¡Es la guerra, camarada!. César Covo Lilo
Un día más, un día menos, qué más da, idos mañana o pasado mañana.
Un día o dos o tres.
–Pero bueno, Dedé, que no hemos venido hasta aquí para perder el tren.
¿Qué mosca te ha picado?
–Qué más da, por un día… llegaréis a tiempo de todas formas.
–¿Llegar a tiempo? Para empezar, no es seguro, y además, ¿qué estás tramando? Ya sea hoy o mañana, de todas formas nos vamos, ¿qué diferencia hay?
Pero Dedé no duda en su empeño y sigue insistiendo:
–Pues eso, hoy o mañana, ¿qué diferencia hay?
El responsable se da cuenta en ese momento de que algo se trama. Esa «niña bien» de provincias, llegada a París para estudiar, por mucho que diga que es apolítica, no ha dudado en desafiar la voluntad de su familia, de sus seres queridos, de la opinión de todo Angers, su ciudad natal, para seguir a nuestro Kolia, pese a que este, desprovisto de todo, incluso de papeles en regla, no pueda legalizar su relación.
–Pero bueno, Andrée, ¿qué mosca te ha picado? ¿Qué quieres decir con eso de «hoy no»?
–¿Qué pasa hoy? Mañana será igual. ¿Qué diferencia hay?
–¡No! No es lo mismo, no es lo mismo.
Y ante la curiosidad general, con cierta indecisión, termina soltándolo:
–Estamos a finales de octubre…
–¿Y qué…?
–Pronto es el día de Todos los Santos…
–Ah… –le responde una explosión general de reprobación.
Pero hace falta mucho más para desarmar a Andrée. Ella se endereza sola ante la tormenta que se avecina, y enseguida otras chicas, de vuelta de la sorpresa, vienen a ayudarla.
El responsable, con superioridad, gruñe. Pero ellas no se dan por vencidas y recurren a su arma secreta: sacan los pañuelos del bolso, los ojos llenos de reproches se cubren de lágrimas. Se junta la tragedia y la seducción. El responsable se queda de piedra y, en medio del alboroto, intenta convencerlas:
–A ver, que no os enteráis, puede que solo sea cuestión de unos días; imaginad que llegamos allí después de la batalla, como aquellos caballeros de no sé quién.
Ante la oposición persistente, él saca también su arma secreta y se lleva a Kolia a un lado:
–Oye, habla con Andrée, intenta convencerla.
–Pero ya sabes que esta no es…
–Ah sí, es verdad. Pues tú, Ángel, vete a hablar con la tuya. Paula es una camarada, es más disciplinada y podrá convencer a las demás.
Así, con aquel jaque mate, las rebeldes baten retirada hasta la rendición absoluta. ¡Qué alivio! Tristemente, ellas se retiran cabizbajas, derrotadas. Las vemos alejarse a marchas forzadas; alguna se da la vuelta un instante para despedirse con la mano. Es la separación que queríamos evitar, en el andén habría sido aún peor.
En realidad, nuestro tren no sale hasta dentro de una hora. Dos horas de margen, si sumamos la espera en el metro, para los que puedan llegar retrasados. Nadie dice nada, pero da lo mismo, todos estamos pensando en los que se han «olvidado» de venir. Vamos a esperar cenando y así no nos bebemos las dos botellas de coñac que nos han regalado, por si hubiera que viajar en barco. Contra el mareo, no hay nada mejor. Sobre todo cuando ninguno ha navegado nunca, salvo en el Sena, obviamente, o en el Marne, de campin. Y el coñac que nos sirven en la cena no es malo, aunque es mejor el de la botella. Qué nos importa el dinero, pronto no nos servirá para nada. Por lo menos durante un tiempo, puede que mucho, puede que para siempre. Siempre, nunca: dos palabras que se repiten en la conciencia de todos en este día de vísperas de Todos los Santos.
¡Uf! Ahora que las chicas se han marchado, nos quedamos entre hombres, sentados en torno a una minúscula mesa redonda, apretados por el gentío, bebiendo despacio, esforzándonos por reírnos todo lo que podemos, como unos amigos que se están divirtiendo, carentes de preocupaciones.
