El árbol de las revoluciones. Rafael Rojas
España republicana, donde sí se reconoció el antecedente de la Constitución de Querétaro.41 Otros agraristas como el cubano Ramiro Guerra en un ensayo clásico, Azúcar y población en las Antillas (1927), contemporáneo del de Aguirre Cerda, no se basaba en el derecho constitucional de Europa central y del este, sino en la producción jurídica anglosajona sobre las sugar islands del Caribe. Tampoco mencionaba Guerra la Revolución mexicana, pero en las reediciones sucesivas del libro, entre los años treinta y cuarenta, sus argumentos se entrelazaron con los de otros pensadores de la reforma agraria como el español Luis Araquistáin en su ensayo La agonía antillana (1928), quien sí conoció de primera mano el fenómeno revolucionario mexicano.42
La irradiación continental de ideas vinculadas al cambio revolucionario en México tuvo a su favor otros elementos como el entusiasmo de la izquierda socialista y agrarista norteamericana, en la que destacaban figuras como Waldo Frank, Carleton Beals o Frank Tannenbaum, muy escuchados en toda la región; las giras suramericanas de José Vasconcelos, especialmente por Brasil, Perú, Uruguay y Argentina; las gestiones diplomáticas de Alfonso Reyes y Genaro Estrada; la presencia de la literatura mexicana en publicaciones como la argentina Sur o la cubana Revista de avance, o el enorme atractivo que ejercían las artes plásticas mexicanas, sobre todo el muralismo de Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y José Clemente Orozco.
Diversas coyunturas políticas en algunos países de la región, como las oposiciones contra las dictaduras de Juan Vicente Gómez en Venezuela, Manuel Estrada Cabrera en Guatemala, Augusto Leguía en Perú o Gerardo Machado en Cuba, o las revoluciones centroamericanas de Nicaragua y El Salvador y Cuba entre fines de los veinte y principios de los treinta, amplificaron la resonancia de la nueva cultura política nacionalista. Pero también fenómenos como el golpe militar de 1930 de José Félix Uriburu contra el Gobierno de Hipólito Yrigoyen o la llamada “Revolución de 1930” en Brasil, de las élites de los estados de Minas Gerais y Río Grande del Sur contra el presidente Washington Luís, contribuyeron a un giro político continental que hacía más visible la crisis del modelo republicano oligárquico.
La década de los treinta fue inestable, incluso en países fuertemente marcados por el orden como Chile. Un estudio reciente del historiador chileno Sebastián Roberto Hernández Toledo prueba que la serie de conflictos que se desatan entre la disputa fronteriza de Tacna y Arica, en 1926, y la formación del Frente Popular, bajo el Gobierno radical de Pedro Aguirre Cerda, pasando, desde luego, por la breve experiencia de la República Socialista de 1932, encabezada por los generales Puga, Dávila, Matte y el comodoro Marmaduke Grove, creó un clima propicio para la expansión de las redes apristas. Los apristas peruanos, exiliados en Chile, Luis Alberto Sánchez, Magda Portal, Serafín Delmar y Manuel Seoane, crearon revistas como Índice, Crítica y Hoy, editoriales como la muy influyente Ercilla, y fundaron organizaciones políticas como el Comité Aprista Peruano de Santiago, que establecieron una interlocución permanente con la izquierda chilena en la oposición o el poder.43 La Revolución mexicana, que había creado condiciones para un nutrido exilio de la izquierda latinoamericana en los años veinte, aparecía ahora en aquellas publicaciones y asociaciones apristas como un referente insoslayable de la reforma agraria y el control estatal de recursos naturales.44
Aquella reorientación de los discursos y las prácticas de la política latinoamericana durante los años treinta, directamente relacionada con alteraciones mundiales como el ajuste económico tras el crac del 29, la emergencia de las derechas fascistas y la adopción por la Unión Soviética y el Comintern de una estrategia frentista y gradualista agudizaron la crisis del paradigma liberal del siglo xix y abrieron el campo de acción de las izquierdas revolucionarias no comunistas. Particularmente, la izquierda cardenista, aprista y, más tarde, peronista alcanzarían un protagonismo a partir de entonces que no sería comprensible sin el ascenso de los fascismos, por un lado, y el repliegue de los comunistas a posiciones reformistas, por el otro.
