Rousseau: música y lenguaje. AAVV
la tesis de la prioridad de la armonía. Si la composición musical prioriza la armonía, «separa de tal manera el canto de la palabra que ambos lenguajes se combaten»; y ¿por qué es esto absurdo? Porque, entonces, «se quitan mutuamente todo carácter de verdad y no se pueden juntar en un sujeto patético»;[25]el sujeto y la verdad vuelven a estar tan cerca como exige la tradición epistemológica moderna; pero la noción de verdad que se atribuye no sólo al habla, sino a la misma «música imitativa» vuelve a dejar oír el registro de la autenticidad. En todo caso, el «sujeto patético» es la instancia unitaria cuya prioridad convierte en absurda cualquier escisión y, particularmente, la escisión entre el lenguaje y la melodía.
La virtualidad retórica del lenguaje, su capacidad de convencer a quienes escuchan, y de funcionar como dispositivo de comunicación, aunque el grado cero de la transparencia sea una conjetura sobre lo originario, hace posible conectar la teoría de los signos de Rousseau con su teoría política.
¿Cuál es el vínculo originario entre lo sígnico y lo político? Tal vínculo existe desde el momento en que Rousseau puede afirmar que «hay lenguas favorables a la libertad», y caracterizar esa disposición a la libertad por la musicalidad de esas lenguas: «Son lenguas sonoras, prosódicas, armoniosas, cuyo discurso se distingue desde muy lejos».[26]La musicalidad de la lengua –recordémoslo– fundaba su valor persuasivo, su poder de convicción, y así articulaba música y lenguaje. Aunque Rousseau diferenciaba esa capacidad retórica del poder demostrativo meramente racional, distingue ahora, con igual fuerza, la capacidad de persuadir del poder de adoctrinar. «Nuestros predicadores [se refiere a los que hablan lenguas no sonoras ni convincentes] se atormentan, sudan en los templos sin que se sepa nada de lo que han dicho. (...) Entre los antiguos, uno se hacía fácilmente entender por el pueblo en la plaza pública».[27]No es sólo porque la sonoridad de la lengua antigua haga fácil lo que para el que habla una lengua sorda es duro y fatigoso; se trata de la diferencia entre el templo y la plaza pública: en el primero se quiere impartir doctrina; en la segunda se trata de comunicarse y de decidir conjuntamente. La lengua que convence es el instrumento adecuado para la formación de la voluntad general, la soberanía de la que trata el Contrato social. Starobinski ve el vínculo entre lenguaje y política ya trazado en el Discurso de la desigualdad, en el que Rousseau habla del tránsito del «grito de la naturaleza», apropiado en situación de peligro, al lenguaje de la comunicación «en el curso ordinario de la vida», de este modo: «Se marca aquí todo lo posible el contraste entre un prelenguaje pasivo y pasional (el grito arrancado) y una palabra perfeccionada que manifiesta su poder en el acto oratorio, es decir, el acto político por antonomasia (persuadir a hombres reunidos)».[28]En el Ensayo Rousseau sostiene, a mi juicio, una posición más explícitamente política; no menciona el Contrato porque da a la relación de las lenguas con los gobiernos un tratamiento meramente esquemático; pero no tanto como para no llegar a realizar dos afirmaciones de la mayor importancia; la primera, de principios; la segunda, un diagnóstico del que aún nos resulta difícil no darnos por aludidos. El vínculo normativo entre lengua y poder dice: «toda lengua con la que no resulta posible hacerse entender por el pueblo reunido es una lengua servil».[29]La soberanía que funda el contrato exige, por tanto, una lengua «favorable a la libertad», esto es, una lengua sonora y armoniosa, a la vez que comunicativa en condiciones de libertad. De acuerdo con tal imagen normativa, el diagnóstico de la situación presente de la relación entre música, lengua y poder afecta negativamente al sujeto, que hemos señalado como instancia unitaria: «Las sociedades han asumido su forma última: ya no se cambia nada si no es con el cañón y los escudos. (...) No es preciso reunir a nadie para eso: al contrario, hay que tener dispersos a los sujetos; ésa es la primera máxima de la política moderna».[30]La política dispersa a un sujeto de otro, no sólo en sentido empírico; también dispersa en cada uno al sujeto de la pasión del sujeto de la libertad; por eso el esfuerzo teórico de Rousseau ha consistido en articularlos.
