Mentiras que no te conté. Elma Correa

Mentiras que no te conté - Elma Correa


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de pilates le sostiene los brazos hacia atrás, apoyado en su cintura con una rodilla. Parece que están en un round de lucha.

      Yo me he estado haciendo tonta en la caminadora, porque no hay algo que me interese menos que la tonificación cardiovascular. Manuel se estira y se acerca mientras doy pasitos en el nivel más lento. Miramos a Mariana y al instructor. Manuel me toma de la mano y camina junto a mí en el piso. Nuestras manos están entrelazadas en el aire, a la altura de nuestras cabezas, con los brazos doblados en un ángulo exacto, como si fuéramos a bailar minué. Nos imagino con pelucas blancas y esa imagen me lleva a la de nuestros cabellos canos, pero no envejeceremos juntos. Se me humedecen los ojos y para disimularlo suelto a Manuel y subo la velocidad del aparato.

      —Pero no se lo pediste —me dijo Miranda, mi propia mejor amiga y la cuarta eme de mi atribulada existencia.

      —Cómo vas a saber si no se lo pides —parecía que iba a continuar pero simplemente se quedó callada del otro lado del teléfono.

      —No se supone que yo se lo pida, él debería querer quedarse conmigo —dije sin mucha convicción.

      —¿Estás leyendo Cosmopolitan otra vez, como en la secundaria?

      Nos reímos. Tal vez tenía razón y yo debía pedirle a Manuel que se quedara. O tal vez quien tenía razón era yo, pero de cualquier modo la decisión no me correspondía.

      Manuel se va.

      Manuel se va y está poniéndose en forma para irse más hermoso y perfecto que ahora.

      Quince minutos de carrera y siento que voy a tener un paro cardiaco. Busco a Manuel con la vista y lo encuentro en las bicicletas estacionarias con Mariana. Ahora busco al instructor de pilates. Que regrese, que se la lleve a dar vueltas en la lona.

      Llega una mujer mayor, casi anciana, vestida como Jane Fonda en los setenta. Con mallones lilas, calentadores morados, leotardo rosa y púrpura con el corte de la pierna hasta la cintura y banda en la frente a juego. Es algo que Mariana usaría para una fiesta de disfraces. Sonrío por haber pensado eso y la mujer me regresa sonrisa. Yo inclino la cabeza en un saludo y me siento en una banca para deltoides que está desocupada. La mujer hace una rutina de estiramientos que parece muy profesional.

      Trato de no ver demasiado a Manuel y a Mariana, pero no puedo evitarlo. Jadeantes, competitivos, sonrientes, pedaleando sin descanso. La mujer me descubre fisgoneando y hace un gesto de disgusto hacia la pareja. Debe creer que son unos recién casados de esos que planean actividades para cada momento del día. Yo también lo pensaría si no los conociera. La mujer termina de estirarse y parece que va a dar inicio a una sesión aeróbica de antología, pero en lugar de eso se sienta a mi lado y bebe un gran trago de su termo. Me ofrece.

      —Es proteína —dice.

      Limpio la boca del termo con la orilla de mi camiseta y tomo un poco.

      Es algún tipo de licor mezclado con jugo que no puedo reconocer. La mujer me anima a beber más. Lo hago.

      Me cuenta que si fuera por ella estaría en el bar de un hotel tomando cocteles, hace la especificación de que sería en el bar de un hotel y no simplemente en un bar, porque los bares de los hoteles no cierran nunca. Que el médico recomendó que se ejercitara después de su última cirugía y que sus hijos no entienden que recomendar no es lo mismo que ordenar. Entonces los deja pagar la suscripción y llevarla y recogerla, pero que no les va a permitir salirse con la suya sin un poco de vergüenza. Abre los brazos mostrándome su outfit. Entiendo.

      Al principio, cuando Manuel no esté, será más o menos como ahora: yo pasaré más horas de las que debería revisando sus redes sociales, yendo de un perfil a otro cada vez que vea algún like que me provoque suspicacia y gastaré días en el intenso desarrollo de la más pulcra autoconmisceración. Es probable que durante algunas semanas me anime a cosas que nunca he querido hacer, como el sexting o el intercambio de nudes. Pero será sin convicción, sin ánimo, y Manuel se aburrirá y simplemente dejaremos de comunicarnos.

