¡Es la guerra, camarada!. César Covo Lilo

¡Es  la guerra, camarada! - César Covo Lilo


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de forma que no hay escapatoria. ¿De qué nos serviría escapar? De nuevo nos encontramos en mitad del campo, acompañados por el mismo hombre. Otros, a distancia, forman un semicírculo y nos siguen con desenvoltura, como por simple curiosidad. Poco a poco se hace el silencio, la distancia que nos separa del grupo ahoga el guirigay de la muchedumbre. La noche es negra, la noche es fría. Seguimos a nuestro guía y llegamos a una hondonada, o a un lugar rodeado de alta vegetación. Allí nos esperan algunos hombres, de pie, separados entre sí. Al acercarnos nos rodean en silencio.

      –Ven.

      –No, yo no pienso ir. Ven tú.

      Claramente es el más malo de todos, y también el de menor tamaño, el más ancho y rechoncho. Nuestro guía se acerca dócilmente y le habla en voz baja. El hombre, aparentemente sin hacerle caso, se acerca hacia nosotros. De nuevo empezamos con el interrogatorio: ¿Quiénes sois? ¿De dónde venís? Y luego, ¿cómo podemos estar seguros? Como último recurso, les sugerimos que envíen una delegación a nuestro campamento. Aceptan la propuesta inmediatamente, así que nos ponemos en marcha. Partimos con ese hombre y con algunas de las sombras que ha elegido. Antes de alejarse, le suelta a uno de los tenientes:

      –Esos de ahí son unos desconfiados, diles a los hombres que descansen sus armas apuntando al enemigo –dice señalando con el dedo en dirección opuesta a la nuestra.

      ¿Utilizan un lenguaje en clave? En todo caso, se trata de un hombre que no da su brazo a torcer. No es una escuadra cualquiera, está compuesta por él mismo con parte de su Estado Mayor y nosotros al completo. ¡Hay que tener confianza en uno mismo para arriesgar tanto! ¡Vaya carácter! Solo un hombre de su talla puede dirigir un ejército así.

      Siguiendo la leve pendiente que lleva a la carretera, la escuadra armada con fusiles parece más bien un destacamento de prisioneros, si no fuese por la formación demasiado dispersa y sobre todo por el paso desenvuelto de nuestros anfitriones. Tras pasar por una elevación, llegamos a la carretera, a la altura de los nuestros, siguiendo a nuestro guía.

      Uno de nuestros camiones realiza una maniobra cortando la carretera y, durante un segundo, enciende las luces. Los destellos nos ciegan. Como fantasmas sorprendidos por la claridad, las sombras vuelven al campo sin hacer el menor ruido con una simultaneidad mecánica. Los ojos eléctricos barren la montaña y se pierden en silencio. ¡Vaya panorama para alguien que desde la carretera haya seguido nuestra trayectoria! Pero, ocupados en otros menesteres, nos esperan en el camino del cual habíamos partido.

      Henos aquí en la carretera polvorienta, junto al camión desesperado al cual el jefe del destacamento da órdenes antes de que emprenda el camino de vuelta.

      –Qué sorpresa, empezábamos a preocuparnos. Pero ¿por dónde habéis venido?

      Acto seguido, dirigiéndose al sargento más cercano, le dice:

      –Ve a avisar a la patrulla que está más arriba, en la carretera, de que han vuelto. ¿Así que sois vosotros los que venís de allí arriba? Venid, tenemos que hablar.

      Algunos de los hombres se meten bajo la cubierta de lona clavada al suelo, y allí, a la luz de una linterna empiezan a tramarse intrigas diabólicas.

      La falta de confianza de la formación española se debe a que nosotros íbamos uniformados, con idénticas cartucheras y fusiles. Lo propio de un ejército regular. Los milicianos formaban una pandilla variopinta con armas y uniformes desacordes.

      La carretera está silenciosa y desierta. El cielo color de tinta nos envuelve de humedad. Las cunetas rebosan de cabezas oscuras. Los hombres apretujados aprovechan el calor colectivo bajo la techumbre de las mantas cada vez más pesadas debido a la fina lluvia. Unos pasos prudentes y solitarios despiertan a los que duermen. Una sección se despereza y se aleja. Un camión la alcanza. Es el rancho. El rancho es bien recibido, unos minutos más y nos hubiésemos quedado sin nada. Rápido, sacad las escudillas. Una mezcla espesa y humeante se vierte en cada una de ellas y la degustamos en silencio mientras andamos. Qué bien sienta la sopa caliente cuando hace frío.

