¡Es la guerra, camarada!. César Covo Lilo
pero estos son anarquistas, y como saben que nosotros somos más o menos comunistas, pues mejor no arriesgarse. ¡Así que a callar! ¿Estamos?
El autocar se para de nuevo delante de un poste abigarrado. Esta vez con los colores españoles. Más allá, unos hombres jóvenes, armados con fusiles, cubiertos con una especie de capota extraña. Es como si fuera una manta con un agujero en el centro para sacar la cabeza. La manta cuelga por delante y por detrás como si fuera una túnica.
Los hombres nos miran con simpatía, sonriendo con timidez. ¿Acaso es la influencia del guía lo que nos condiciona? Son reservados, eso es verdad. ¡Pero estamos en España! ¡Son españoles!
El autocar atraviesa la barrera y avanza perezosamente. ¡Por fin hemos entrado! Una sensación eléctrica nos invade hasta la punta de los dedos, hasta el cuero cabelludo. El corazón late como si se fuera a salir del pecho; la garganta, atenazada por el esfuerzo de tener que callar. Pero es demasiado: disciplina, razón y órdenes vuelan en pedazos por la espontaneidad que caracteriza los grandes momentos. En una especie de trance colectivo (el responsable incluido), las válvulas ceden y dejan escapar un alboroto estrepitoso; las gargantas liberadas al fin dejan que brote el himno de la venganza y la esperanza.
Seguimos el viaje, pero esta vez en territorio español. El autocar circula por una carretera mal empedrada, pero española. Ya hemos llegado. Nos lo repetimos unos a otros, como para convencernos. Es tan lejano, tan increíble. Y sin embargo estamos en tierra española. Los árboles, inmóviles al borde de la carretera, tontamente nos miran pasar. Pero ahora son árboles españoles. La gente nos mira con avidez. A nuestro paso esperan que les hagamos una señal. En cuanto levantamos el puño se produce la exuberancia: los rostros se iluminan, los puños en alto, se desgañitan: «¡Salud, salud, salud hombres!».3
Llegamos a una población española con su plaza a lo lejos, rodeada de árboles, y la gente, viejos, jóvenes, muchachas, deambulando alrededor. Parece una representación del teatro de Châtelet. Solo falta la orquesta. ¿Vamos a interrumpir un espectáculo tan bien organizado? No, el autocar gira a la derecha por un camino que conduce a la salida del pueblo. A lo lejos, divisamos los muros de un fuerte de estilo medieval, con su foso y su pasarela. En la entrada, un joven carabinero y otros que no llevan uniforme juegan al tejo. A nuestro paso, se apartan y nos saludan con la mano con simpatía y sencillez, como si nos conociésemos de toda la vida. Y nosotros, como viejos amigos, nos adentramos en el Fuerte de Figueras, punto de encuentro y primera etapa de todos los «internacionales».
En el patio inmenso, algunos edificios de otra época ya han sido ocupados por los que llegaron antes que nosotros. El dueño del lugar, vestido de civil, nos conduce a nuestro local, un inmenso dormitorio alargado, con camas y lineales de estanterías. Henos aquí convertidos en soldados, aunque solo aceptemos el título de combatientes. Todo esto me recuerda al cuartel de la Barolière en Lunéville, dominio del 8.° Regimiento de Dragones, donde un antimilitarista nacido en Bulgaria se doblega de mala gana a los ejercicios del tercer escuadrón. Tras haber recibido, a disgusto, la instrucción en el pelotón de suboficiales, y haber sido ascendido a brigadier del cuerpo de fusileros, termina subyugado por la estrategia militar y la perspectiva de que habría que utilizarla para la lucha de clases durante la revolución.
Da lo mismo, me recuerda al cuartel de Lunéville, pero solo estamos de paso, y además, esta vez no solo habrá maniobras de tiro al blanco, sino la verdadera, el inicio de la verdadera lucha final. Se acabaron las «corridas» de las noches parisinas, con las manos desnudas contra las porras de la policía y las cargas de la guardia móvil. Ya no recibiremos golpes de culatas o de porras sino de balas mortales. Esta vez nosotros también tendremos fusiles y balas reales, y podremos batirnos con armas iguales o casi iguales. Ya veremos quién cede el primero. No seremos nosotros.