      La mujer mayor se llama Mónica, pero no tengo energía para decirle sobre las emes y la coincidencia. La verdad es que pienso “curiosa coincidencia” y de pronto me siento de su edad. Ella termina el brebaje del termo en un trago largo y me informa que irá al baño para el refill. Yo nunca bebo tan temprano y siento el sonrojo del alcohol colorearme la cara, pero está bien, porque las personas creerán que es por el ejercicio.

      Un grupo de adolescentes irrumpe con gritos y risas y ponen música muy ruidosa. Una entrenadora habla por un micrófono de diadema y les pide atención. Baja un poco el volumen para darles instrucciones. Me levanto de la banca para buscar a Manuel, pero no me muevo de mi sitio, solo alargo un poco el cuello y veo por encima de las cabezas y las extensiones de los aparatos que por un segundo parecen las ramas retorcidas de un bosque encantado. Perdida, lo busco y como no lo encuentro busco a Mónica y su termo mágico. Tampoco está. Quizá también haya caído rendida ante el embrujo del hada mala y si doy un paso me toparé con Mariana abrazada de Manuel y Mónica, los tres borrachos, cantando una canción.

      Me siento otra vez y veo la coreografía de las niñas. ¿Por qué vendrían chicas tan jovencitas a hacer ejercicio? Pienso en lo que yo estaba haciendo a su edad y después me veo las caderas gruesas y dejó de pensar.

      Las chicas saltan, suben los brazos, arquean la espalda. Son la apoteosis de la mocedad y la primavera. No recuerdo haberme visto así jamás. Me esfuerzo pero solo logro recordarme hasta hace tres años. Como si hubiera empezado a existir cuando Manuel decidió mirarme en aquella fiesta. Quisiera ser buena feminista y alzar los brazos al cielo clamando por haberme convertido en este contenedor de codependencia, pero siempre fui así, solo estuve agazapada dentro de mí misma esperando que Manuel me trajera a la superficie.

      Cuando Manuel no esté y Mariana pasee por la Rambla como una verdadera cosmopolita, yo pasaré mis mañanas con Mónica, Miranda y Mona. Aprenderé a preparar mojitos, martinis y daiquiris, y en lugar de ejercitarnos beberemos tanto que me volveré alcohólica funcional. Cada mediodía llamaré a Manuel al número fijo de su oficina y cuando conteste, colgaré. No adoptaré más gatos pero compraré plantas que irremediablemente se secaran, aunque llore sobre ellas cada noche. O quizá por eso sea que se sequen.

      Es esta la resolución de mi futuro. Yo también puedo diseñar y ejecutar planes y proyectos. No son Manuel y Mariana quienes se deshacen de mí, soy yo la que elige quedarse y comer lo que me dé la gana cuando me dé la gana. No más lechugas ni almendras en mi cocina. No me doy cuenta de que estoy hablando en voz alta hasta que Mónica me toca el hombro y veo sus ojos llenos de pena y condescendencia. Cómo se atreve, señora, por lo menos yo no voy disfrazada a la calle y todavía tengo los dos pechos. Me muerdo la lengua. Mónica se empequeñece y las arrugas de su frente se acentúan, no con beligerancia, más bien con una pregunta que me hace huir de ella porque no le quiero contestar.

      Camino entre las chicas que pasaron de brincar la cuerda a una rutina con pelotas para yoga. Ya no me importa dónde está Manuel o Mariana, decido que por mí, como si ya se hubieran ido, pero me siento atrapada entre las máquinas y las personas sudorosas. Es como estar en un laberinto o una casa de los espejos.

      Las chicas sonríen y mueven las pelotas con fiereza y vigor, endureciendo unos músculos que nacieron firmes. Tengo ganas de ponchar las enormes bolas plásticas que se levantan como globos aerostáticos sostenidos por sus deditos largos, como de bailarinas, para luego bajar hasta el suelo con una gracilidad dolorosa. En una exhibición de ese equilibro y flexibilidad que a mí me han sido negados. También es como estar secuestrada en un videoclip indie.

      A lo lejos, veo a Mariana intercambiando su número con el instructor de pilates y a Manuel conversando con una mujer bellísima. El tipo de mujer que, exactamente igual que las niñas y el mismo Manuel, no tiene nada que hacer en un gimnasio. Una de las muchachitas me roza con su pelota. Volteo a verla y tengo el logo de la marca en cara. MPlus. Doy unos pasos para alejarme de ella y choco con otra bola. MountainFit. Max. MamboGym. MyHealth.

      Las emes gigantes, deformadas por las curvas de las pelotas, van y vienen y creo que estoy a punto de gritar. La muchacha me habla, se disculpa por haberme tocado con la pelota, pero


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