¡Es la guerra, camarada!. César Covo Lilo
vez vestidos y armados, con un pequeño maletín con nuestros efectos civiles en la mano, retomamos la marcha en fila india hasta el montículo de maletines. Por turnos, con un extenso gesto de agricultor en plena siembra, cada cual lanza su maletín al montón. Por supuesto, volveremos a recogerlos a la vuelta…
De nuevo estamos en los bancos de madera del tren interminable, con numerosos vagones, tirados por dos locomotoras; atravesamos innumerables estaciones haciendo paradas de duración indeterminada. Por más que las locomotoras intentan no perder el resuello, el tren avanza a duras penas a través de la árida campiña.
Voluntarios internacionales en el Cuartel de la Guardia Nacional Republicana de Albacete.
El sol calienta la piel bronceada de los paisanos que nos saludan al pasar. En todas las estaciones, los andenes están abarrotados. Por suerte nadie se monta en el tren. La gente simplemente chismorrea e intenta ver de cerca a quienes, desde el interior de los vagones, cantan, gritan y saludan en una lengua extranjera y extraña, que aun así resulta cercana, cálida e incluso familiar.
Evidentemente, estos españoles no están aquí por casualidad, no. Han venido a ver y a sacar en claro alguna cosa sobre los comentarios, quizá contradictorios, que han oído, y como gente que se toma las cosas en serio han venido a ver con sus propios ojos. El sol, las canciones y la calurosa amabilidad se conjugan para resecarnos la boca. «¡Algo de beber! ¡Por favor, algo de beber! ¡Nuestras cantimploras están vacías!».
Está vez es Ángel el encargado de ir a por agua. Las cantimploras del grupo cuelgan de sus hombros, y en la primera parada salta al andén. Al cabo de un buen rato vuelve desconcertado y con las manos vacías.
–No entiendo nada. He dicho lo que tú me has dicho, que dijera «agua, agua»,9 y no me han dejado pasar, diciéndome: «Chinchilla, Chinchilla». Así que no se pide como tú me has dicho, se dice «Chinchilla». ¡A ver si aprendes español antes de hacerte el listillo!
El tren emprende la marcha con más ahínco, mientras los combatientes balcánicos, prudentes y aplicados, repiten a cual mejor «Chinchilla, Chinchilla», para no olvidarlo antes de llegar a la siguiente estación. Rápidamente perfeccionan el sistema, por turnos, uno a uno, toman el relevo repitiendo la palabra mágica, y así uno detrás de otro hasta la siguiente parada, para no volver con las manos vacías esta vez.
El tren reduce la marcha, pronto se detendrá en una nueva estación. Antes de que el tren haya parado del todo, Ángel se lanza al andén. Por seguridad, el responsable le sigue. Los mismos españoles de piel bronceada siguen allí. Los dos combatientes sedientos gritan «¡Chinchilla!, ¡Chinchilla!». Los españoles, al unísono, les dan la razón: «Sí, sí, Chinchilla, Chinchilla».
Pero bueno, ¿qué es esto? No puede ser, lo están haciendo adrede, se están riendo de nosotros, quieren que nos muramos de sed.
Los españoles rodean a los dos hombres, y se les acercan cada vez más, dándoles un golpecito en el hombro repiten sonriendo: «Bien, bien, camarada, bien».10 Pero los dos hombres no ríen, tienen sed. Exasperados, chillan con desesperación: «¡Chinchilla, Chinchilla!». Uno de los españoles se separa del grupo y, como para calmar el nerviosismo de unos niños impacientes, señala con el índice la fachada del edificio de la estación, y repite: «Sí, sí, Chinchilla, Chinchilla».
