Apenas lo que somos. Eduardo Bieger Vera
Acudí en su ayuda.
La agarré del pelo y golpeé su cabeza contra el lavabo una y otra vez hasta que acabé con el monstruo que habitaba en su interior y que no paraba de chillar a través de su boca.
La salvé.
Desde entonces, todos los días de año nuevo, de madrugada, bajo al jardín y escarbo en el hielo hasta encontrarla. Nos miramos hasta que el reflejo de la luz del amanecer en la nieve hace que comiencen a llorarme los ojos.
Culpable
Casi un centenar de paisanos, entre hombres, mujeres y niños, vinieron a buscarlo a los cerros provistos de palos y azadones. Avanzaban lenta y aparentemente en silencio, dada la distancia. Aguzó la vista y junto a las siluetas de la multitud pudo distinguir algunas guadañas y una horca de heno.
Saturnino, pastor desde los seis años, permaneció sentado en el tocón que franqueaba la puerta de su cabaña. Las gotitas de agua que coronaban las briznas de hierba hacían resplandecer los prados en contraste con la lóbrega procesión de perfiles filiformes cada vez más próxima. Los recibió cabizbajo, resignado. No pidió clemencia ni apeló a la misericordia, sabedor de que en estos casos la aplicación de la ley del lugar era implacable. No ofreció resistencia, consciente de que su castigo era lo único que podía esperar por haber cometido un acto tan vil y monstruoso. Nada más llegar, sin mediar palabra, lo golpearon hasta dejarle inconsciente y, cuando despertó, fue sajado en vida para verle morir desangrado sin prestarle auxilio alguno. Luego cumplieron con el ritual de desfilar ante su cuerpo, desde el más joven hasta el más viejo, y escupir sobre lo que quedaba de él.
Varios días después, al pasar por la plaza del ayuntamiento, el olor a carne quemada permanecía en la atmósfera. Cumpliendo con la tradición, el cadáver de Saturnino había sido ahorcado e incinerado en una pira a los ojos del pueblo. Todavía podía leerse, escrito en la piedra con su propia sangre, un breve pero contundente epitafio: «Justicia».
Saturnino y Eloísa se enamoraron nada más verse. Una mañana fresca de verano, cuando ella descendía con paso alegre por la ladera del monte mientras él caminaba hacia el risco, se toparon en un recodo del camino. Tras el sobresalto inicial propio de un encuentro inesperado, sintieron una intensa atracción recíproca. Eloísa era muy joven. De cuerpo menudo y complexión robusta, tenía el pelo corto y rojizo. A Saturnino le sedujo su mirada, perdida y anhelante, conjugada con un halo de rebeldía que lo cautivó por completo. A Eloísa, a pesar de la notable diferencia de edad, la madurez serena de Saturnino, labrada a lo largo de los años vividos en compañía del cielo y las montañas, le transmitió la paz y el sosiego que solamente su voz y su presencia podían proporcionarle. La naturaleza no tardó en imponer su férrea voluntad y ambos se amaron con una pasión animal. En un mundo apartado del mundo compartieron albas y ocasos, sueños y despertares, hasta que los rumores se propagaron entre la gente del pueblo con la misma rapidez con la que las llamas se extienden por los zarzales.
Instantes antes de ser ejecutado, a la mente de Saturnino acudió el recuerdo de aquella tarde en la que se bañaron desnudos en la poza del río para después secar sus cuerpos bajo el sol, tras lo cual él la perfumó frotando su espalda con tomillo y flores de lavanda. Pero había llegado su hora: Saturnino había mantenido relaciones con una cabra menor de edad.
Diagnóstico final
Lucía ojeó sin interés una revista de decoración y la volvió a dejar en la mesita baja de la sala de espera, en perfecta simetría con las demás, asegurándose de no descolocar el montoncito que formaban. De nuevo observó la pintura abstracta que se expresaba desde la pared de enfrente y una vez más trató, no ya de entenderla, sino de averiguar qué era aquello que debería de comprender. La silueta del doctor San Pietro se perfiló tras el cristal biselado de la puerta antes de que él la abriera y le invitara a acompañarlo a su despacho.