El responsable del fuerte, con una amplia sonrisa de compromiso, se acerca a avisarnos de que podemos instalarnos, descansar y dormir. Como no nos iremos hasta pasados unos días, nos presenta este intervalo como si de un favor se tratase. Contra toda previsión, estalla una protesta general ensordecedora: ¿Qué? ¿Esperar, dormir aquí, otro día más? Pues no hemos recorrido todo este camino para esperar y dormir… De tanto esperar, a lo mejor llegamos al frente después de la batalla… En cambio los fascistas no esperan. Ellos tiran y avanzan, y están a las puertas de Madrid. Mientras nosotros dormimos aquí.
Sin inmutarse, con gran amabilidad, nos explica que para luchar con armas más o menos iguales a las de los facciosos habrá que enfrentarse a ellos con un verdadero ejército estructurado y disciplinado y no con combatientes en orden disperso.
–Entended, camaradas. ¡Es la guerra!
Precisamente. ¿Para qué se supone que hemos venido si no?
1. En referencia a una canción popular.
2. El quepis o quepí es un gorro cilíndrico, con visera horizontal, usado como prenda de uniforme por militares o gendarmes franceses o de otros países.
3. En castellano en el original.
Capítulo 2
ALBACETE
Voluntarios de la libertad o ejército estructurado.
Volvemos a subir a un tren, pero esta vez no tenemos por qué estar callados, al contrario. Este inmenso tren con innumerables vagones solo va cargado de amigos. El exterior de los vagones está pintarrajeado con todo tipo de palabras relacionadas con la República española y su ejército republicano. En el interior se arma un gran alboroto, aunque nos parece que el tren no va bastante rápido.
Al poco, el tren disminuye la marcha, se adentra en una estación y se detiene. Estamos en Barcelona, todo el mundo se baja. En filas, bien apretados, nos conducen hacia un cuartel rebautizado con el nombre de Carlos Marx.
Nos están esperando. A pesar de los innumerables milicianos1 españoles que se agolpan en el patio cansados de esperar, a nosotros nos invitan a entrar en un agradable salón donde varias mesas están ya preparadas con cubiertos y un plato humeante para cada uno. De menú: tomates rellenos. ¡Delicioso! Ningún tomate relleno del mundo, ni de lejos, puede competir con estos tomates.
Una vez acabada la comida, para hacer la digestión, vamos paseando hasta la estación, donde de nuevo el convoy emprende la marcha. Dejamos atrás el Mediterráneo y nos adentramos en la árida campiña aragonesa.2 Los campesinos3 nos saludan al pasar. ¡Más deprisa! ¡Más deprisa! Este tren no va nada rápido.
En el tren nos enteramos de que a partir de ahora formamos parte del batallón Thaelmann. Este grupo ya ha participado en varios combates de forma autónoma, siguiendo el mismo funcionamiento que las demás formaciones combatientes. Nos cuentan sus hazañas. Los efectivos son en su mayoría alemanes, pero también checos, rumanos, húngaros y polacos. Entre ellos hablan alemán. En nuestro grupo solo Kurt puede comunicarse con ellos.
El tren llega, jadeante, a la estación de Albacete. También allí nos estaban esperando. En filas nos conducen hasta la plaza de toros,4 donde nos darán de comer. Quién sabe, tal vez algún toro de la última corrida. Somos muchos los que esperamos. Algunos están ya en la mesa; nosotros nos impacientamos fuera. Después de una larga espera, llega nuestro turno, nos sentamos a la mesa. La mesa está puesta, pero… Pero los platos están vacíos. Aun así nos sentimos afortunados, ya que los que vienen detrás no han tenido tanta suerte, todavía siguen fuera. Nosotros, los dichosos,