Turismo de interior en España. AAVV
tiene aún un amplio potencial turístico en las zonas interiores, dado su rico patrimonio, identidades y cultura; falta sin embargo la dinamización local, la sinergia territorial y la confianza en la valorización de los lugares y sus potencialidades, desde un enfoque endógeno y sostenible.
1 Introducción: Estableciendo conexiones entre cultura y turismo
Gemma Cànoves
En este primer apartado presentamos las dinámicas recientes de los territorios de interior y los cambios que están experimentando. Así mismo, recogemos las principales acepciones de turismo cultural y la potencialidad de recursos culturales, patrimoniales y naturales que ofrecen los territorios interiores. Incidimos, de forma breve, en los diferentes intereses que pueden presentar los turistas culturales y apuntamos los principios básicos de desarrollo sostenible que deben asumir los espacios interiores.
La globalización de los capitales, la información y los transportes afectan localmente a los territorios de interior que están experimentando profundos cambios. Las recientes crisis económicas les han forzado a desarrollar nuevas estrategias adaptativas a nivel productivo, social y espacial, dando lugar a nuevos paradigmas (Niño-Becerra, 2015). Ante esta nueva situación, los territorios de interior, cuyo tradicional sustento era la producción agraria y ganadera, han reconvertido sus actividades y se han ido perfilando como espacios de ocio ante las demandas turísticas de las poblaciones urbanas (Cànoves et al., 2014). Dicha transformación ha supuesto la mercantilización del espacio rural (Fløysand y Jakobsen, 2007), que apuesta por desarrollar múltiples actividades sustitutivas y/o complementarias a las tradicionales (Fernández y Ramos, 2000; López Palomeque y Cànoves, 2014).
Una de estas nuevas actividades es el turismo, que intenta diversificar las economías de las zonas rurales, aumentando la dimensión del mercado local como consecuencia del consumo que realizan los visitantes1. Esta dinamización local ha ayudado a crear puestos de trabajo, especialmente entre los colectivos más desfavorecidos, como han sido las mujeres, los jóvenes, los parados de larga duración, etc. (Prat y Cànoves, 2014). El turismo en los espacios interiores se ha revelado como un activo para poner en valor los recursos naturales y socioculturales del territorio. La actividad turística ha favorecido la creación de microempresas implicando a la comunidad local en el diseño de los planes estratégicos de desarrollo turístico (Flores y Barroso, 2012). Sin embargo, los territorios de interior presentan una dinámica evolutiva compleja, donde actúan fuerzas endógenas y exógenas, a largo y corto plazo, que suelen ser unidireccionales y no anticipadas (Butler, 2011). De este modo, se contraponen las innovaciones y las resistencias al cambio, las aspiraciones de la población local, con las demandas y necesidades de los nuevos habitantes y turistas, la inercia de los planes de inversión pública y privada y el control de la rentabilidad de dichas inversiones (Prat, 2013; García Hernández, 2014).
Inicialmente, el turismo en las áreas rurales no supone la adaptación del territorio a las exigencias de los turistas. Sin embargo, con el paso del tiempo esta actividad provoca un efecto multiplicador en estos espacios generando actividades complementarias, diversificando su economía y ofertando nuevos puestos de trabajo, tanto directos como indirectos. Por ello, las Administraciones Públicas promueven el turismo como una actividad para la promoción económica y social del territorio2. Ahora bien, las crisis también afectan a la actividad turística, disminuyendo la capacidad de consumo de la población, especialmente en el caso de las clases medias, y reduciendo las promociones inmobiliarias de segundas residencias, de hoteles y de apartamentos turísticos. De este modo, al igual que ocurre en otros sectores, también se favorece la reestructuración del sector y la concentración de capital y empresarial. Este fenómeno es más acentuado en los territorios de interior, produciéndose resultados muy desiguales, ya que son necesarias importantes inversiones en equipamientos e infraestructuras y en el mantenimiento de las instalaciones turísticas, lo que muchas veces redunda en la escasa rentabilidad económica de dichas actividades, siendo necesario el apoyo privado, muchas veces inexistente.