–Buenas tardes. ¿Qué tal se encuentra hoy?
–Bien –contestó ella, poniéndose de pie con una rapidez innecesaria. Mientras atravesaban el distribuidor del piso que hacía las veces de consulta, el doctor San Pietro carraspeó como si de un ensayo de sonido previo al comienzo de la terapia se tratara.
–Siéntese, por favor. ¿Un vaso de agua?
–No, muchas gracias –contestó Lucía, sin poder evitar fijarse de nuevo en aquellas manos con la manicura impecable.
–Bien, como usted ya sabe, la semana que viene completaremos dos años de tratamiento y creo que, tal y como le he ido anunciando, debemos comenzar a pensar en ir disminuyendo de forma gradual las sesiones, en espaciar su periodicidad… –dijo el doctor con la corrección y la prudencia que le caracterizaban.
–Pero sigo sin encontrarme bien del todo, bueno, salvo cuando estoy aquí, con usted…
–No entienda mi sugerencia como una ruptura; no lo es.
–Discúlpeme, pero es, cuanto menos, el aviso de una futura ruptura...
–En absoluto; usted no abandonaría su tratamiento, no se trata de eso.
–¿Entonces que es lo que sugiere? Porque no lo entiendo. Le ruego que me diga las cosas claras, es lo único que pido. Gracias a usted he aprendido a identificar aquellas situaciones que me perjudican, a pensar antes de actuar y a intentar no controlarlo todo.
–No olvide que es usted quien ha desarrollado esas habilidades…
–Es cierto, aunque sin su ayuda nunca lo hubiera logrado. Incluso he conseguido más o menos manejar los estados de incertidumbre emocional, pero con este tema no me veo capaz.
–Verá. Simplemente considero que resultaría contrario al código deontológico y a mi ética personal continuar con el proceso terapéutico cuando, si bien su personalidad presenta rasgos obsesivoides, después de todo este tiempo no podría diagnosticarle ninguna psicopatología o trastorno mental a partir del cual seguir trabajando en su caso.
–No es lo mismo no tener un diagnóstico claro que no tener problemas. Mi malestar cotidiano es un claro síntoma de que algo me pasa… Fuera de esta habitación me encuentro mal, doctor.
–Seré sincero con usted. Sé lo que le ocurre; la cuestión es que mi… dictamen, por llamarlo de alguna manera, no se ajusta a ninguno de los tipos que figuran ni en el DSM ni en el CIE.
–Disculpe mi ignorancia, pero en estos momentos no sé de qué me está hablando.
–Discúlpeme usted a mí. Trataré de explicarme con mayor claridad. A día de hoy no sabría emitir una opinión que encajara, aunque fuera lejanamente, en ninguna de las psicopatologías que aparecen en los sistemas clasificatorios que empleamos comúnmente en psiquiatría.
–Perdón, pero sigo sin entenderle.
–Lucía –era la primera vez que el doctor pronunciaba su nombre desde que lo verbalizara el primer día que acudió a la consulta, cuando rellenó su ficha. Como entonces, sonó bonito en su voz y ella no pudo evitar sonrojarse al escucharlo, concentrando la mirada en el portaplumas dorado que había sobre la mesa del escritorio–, en usted observo una sintomatología, un malestar cotidiano evidente, como ha expresado hace un momento, pero no puedo afirmar la existencia de un trastorno de ansiedad, ni de control de los impulsos, ni del comportamiento y de las emociones, que haya comenzado de forma habitual en la infancia o en la adolescencia. Tampoco detecto ni siquiera un estado depresivo latente, por leve que sea, y menos aún trastornos de la personalidad especialmente relevantes.
–Entonces, ¿qué es lo que me ocurre?
–Tengo una teoría; bueno, es más bien un sentir al respecto, porque me temo que excede del ámbito estrictamente profesional.
–Por favor, compártalo conmigo, me ayudaría muchísimo.
–Bien, creo que ha llegado el momento de profundizar en nuestra relación.
–¿Qué quiere que hagamos?
–Revisando