Es eso, pues, la gente nos ha dicho que abrevásemos en la siguiente estación, Chinchilla, donde la parada es más larga. Está muy bien saberlo, pero seguimos teniendo sed. Les enseñamos nuestras cantimploras vacías: por favor. El grupo de españoles se moviliza: «¿Agua? Bien, hombre, bien, venga».11 Nos empujan al interior de un edificio. ¡Eh! Pero no hace falta que vayamos los dos, con que entre Ángel bastará. El responsable, en su calidad de jefe que conoce las argucias de los conspiradores, espera en el andén, se mantiene en guardia. Desde que Ángel ha sido engullido por la multitud que entra en el edificio, el responsable vigila y se impacienta. La locomotora silba con insistencia, también ella se impacienta; pronto va a partir el tren y Ángel no da señales de vida, ni rastro de él en el horizonte. ¿Será posible? ¿Le habrá pasado algo al compañero? Kurt nos había advertido de que no todos los españoles eran republicanos, también hay franquistas que se esconden, que merodean, hay que ir con cuidado, ser prudentes. Por lo visto Kurt tenía razón. Tenemos que advertirle. Habrá que detener el tren, este tren inmenso con innumerables vagones, con dos locomotoras. Tenemos que registrar la estación y encontrar a nuestro compañero, vivo o muerto. Pero en el momento de mayor desesperación vemos el cielo abierto, Ángel aparece en lo alto de la escalera de entrada. Ni vivo ni muerto: parece que las cantimploras que cuelgan de sus hombros pesan toneladas. Va dando tumbos hacia la derecha, hacia la izquierda. A su alrededor los «franquistas» le ayudan a avanzar, tomándole el pelo. El responsable estalla:
–¡Ya estás aquí, por fin! ¿Tanto tiempo has necesitado para rellenar las cantimploras de agua?
–¿De agua? No hay agua, farfulla Ángel con la lengua pastosa, y explica: ¡No han querido!
–¿Cómo que no han querido?
–No han querido darme agua y ellos me han rellenado las cantimploras. Y mientras las llenaban, estábamos todos en la barra, y no podía decir que no, me iban rellenando el vaso, ya me entiendes…
No es tan difícil de entender, está muy claro. Esperemos que Kurt no esté en los alrededores, y los otros tampoco, habrá que pasar desapercibidos, no llamar la atención… y ayudar a avanzar a un Ángel vacilante con sus cantimploras repletas de vinazo, salpicando al chocar unas contra otras.
–¿Te das cuenta? ¡Nosotros, combatientes responsables, que queremos cambiar el mundo, mejorar el género humano, vamos al combate con cantimploras llenas de vino que nos mantienen alejados de nuestra misión!
–Pero, oye, ya sabes que el vino es bueno para el dolor de barriga…
–Sí, sí, claro, ya sé, ya sé, lo mismo me dijiste del coñac…, pero no te das cuenta, es la guerra, camarada…
Ahora que el vino ya está en las cantimploras, habrá que bebérselo, ¿no? He ahí el dilema, como combatientes lúcidos y consecuentes que somos, deberíamos tirarlo. ¿Entonces qué hay que hacer, vaciar las cantimploras en el váter? De entrada no tenemos agua para beber, y además sería una falta de consideración hacia los españoles. El responsable recuerda la lección de la escuela del Partido en París sobre los conceptos marxistas-leninistas: Todo producto o herramienta de producción que procede de la labor de los trabajadores es digno de respeto, no debe ser menospreciado. Dado que el vino es el producto de los trabajadores de los viñedos, continuamos el viaje haciendo honor al producto de la labor del proletariado español.
La siguiente parada es Chinchón; todo el mundo se baja. Aquí nos dan la munición. Morrales de tela ligera, compartimentados, con dos cargadores de cinco cartuchos en cada compartimiento. Todo ello sujeto por una cinta en bandolera. Es fácil de llevar y de utilizar. Así, con las cartucheras rellenas y un pequeño morral a cada lado, ya estamos preparados para luchar como verdaderos combatientes.
Ahora, que se aparte el enemigo, pero ojo con sus contraataques, y sobre todo con aquellos de los nuestros que por primera vez en su vida van a cargar un cartucho en un fusil. Habrá que enseñarles a desarmar el percutor por seguridad. Y enseñarles todo sobre la marcha…
En formación militar, como es debido, desfilamos por la calle hasta la salida del pueblo, donde nos esperan camiones nuevos. Camiones nuevos pero de marca desconocida. Encima del radiador hay tres letras en cirílico, que algunos de nosotros conocemos bien, ¡pero chitón! Vienen de por allí arriba… «de México»…
Los camiones, abarrotados de hombres de uniforme, se ponen en marcha por las últimas calles del pueblo. Ya por