caso. Quizás es más fácil ver por qué Córdoba no podría haber ocurrido en los Estados Unidos de 1915: los conflictos entre académicos, o con los estudiantes, o con los directivos, eran resueltos por los fideicomisarios. No había un ministerio federal de educación al que recurrir para que arbitrara y, en todo caso, tampoco había mucha supervisión de la educación superior por parte de los estados.

      La Declaración de 1915 no podría haberse originado en la década de 1920 en América Latina, no porque las universidades públicas de América Latina carecieran de consejos o juntas directivas que pudieran resolver conflictos, ni únicamente debido a la disponibilidad de arbitraje.

      La razón clave por la que la autonomía universitaria en América Latina no surgió de la libertad académica del profesorado —esta es mi hipótesis— es que, a la sazón, y hasta hace muy poco, no había profesión académica en las universidades latinoamericanas. Los profesores contra los que se rebelaron los estudiantes cordobeses eran sacerdotes, abogados, médicos, ingenieros o agrónomos que enseñaban a tiempo parcial. El fundamento de su prerrogativa de enseñar era su experiencia profesional y el conocimiento de los manuales (o los libros sagrados) a través de los cuales se enseñaban las profesiones. Las bibliotecas eran pobres y anticuadas. Había muy poco de ciencia experimental, incluso en los cursos que la requerían.

      Una declaración vigorosa y convincente de las libertades de estudio requiere de estudiosos necesitados de esas libertades y con la capacidad de articularlas. Tales comunidades no existían en parte alguna de América Latina en la época de Córdoba. Ellas comenzaron a aparecer a medida que la reforma se expandía por la región, a un ritmo muy lento, más notablemente desde la década de 1960, en un largo proceso que aún no ha llegado a su culminación (Galaz Fontes, Martínez


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