Tal vez somos eléctricos. Val Emmich

Tal vez somos eléctricos - Val Emmich


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en pie.

      —¿Por qué dices eso?

      Señala a la puerta principal. Antes, cuando se ha acercado a la ventana, debe de haber visto el cartel donde se indica el horario del museo.

      —Has cerrado a las cuatro —contesta—. Ya pasan de las siete.

      En la enorme patraña que he entretejido, llevo tres horas esperando con paciencia desde que ha acabado mi jornada laboral, sin preocuparme de contactar con nadie ni acercarme a la ventana para ver si venía el taxi. Voy vestida como toda una adicta a la televisión. Además, hasta hace un momento estaba hecha un ovillo en el suelo del cuarto de atrás. Y Mac se ha dado cuenta de todo esto. Pensaba que yo era la experta a la hora de prestar atención.

      —¿Y?

      Sigo sin entender por qué le importa o de qué estamos hablando.

      —Y… —dice Mac mientras comienza a trazar con lentitud un círculo por la habitación—, ¿me vas a contar por qué estás aquí?

      Me encojo de hombros. Llevo meses, años en realidad, manteniendo la compostura, o intentándolo, pero, después del día que he tenido, me rindo con facilidad. En voz baja, admito:

      —No quiero irme a casa.

      —Yo tampoco —suspira.

      Lo observo. Sigue trazando círculos constantes, aunque ahora parece que deambula nervioso. Lo que debería haber captado desde el principio es que este chico, por alguna razón, no puede quedarse sentado y quieto.

      —Bueno… —comenta antes de levantar los brazos en el aire como si se hubiera rendido—, ninguno de nosotros quiere irse a casa. —Sus ojos dorados se topan con los míos al otro lado de la sala—. Pues no lo hagamos.

      19:31

      Mac se abre el abrigo como un superhéroe y lo cuelga en la pared sobre un gancho inexistente. El abrigo cae al suelo, pero no le importa.

      —¿Tenéis algo para comer? —pregunta—. ¿Una máquina expendedora o algo así?

      Niego con la cabeza y él tararea una melodía de decepción. Lo he observado en clase, en el bus y en internet. Siempre desprende intensidad, un carácter juguetón inagotable, pero ahora su energía parece desenfrenada. Se balancea sobre los talones, preparado para correr en círculos en nuestra pequeña jaula para hámsteres. Reconozco la camiseta que lleva. Es negra y en ella se lee «Sneaker World», en letras bordadas a la altura del corazón. Me pilla mientras la miro y lee las palabras del pecho como si se hubiera olvidado de que estaban ahí.

      —He venido directamente del trabajo —comenta—. Antes has pasado por la tienda, ¿verdad?

      —Ah, sí, puede.

      Sí que lo he visto. He pasado por Sneaker World esta tarde cuando estaba con mi madre en el centro comercial. Sin embargo, me cuesta creer que me recuerde, ni siquiera vagamente. Soy bastante habilidosa a la hora de pasar desapercibida para los de su especie. Aun así, es la segunda vez que evoca mi presencia en algún lugar. Busca con los ojos algo en lo que centrarse y vuelve a posarlos en mí.

      —Quizás podrías hacerme una visita guiada.

      —Sí, claro. Son cinco dólares.

      Saca la cartera.

      —¿Tienes cambio de veinte?

      —Era broma. —Pensaba que era evidente.

      Se detiene, se encoge de hombros y guarda el dinero. Todavía no se ha dado cuenta de que en ningún momento he aceptado su propuesta de que los dos nos quedemos aquí.

      —Lo siento, pero no entiendo nada…, quiero decir, ¿de qué va esto? Todo esto. Es muy… —digo.

      Me mira y creo que espera que defina a qué me refiero con «todo esto», pero no lo voy a hacer porque no puedo.

      —Créeme —responde Mac cuando deduce que no voy a seguir hablando—. No tenía en mente pasar la noche así.

      En eso estamos de acuerdo. Por fin se ha percatado de lo extraña que resulta esta situación. Además, ¿acaba de insultarme? No lo sé. Puedo imaginar qué estaría haciendo esta noche si no estuviera aquí. Asanas de yoga frente al espejo, cervezas compartidas con sus «colegas», mensajes guarros para una chica cualquiera. Ni idea. Por lo que sé, no sale con nadie. Al menos no de forma pública.