La vinculación de la música al ser del sujeto, a la estructura de sus pasiones, se justifica por su naturaleza esencialmente temporal. El dibujo y la pintura suponen el espacio; la música, la sucesión en el tiempo. Por eso, afirma Rousseau: «La pintura está más cerca de la naturaleza y (...) la música depende más del arte humano».[31]Ello hace que la operación mimética de la música sea diferente de la del dibujo; éste representa objetos espaciales, aquélla, la configuración de las vivencias en el tiempo. El dibujo no puede representar lo imperceptible, en tanto que la música puede expresar la soledad y, al hacerlo, nos hace saber del otro. «El arte del músico consiste en sustituir la imagen imperceptible del objeto por la de los movimientos que su presencia excita en el corazón del contemplador».[32]Por ello, la forma en que realiza su imitación es diferente a la de la representación: la música «no representará directamente estas cosas, sino que excitará en el alma los mismos sentimientos que experimentamos al verlas».[33]
La música es un sistema de signos imitativo, pero no representativo. ¿De dónde obtiene entonces la música la ley de la sucesión, la que le hace ordenar los sonidos discursivamente? También en esto la materia de los signos musicales difiere de la materia de la pintura; para Rousseau, «las propiedades de los colores no consisten en relaciones»,[34]esto es, el rojo es idéntico a sí mismo y diferente del amarillo de un modo que no se da en la identidad y diferencia entre sonidos musicales. Los sonidos significan porque forman un sistema, una estructura de relaciones recíprocas: «Un sonido no tiene por sí mismo ningún carácter absoluto que lo haga reconocible. (...) En el sistema armónico, un sonido cualquiera tampoco es nada por naturaleza: no es ni tónica ni dominante, ni armónico ni fundamental, porque todas esas propiedades no son más que relaciones, y al poder variar todo el sistema del grave al agudo, cada sonido cambia su orden y su lugar en el sistema, según éste cambie de grado».[35]La música es, por tanto, un sistema no representativo pero sí significativo. En virtud de ese significado que lo vincula a la comunicación interpersonal encuentra su punto de unidad en el sujeto de las pasiones, que habrá de operar coordinadamente con las otras manifestaciones del sujeto simbólico: la persuasión y la verdad. El sistema de los signos es y ha de ser unitario; por ello, porque tiene su propio criterio de validez, la teoría de la música no es ningún añadido estrambótico en el despliegue del Ensayo sobre el origen del lenguaje.
Hasta ahora nos han ocupado los signos como sistema, cabe decir como estructura. Pero Rousseau, aquí como en la antropología, suscita el problema de la génesis, la pregunta por el origen y una cierta consideración conjetural acerca de la evolución histórica tanto del hombre como del lenguaje y, en particular, de la música. También aquí me distanciaré de Philonenko, que efectúa una descalificación radical de la historia conjetural del lenguaje propuesta por Rousseau.
Para Philonenko, la importancia del Ensayo depende estrictamente de la enorme estatura intelectual de Rousseau, que, si no hubiera escrito otra cosa, sería un perfecto desconocido. Tal posición se justifica por el modo en que la cuestión genética se disuelve en los grandes contemporáneos que abordan filosóficamente el lenguaje (alude a Kant y Humboldt, de forma especial), y de la pauta para tomar distancias respecto a algunas lecturas contemporáneas como la realizada por Derrida. Veamos sintéticamente su argumentación. En el caso de Herder, resalta la afirmación de que en el Ensayo «Rousseau no dice nada nuevo por relación al discurso de 1753». Sin necesidad de realizar un estudio comparativo entre ambos textos puede verse que la afirmación de Philonenko, por tajante, deja fuera dos flecos: la teoría de la música, que no aparece en el Discurso de 1753, y la relevancia de la teoría del lenguaje