Los resultados de investigaciones anteriores (Cànoves, et al. 2014) nos han mostrado que la combinación idónea para los espacios interiores es la de poner en valor turístico sus recursos culturales, patrimoniales, y naturales. Ahora bien, considerando siempre los resultados bajo una visión local, es decir desde la capacidad que tiene la actividad turística de dinamizar localmente y a pequeña escala los espacios interiores. Este pequeño dinamismo, nada comparable a los grandes complejos costeros, tiene sin embargo unas repercusiones muy positivas para la población local que lo acoge y puede frenar la despoblación e incluso dinamizar la economía local. El patrimonio cultural es amplio y diverso en los espacios interiores y su puesta en valor a través de iniciativas público-privadas, ha mostrado una potente capacidad de resiliencia ante las situaciones de crisis.
Las definiciones de turismo cultural se han sucedido a lo largo de las últimas décadas (Smith, 2015). En 1985, la OMT lo definió como «el movimiento de personas por motivos culturales como viajes de estudios, viajes a festivales u otros eventos artísticos, visitas a sitios y monumentos, viajes para estudiar la naturaleza, el arte, el folklore, y las peregrinaciones; con el objetivo de elevar el nivel cultural del individuo, facilitando nuevos conocimientos, experiencias y encuentros». En esta definición de turismo cultural se incluye tanto el patrimonio material como el inmaterial. Además, el turista cultural no se limita a adoptar una actitud contemplativa, sino que a través del viaje busca realizarse y obtener una experiencia. En 1991, el grupo ATLAS (European Association for Tourism and Leisure Education) (en Martos y Pulido, 2010) se define el turismo cultural como «todo movimiento de personas hacia atracciones específicamente culturales como sitios patrimoniales, manifestaciones artísticas y culturales, arte y representaciones, fuera de sus lugares habituales de residencia». Posteriormente, Silberberg (1995) consideró el turismo cultural como aquellos desplazamientos realizados fuera del lugar habitual de residencia cuya motivación es el interés en los aspectos históricos, científicos o estilos de vida de una comunidad. Por su parte, Richards (1996) define el turismo cultural como el desplazamiento de personas desde sus lugares habituales de residencia hasta lugares de interés cultural con la intención de recoger información y consumir experiencias nuevas que satisfagan sus necesidades culturales.
Una de las definiciones más recientes es la de Du Cros y McKercher (2015), quienes afirman que el turismo cultural ayuda a poner en valor el patrimonio de los destinos, transformándolo en productos que pueden ser consumidos por los turistas. Sin embargo, esta definición no tiene en cuenta la situación actual de la comunidad visitada, por lo que Smith (2015) concluye que el turismo cultural es una actividad íntimamente relacionada con el patrimonio, el arte y la cultura de una determinada comunidad, de modo que el visitante se beneficia simultáneamente del consumo de nuevas experiencias de naturaleza educacional, creativa y recreativa. El mismo autor señala que el turismo cultural comprende, aunque no exclusivamente, una diversidad de tipologías, tales como: turismo del patrimonio (visitas a lugares que poseen un patrimonio monumental –castillos, palacios, edificios emblemáticos, monumentos–, arqueológico, arquitectónico, museológico, urbanístico y religioso); turismo del arte (visitas a teatros, museos, salas de conciertos, galerías, festivales de música u otros, carnavales, eventos culturales, sitios literarios); turismo creativo (pintura, escultura, cerámica, canto, danza, fotografía, diseño, moda, actividades audiovisuales); turismo cultural urbano (ciudades históricas o industriales, acondicionamientos de la franja litoral urbana, arte escénico, zonas comerciales, restaurantes, bares y cafeterías, vida nocturna); turismo cultural rural (pueblos, granjas, masías, ecomuseos agrarios y/o ganaderos, paisajes culturales rurales, naturaleza, parques nacionales, gastronomía-productos alimenticios y cocina autóctona, cata de vinos y otras bebidas); turismo cultural indígena (paisajes culturales, pueblos tribales, etnias minoritarias, centros culturales, artesanía, ferias, fiestas, folklore y cultura local); turismo cultural urbano étnico (guetos, favelas, chabolas, barrios judíos, barrios árabes, barrios chinos, barrios bajos, barrios homosexuales, etc.) y turismo cultural experimental (parques temáticos, restaurantes tematizados, conciertos de música moderna, eventos deportivos, localizaciones de películas y series de TV, centros comerciales, peregrinaje religioso, aprendizaje y práctica de idiomas, etc.). Vista la amplitud de la definición, en nuestro estudio consideramos