      —¿Seguro que no tenéis nada para comer? —Se inclina sobre el mostrador y lo olfatea como un carroñero. Tal vez haya algunos caramelos de menta de recuerdo en algún lugar, pero no hay nada más.

      —Ahora vuelvo.

      Por la cara de interés con la que me mira, cree que voy a regresar con comida, pero, en realidad, solo voy al baño. Necesito tiempo para procesarlo todo.

      Sola en el aseo, me miro a los ojos para buscar algún rastro de lágrimas. Espero que mamá esté en casa ahora mismo, asfixiada de preocupación por mí mientras camina de un lado a otro, se muerde las uñas y llama a todas las personas a las que conocemos. Se lo merece después de lo que ha hecho. Aquello me convence: de ninguna manera pienso volver a casa tan rápido. Antes dejaría que mi madre se preocupara. Supongo que eso significa que me voy a quedar aquí con Mac. Espera, dilo de nuevo: me voy a quedar aquí con Mac Durant.

      Es el chico que quedó tercero en las votaciones a delegado de la clase en sexto de primaria, a pesar de que ni siquiera se había presentado. En segundo de secundaria, Brian Slatin, el primer chico abiertamente gay que recuerdo haber conocido, le pidió que fuera con él al baile de primavera y Mac aceptó, lo que enfadó a las chicas y confundió a los chicos. En tercero de secundaria, se unió al club LGBTQIA y demostró a cualquiera que pensara que había sido una tontería para llamar la atención (como si Mac estuviera ansioso por conseguirla) que estaba equivocado.

      Es hetero, eso está claro. Ha estado con algunas de las chicas más guapas del colegio, incluida la infame (para mí) Finley Wooten. Su relación más larga fue con Claire Wong, un año mayor que nosotros, y duraron casi tres meses. Se dice que Claire se echó a llorar cuando Mac volvió en el semestre de otoño al colegio con la cabeza rapada. Puede que sea la única persona que Isla, Brooke y yo hemos incluido en una de nuestras rondas de FCM, juego en el que se elige entre follar, casarse o matar a los distintos candidatos, y a él nunca lo hemos sacrificado. Parece que nadie está dispuesto a perderlo.

      Es amigo de casi todo el mundo. A los profesores se les ilumina la cara cuando hablan de él como si tuvieran que hacerle la pelota. Y a los entrenadores también. Al parecer, Mac tiene tal don como atleta que ha jugado en algunos equipos preprofesionales de fútbol, en lugar de jugar en el del colegio.

      Cruza los pasillos como una gacela, nunca se queda merodeando, lo que ensalza cada rápido vistazo a su persona. Al pasar frente a su casa un día, desde el asiento del copiloto del coche de mi madre, lo vi sin camiseta mientras empujaba un cortacésped y nunca me he arrepentido más que en aquel momento de ser demasiado lenta para sacarle una foto. Se rumorea que suele nadar en el YMCA, pero no voy a ponerme un bañador en público para conseguir echarle un vistazo a un chico (bueno, quizá por Timothée Chalamet sí).

      Hay deportistas más musculosos, personalidades más provocativas, cerebritos más impresionantes, ligones mucho más encantadores, pero ninguno de ellos es un híbrido hipnotizante de integridad y provocación, conciencia y despreocupación, como Mac. En serio, no es justo que una persona tenga tantos talentos. Quienes lo conocen bien lo llaman por su apellido o, a veces, Doc (porque sus iniciales, M. D., son las siglas en inglés de «Doctor en Medicina»), aunque para mí siempre ha sido Mac Durant.

      Verme obligada a quedarme aquí con él no debería entenderse como un castigo, sino como un milagro, algo que te cambia la vida. ¿Cuántas veces he soñado despierta con que algún tío bueno se colara en mi vida para salvarme del eterno aburrimiento? Bueno, pues ha ocurrido. Por fin. Ahora. Está aquí. Por alguna razón inexplicable, está aquí. Conmigo. Asimílalo. Por una vez, deja de darle vueltas


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