Leer antes. Márgara Noemí Averbach
es inocente cuando es una nena pero astuta y manipuladora como mujer joven y madre/esposa. Necesita controlarse a sí misma y a los demás. Cuando se presenta como la encantadora Hazel, está controlando completamente las interpretaciones que los otros hacen de ella y por lo tanto, también el comportamiento de esas personas hacia ella.
¿Qué puede usted agregar sobre el diccionario que gana Rebecca en la escuela? Es un símbolo tan profundo y ambiguo…
¡El diccionario es el que yo me gané en mi escuela de campo a los diez años! Fue un regalo maravilloso para mí… en ese momento, no me di cuenta de lo importante que era… A diferencia de los padres de Rebecca, mis padres estaban muy orgullosos de mí por ese premio en el concurso de ortografía. A diferencia de Rebecca, yo tuve padres que me alentaron, me amaron y me apoyaron infinitamente.
El libro usa la “anagnorisis”, el “reconocimiento” de las tragedias griegas. ¿Planificó usted La hija como una moderna tragedia griega? ¿O se trata de un comentario sobre la herencia, el peso del pasado?
Yo había imaginado la novela como un trabajo formal, no una tragedia, tal vez porque no hay un desarrollo trágico per se. Pero me fascina el “ritual” en nuestras vidas, la súbita iluminación de un sentido a partir de una experiencia aparentemente común. Finalmente, Rebecca obliga a su elusiva prima Freyda a reconocerla… Ése es su triunfo: el libro nos lleva a creer que las primas, separadas durante tanto tiempo, van a conocerse por fin.
En la novela, la música y las palabras son armas contra el silencio. ¿Usted cree que se logra comunicación en la novela?
La música es muy importante en esta novela, claro. Pero no es lo central. Rebecca/Hazel quiere a su segundo esposo pero no puede confiar en él. En cambio, sí confía en su prima Freyda. Así, estuvo sola durante gran parte de su vida pero ya no lo está al final. Eso es comunicación. Yo creo en el poder de la transformación…, es una posibilidad viva en nuestras vidas. No me atrae describir vidas de individuos que son víctimas incapaces de defenderse… Mis personajes “víctimas” se perciben como al principio de un viaje que, aunque arduo, los va a llevar a la transformación. Y eso es así tanto entre los hombres como entre las mujeres. Yo me siento tan cerca de Skyler Rampike (el protagonista de Mi hermana, mi amor, publicada en 2007 en los EEUU), un chico que deja la escuela a los diecinueve, como de Rebecca, de Kelly Kelleher o de Norma Jeane Baker.
José Saramago: “Atención, este libro lleva una persona adentro”
Para el que lo leyó, oírlo hablar es un descubrimiento porque habla como escribe: las mismas oraciones enrevesadas, digresivas, y sin embargo, completamente coherentes, la misma inteligencia lúcida y atenta, la misma atención obsesiva hacia todo lo que dice, el mismo ritmo pausado que después de un rato se vuelve agotador. El mismo entusiasmo de un chico, el mismo escepticismo de un sabio que conmueven en Memorial del convento y El Evangelio según Jesucristo.
1- Historia y literatura
Me gustaría que me hablara un poco de las relaciones entre la historia y la literatura.
La historia es una de mis preocupaciones, tal vez la principal. A veces me pregunto si no soy un historiador que no llegó a ser. La historia se me presenta como algo inacabado, algo que dice apenas una parte de lo que ocurrió, y esa sensación de cosa incompleta — pero no conscientemente, el trabajo es por dentro, las cosas se nos plantean como consecuencia de una reflexión muy atenta pero no lo son, son un punto de llegada de muchas reflexiones que se van dando y en un momento, tenemos algo que decir que no se dicho antes— me ha llevado a decir una vez que quiero “corregir la historia”, tal vez eso no sea exacto pero sí quiero rescatar algo de lo que quedó afuera. A mí me preocupa mucho el punto de vista, dónde está uno cuando mira algo, y la historia oficial que nos enseñan no es más que una selección de hechos organizados coherentemente aunque nos la presentan como una fatalidad, como algo que ocurrió porque no podría haber ocurrido otra cosa. Esa historia deja mucho afuera: la historia escrita por las mujeres, los vencidos, los indios, los pobres, todos los que no tienen lugar en la historia oficial o cuando lo tienen, son un decorado. A la hora de escribir una novela, yo tengo esa necesidad, a veces obsesiva, de buscar lo que no ha sido dicho y a veces lo que no ha sido dicho va en contra o ilumina de otro modo lo que sí se dijo.