Andrée llorará esta noche, y los días siguientes. Paula también, y todas las demás. Pobre Liouba. A estas horas estará en su casa esperando. Ella no vino con las demás, cuestión de disciplina. Él también tiene que ser disciplinado. Como responsable, tiene que dar ejemplo. Y sin embargo, seguro que ella sigue esperando. Él le prometió que pasaría por su casa esta noche antes de irse. Pensó que le iba dar tiempo. Pero por culpa del idiota de Athanase, que no sabe coger el metro solo…
Seguro que ella está todavía esperando, atenta a los pasos que oye en las escaleras. La última vez que se despidieron en el rellano le pareció que ella tuvo un presentimiento. Le metió en el bolsillo un monedero que había traído de Bruselas. Un monederito con dos lados, uno para las monedas, otro para los billetes. Para que se acordase de ella hasta su regreso, un mes después… un año después…
Alguien tendrá que ir a ver cuánto queda para que salga el tren, no sea que al final lo perdamos. En nuestro andén está Kurt, el gran responsable, errando como un alma en pena, aplastado bajo el peso de la responsabilidad. A lo lejos se ve un tren que avanza a duras penas, aparece entre las vías muy despacio, con cuidado, como si temiera quedarse atascado, atrapado en las vías sin poder salir. Al final, con un largo quejido, se calma y se queda inmóvil. Los empleados de la estación se agitan.
Kurt nos hace una señal, por fin… En marcha, tenemos que ir hasta allí, en silencio, y montar en el vagón cuya puerta está sujetando. Pero siempre en grupos pequeños. Nos acercamos a Kurt, que sigue sujetando la puerta con mucha clase, como lo haría un chófer.
–Venga, arriba…
–No –alerta alguien–, este pasa por Orleans, ¡hay un tren más directo! –No importa, montad.
–De eso nada, vamos a perder mucho tiempo si cogemos este…
El guardia del tren nos observa y se acerca al grupo que está discutiendo acaloradamente en el andén. El hombre, mayor, interviene amablemente.
–No es este tren, amigos. Es el siguiente, el que sale dentro de veinte minutos. Vuestros colegas también van a coger ese.
Entonces, Ilia el Gordo, a quien sus compatriotas llaman el Parisino, haciendo honor a su apodo, se cree autorizado para infringir la disciplina y oponerse al jefe, al que le hace respetuosamente de intérprete:
–Tienen razón. El guardia lo acaba de decir también, este no es el tren que debemos coger. Kurt, tenso, seco y cabezota, farfulla entre dientes:
–¡Qué montéis, porque lo digo yo!
Una vez sentados, escuchamos el sermón del gran responsable:
–Si lo digo yo, no tenéis nada que replicar. El responsable soy yo y sé lo que hay que hacer. No hay que llamar la atención, debemos pasar desapercibidos. ¿Y en lugar de eso? Todo el mundo está viendo cómo nos peleamos como verduleros. Tengo órdenes expresas: los demás se van en el otro tren, dentro de veinte minutos. Hay que dispersarse, intentaremos incluso coger trenes pequeños para evitar cualquier sospecha. Además estamos ocupando la mayor parte del vagón, es mucho, demasiado.
Kurt quiere dispersarnos por los otros vagones. Pero ante la resistencia silenciosa, y más que evidente, no insiste. Hasta entonces nos han repartido en grupos pequeños, con la amenaza constante de un enemigo imaginario omnipresente, esperando permanentemente a que ocurra lo peor. Por fin estamos juntos, con otros como nosotros. Por fin juntos, apretados unos contra otros.
Él quiere separarnos, que nos mezclemos con otras personas que ni siquiera son de los nuestros. Mientras que nosotros, en grupo, nos sentimos más seguros, por fin podemos aflojar la mandíbula, intercambiar unas palabras sin tapujos, mirar cara a cara al prójimo, con franqueza, sin desconfianza; conocer al fin a los que forman este grupo de amigos desconocidos, de camaradas, compañeros,