Pero cabría preguntarse si el impacto de la crisis afectó por igual las tradiciones liberales y republicanas heredadas del siglo xix. En el caso del liberalismo, basta con revisar las constituciones, leyes y decretos generados entre los años treinta y cuarenta por los gobiernos populistas o nacionalistas revolucionarios, para constatar que la vieja doctrina de los derechos naturales del hombre ha sido rebasada por otra que reconoce los derechos de nuevos sujetos que van desde la mujer hasta los campesinos. Dado que buena parte de la historiografía latinoamericana contemporánea da por válida, a partir de autores como J. G. A. Pocock, Quentin Skinner, Philip Pettit, Maurizio Viroli, Helena Béjar o Roberto Gargarella, la distinción entre liberalismo y republicanismo, vale la pena preguntarse entonces si toda la tradición republicana se vio agotada en aquella crisis del paradigma liberal.45
Vale la pena, en este sentido, observar las resistencias que se movilizan desde relecturas tradición republicana del siglo xix (Bolívar, Mier, Bello, Rocafuerte, Montalvo, Martí…), brillantemente sintetizada por Halperín Donghi, a la expansión del nuevo horizonte doctrinal del constitucionalismo social.46 Aquella tradición, que enfatizaba el involucramiento de la ciudadanía en los asuntos públicos por medio de la pedagogía y la moral cívica y que encauzaba el patriotismo no solo por medio de la militarización o la defensa, sino del respeto al orden legal y constitucional, había sobrevivido precariamente a la hegemonía liberal de fines del siglo xix.47 Ahora debía adaptarse a la expansión de las ideas sociales de la izquierda revolucionaria y populista y para ello tendría que abandonar los acentos individualistas de la vieja perspectiva liberal.
Es posible identificar algunos momentos de aquella resistencia republicana, entre los años treinta y cuarenta, antes del sordo estallido de la Guerra Fría en América Latina. En Chile, por ejemplo, es perceptible un ascendente republicanismo de izquierda durante los Gobiernos del Frente Popular, bajo las presidencias radicales de Carlos Aguirre Cerda y Juan Antonio Ríos.48 Ivette Lozoya López ha caracterizado este periodo como el de una convergencia republicana entre izquierdas socialistas y comunistas, bajo las premisas de la Constitución democrática de 1925, que “sintetizó el antifascismo, el latinoamericanismo, la sensibilidad obrerista y el compromiso político concreto”.49 La democracia fue para aquella generación chilena, que unas veces se llama “de 1938” y otras “de 1942”, una fórmula de convivencia respetuosa entre diversos proyectos de nación. El republicanismo, que en el siglo xix había contrarrestado la democracia liberal, incorporaba ahora las premisas de una social.
Otro país donde aquel republicanismo de izquierdas dio muestras de su poder de convocatoria fue Colombia. En los años de los Gobiernos de Alfonso López Pumarejo, Eduardo Santos Montejo y la llamada “Revolución en marcha”, entre 1934 y 1945, se produjo una importante reforma constitucional y educativa en Colombia y avanzó la legislación social y laboral en ese país suramericano. La expectativa de una reforma agraria que acotara la expansión del latifundio también se ensanchó en aquellos años, dando lugar a lo que el historiador Fernando Guillén Martínez definió como “grieta crítica del modelo” del liberalismo oligárquico heredado del siglo xix.50 El resultado más tangible de aquella grieta fue la campaña cívica de Jorge Eliécer Gaitán entre 1947 y 1948, contra el Gobierno conservador de Mariano Ospina Pérez. El gaitanismo colombiano, como el chibasismo cubano, fue una vertiente cívica de la izquierda populista que rescató la tradición republicana de América Latina antes de la Guerra Fría.
El otro ejemplo de un republicanismo de izquierda, que toma distancia del liberalismo individualista del siglo xix a la vez que incorpora a la matriz democrática aspectos de la dilatación de los derechos sociales operada por los procesos revolucionarios y populistas, fue, justamente, el de la Constitución cubana de 1940 y, sobre todo, los Gobiernos del PRC y la política opositora del PPCO de Eduardo Chibás, entre 1944 y 1952. En los doce años que van de la Constitución de 1940 al golpe de Estado de Fulgencio Batista contra el saliente Gobierno de Carlos Prío Socarrás en Cuba avanzó considerablemente la legislación social contemplada en aquella carta magna, a la vez que se producía una importante incorporación de las masas a la lucha sindical, a los movimientos populares, a la acción de la sociedad civil y a los procesos electorales del sistema partidista.51 También en Cuba, en aquellos años, se percibe un ascenso de la lógica republicana en la cultura política que parte de una incorporación del concepto de revolución al orden democrático. Jorge Mañach,