      –Creo que son patatas con ragú y garbanzos, también hay carne y huesos… Está bueno.

      –¿Quién conoce el camino?

      –El centinela nos lo indicará. Mira, allí está.

      El centinela viene a nuestro encuentro sigilosamente, nos explica el camino en voz baja, apuntando con el brazo a la colina. La sección abandona la carretera en dirección de la nada. Qué desagradable resulta andar en la oscuridad, por suerte ha dejado de llover. El penoso camino que sube por la pendiente escarpada, atestada de matorrales invisibles, hace entrar en calor nuestros miembros entumecidos por el frío y la inactividad. La sombra circundante siembra la intranquilidad. A lo lejos, en algún lugar de la noche misteriosa, intuimos la presencia de alguien.

      En la llanura se vislumbra el horizonte nítidamente marcado sobre un fondo negro que se extiende como un manto a nuestros pies y se despliega hasta el fin del mundo. Encima, el cielo. Esa bóveda de humo, sobre la cual se perfilan algunas siluetas que parecen cavar en la oscuridad. Distanciados, ocupando la amplitud del lugar, mueven sus abrazos arriba y abajo en el silencio de la noche, como lúgubres enterradores. Trabajadores de la muerte. Al acercarnos a esos fantasmas de mal agüero, un matorral tiembla y nos susurra:

      –¿Quiénes sois? Seguidme.

      Bordeamos a los excavadores de asfalto y nos tumbamos sobre una pendiente, pocos metros detrás de ellos. Desde allí el espectáculo es aún más dantesco. Estos sepultureros espantosos, alargados desmesuradamente por la luz nocturna, parecen clavar sus picos en las nubes antes de cavar el abismo sobre la corteza terrestre, sin la menor conmoción. El menor ruido es devorado por la noche. Pronto cesan de trabajar y, silenciosamente, se alejan en fila india, con las herramientas al hombro, el fusil empuñado, y sin hacer ruido desaparecen bajo tierra. Avanzamos hasta el lugar donde estaban picando. A duras penas distinguimos en el suelo sombrío un lugar más oscuro aún. Tanteamos el terreno con la culata del fusil, que toca fondo apenas a unos veinte centímetros. De modo que esto era lo que estaban haciendo. Tumbados boca abajo cada uno en su agujero, lo suficientemente grande como para cobijarnos, desaparecemos completamente de la superficie, y más tarde, cuando la luna creciente ilumine el follaje, no se apreciará más que la llanura desierta.

      Por el momento la noche es cerrada, las tinieblas nos rodean. Intuimos los pasos del jefe del destacamento recorriendo el sector. Se detiene en cada hoyo para intercambiar algunas palabras a la sordina, para asegurarse de que no estamos dormidos. Tanta precaución no resulta inútil.

      Tras la fatiga, el sol de la mañana, el viaje agitado en la noche fría, y tras tantas emociones, dormiríamos como niños. Con frecuencia el mentón se apoya sobre la culata del fusil. El contacto con el acero frío, el peligro amenazante, y una voluntad de hierro consiguen que permanezcamos despiertos. Pero a ratos el cansancio nos puede, todavía no estamos acostumbrados a estar de guardia durante la noche en estas condiciones. El sueño nos arrolla. La inmovilidad hace que perdamos la noción de las cosas, para recobrarla segundos después. A la pesadilla eterna, le sigue un despertar sobresaltado.

      Alguien me llama. Alguien pronuncia mi nombre a lo lejos. ¿Es un sueño? Claro, me acabo de despertar. Y sin embargo, unos pasos rozan la hierba cerca de mis talones.

      –¿Estás dormido, camarada?

      –Claro que no, estaba pensando.

      –No hay que dormirse, ya sabes la consigna: abrir fuego sin previo aviso.

      Pero hay que estar seguro de disparar contra alguien.

      El frufrú de los pasos se aleja como una lagartija. ¡Caramba! Me he quedado dormido. ¿Qué debo hacer para no dormirme? Prohibido fumar, prohibido levantarse, prohibido hablar. Por cierto, ¿dónde está Christov? ¿No vendrá ya


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