¿Hay diferencias entre literatura e historia?
No muchas, en el fondo. El historiador se comporta como un novelista: elige lo que le parece bien para contar una historia, la organiza todo para que tenga una coherencia, para que parezca que tenía que ocurrir así. El novelista sabe que hay más historias que pudo introducir y que se reserva para otro momento. El historiador no lo acepta, aunque a veces cambia porque descubre un documento nuevo o porque cambia el poder (y eso es suficiente para que la historia cambie) pero fuera de eso, la manera de hacer las cosas no es muy distinta. Después de la nouvelle histoire, afortunadamente, el aire fresco y nuevo de la historia tuvo mucha influencia en algunos escritores, sobre todo en circunstancias como las nuestras, después de una dictadura de cincuenta años, en que tuvimos la necesidad de mirar atrás para buscar nuestras raíces.
2. La frase y el ritmo
Su manera de frasear, como una ameba que deriva hacia todos lados, que se abre siempre, ¿de dónde sale?
Yo necesito escribir como si tocara música, con algo que se expande... Mire, a la hora de escribirla la música parece lineal, una nota detrás de la otra, pero a la hora de hacerla sonar, se expande, no nos llega en línea recta. Eso es lo que pasa con mi discurso narrativo: es expansivo, envolvente.
Hablar es como hacer música en el sentido más obvio: hablamos con sonidos y con pausas y la música se hace con sonidos y con pausas. En la Novena de Beethoven, en el último movimiento, cuando los violoncellos y los contrabajos anuncian el tema que se va a cantar, la música se vuelve palabra. En esa parte, la música está hablando. Y cuando escribo, a veces, me doy cuenta de que ya dije todo lo que tenía que decir en la frase y que sin embargo, tengo que agregar dos o tres palabras más porque el tiempo musical quedó inconcluso. Y las agrego.
¿Entonces usted cree que sus textos se leen mejor en voz alta?
Ah, eso es interesante por algo que me pasó. Voy a decirle en qué condiciones nació eso que se llama “mi estilo”. Nació en una novela llamada Alzado del suelo. Cuando yo me quedé en paro en el año 75 por razones políticas —yo dirigía un periódico que estaba con la revolución y suspendieron a toda la dirección—, tuve que tomar la decisión más importante de mi vida: decidí no trabajar y escribir solamente y eso fue lo que hice. En el 76, me fui a una región del sur de Portugal, una región de latifundios y me quedé ahí dos meses porque quería escribir una novela sobre los campesinos —yo nací en una familia de campesinos sin tierra que después fueron a Lisboa y tenía necesidad de resolver esa especie de asignatura pendiente—. Hablé con la gente, comí con ellos, viví con ellos, casi dormí con ellos y tenía la historia muy clara en la cabeza. Pero cuando volví a Lisboa a escribir, me di cuenta de que tenía el qué de la historia pero no encontraba el cómo. El modo propio del tema hubiera sido el neorrealismo pero yo sentía que no quería contar esa historia así; no sabía por qué pero algo en mí rechazaba la idea de escribir ese tipo de libro. Después de tres años de pensarlo, me senté a escribir. Iba más o menos por la página veinte y sin saber por qué empecé a escribir como escribo ahora. Fue una especie de milagro porque no lo preparé, nunca me lo planteé.
Creo que si hubiera estado escribiendo una novela urbana, con gente de ciudad, no habría pasado. Le explico por qué: yo tengo muy claro que el discurso oral es mucho más creativo que el escrito. A la hora de decir algo, todos lo decimos. La verdad es que hablando, todos somos creadores, y en cambio no todos pueden serlo escribiendo. Lo que pasó esa vez fue que yo escribí con los personajes en el oído porque los había escuchado; tenía no sólo la palabra, sino la música que la acompañaba. Y era como si estuviera devolviéndoles lo que me habían dicho, tamizado por mi propia sensibilidad,