Mentiras que no te conté. Elma Correa

Mentiras que no te conté - Elma Correa


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traten fatal. Prefiero que Jeoffrey y Carola crean que tienen su secreto muy bien escondido.

      Desde el cuarto de la Shivi se escucha que Jeoffrey prende sus velas. Casi puedo verlo colgando las pulseritas de los niños con las manos resplandecientes. Luego le habla en su francés criollo a Carola. Tengo ganas de ir con él, pero se lo voy a dejar a Carola porque la Shivi sigue muy triste. Le prometo que mañana voy a acompañarla a lavar y la arrullo hasta que se queda dormida.

      * * *

      Estamos separando la ropa y la Shivi no ha parado de maldecir a Carola, yo le digo que no se fije, pero la Shivi dice que nunca la va a perdonar. En la lavandería ya nos conocen y la señora nos deja usar varias lavadoras al mismo tiempo. La Shivi es vengativa. Mete la blusa favorita de Carola en una máquina y le echa cloro. Yo hago como que no veo pero sé que en el departamento va a arder Troya. Entonces llega la María José y la Shivi me encarga las secadoras para irse a seguir hablando mal de Carola con su novio. La María José es hermosa, tiene una de esas auras imponentes, como de aparición, como de ponerle su propia iglesia nomás para irla a adorar. Y cuando no anda de vestida es guapo de veras. La Shivi se le cuelga del brazo y se van.

      Las miro alejarse pensando cómo se puede ser una criatura tan perfecta: bellísima como mujer y bellísima como hombre. La señora de las lavadoras tampoco puede dejar de verla. Platicamos. Me pregunta por mi moreno y le presumo de sus chamacos y su altar. La señora me dice que tenga cuidado, que los zombis vienen de Haití y no sé qué del vudú y los muñecos con alfileres y la santería. Trato de no hacerle mucho caso. Saco la blusa echada a perder de Carola y la pongo hasta abajo en la canasta. Antes de irme al depa la señora me alcanza y me entrega una estampita de la Santa Muerte, que para que nos proteja de las fuerzas oscuras. Si no supiera lo de Carola me hubiera dado risa, pero en estas circunstancias hago como las abuelitas con el monedero: me guardo la imagen en el brasier procurando que sea en el lado del corazón.

      Más tarde, en el trabajo, entro a la sala y están proyectando “Los misterios de la magia negra”. Casi me caigo encima de un espectador. Le piso los juanetes. Para disculparme le regalo unas palomitas que compro con mi descuento de empleado. No puede ser coincidencia. Es una señal. No lo de haberle pisado los callos a uno de nuestros espectadores asiduos, sino lo de la magia negra. Trato de concentrarme y pensar. No sé si ahora imagino cosas, pero se me hace que anoche una de las pulseras de Jeoffrey se veía más clara, como si le hubieran trenzado unos cabellos güeros, güeros L’Oréal, como los de Carola.

      Me persigno y como hace siglos que no lo hago me persigno mal. Me pone nerviosa que persignarme con la mano equivocada o desde un lado que no es vaya a resultar en una cosa diabólica. La señora de las lavadoras dijo que el maligno está en todas partes buscando donde meter la cola. Esa vieja perra me dejó paranoica. Voy al baño y leo la parte de atrás de la estampita. Poderosa Santísima, escucha mis ruegos para que venga a mí tu ayuda, solicito tu protección en esta situación tan difícil por la que atravieso, conoces el dolor por el que estoy padeciendo. No puedo terminar el rezo porque dan ganas de orinar del miedo.

      Hago lo mío y me quedo sentada un rato en el cubículo con el pantalón arrugado en los tobillos. A lo lejos se escucha que la permanencia voluntaria va a dar otra vuelta. Siguen “El extraño hijo del Sheriff” y luego “La noche de los mil gatos”. El programador me tira la onda y yo me hago la que sí, pero no le digo cuándo, como la negrita de los pesares, nomás para que me ponga las pelis que yo quiero. Cómo me gustaría vivir para siempre en el Omnimax mirando cine. No tener que regresar al depa a enfrentar a la Carola poseída. Escucho los balazos del western y me acuerdo de lo buena que está esa escena. Beso la estampita y me acomodo la ropa para ir a ver la película.

      Cuando llego al depa Carola está fúrica. Amenaza con romperle los dientes a la Shivi. La pinchi Shivi se encierra en su cuarto y me deja con la posesa. Como estoy muy estresada no se me ocurre nada para tranquilizar a Carola. Parece que echa lumbre. Cuando agarra la escoba para darle a la puerta de la Shivi le digo que voy a llamar al 911 y entonces se vuelve contra mí, le grito a la Shivi que me deje entrar con ella, pero esa de bruta nomás la cara tiene. Carola da un paso, me saco la imagen de la Santa Muerte del pecho y se la pongo en la frente como si fuera una bala de plata. Carola reacciona, mira la estampa, se ríe a carcajadas y sin dejar de reírse suelta la escoba. Se sigue riendo fácil una media hora. Al ratito la Shivi se asoma, le hago una seña y nos sentamos a ver reírse a Carola. No hablamos. Carola se harta de reír y tan campante agarra la blusa inservible y la tira a la basura. Jeoffrey no se aparece.

      La Shivi y yo dormimos juntas en la sala.

      En el altarcito de Jeoffrey solo hay una mancha de cera roja derretida, de lo demás, ni rastro.

      * * *

      Desde temprano he tratado de localizar a Jeoffrey. No responde mis mensajes y su teléfono me manda a buzón. Carola ya se fue a trabajar y la Shivi, antes de irse, me dice que no lo deje así, que lo mande a ghostear a su haitana madre en creole. Quedamos en que voy a darme una vuelta por el Latinos para armarle un numerito de novia desesperada, pero lo único que quiero es comprobar que no tuvo nada que ver en lo de Carola. Me siento mal de sospechar de Jeoffrey, pero también es que desaparecer así es una cosa que no se hace. Qué va una a creer.

      Pienso en seguir pistas en el cuarto de Carola, pero no sé qué palpitaciones me empujan a la habitación de la Shivi. Será que con tanto chisme esotérico me estoy volviendo clarividente. Le rebusco los cajones. Nada. Ni debajo de la cama ni en el clóset ni en el tocador. Nada. Me acuesto en el colchón de la Shivi para sentir sus energías y me acuerdo que en “Más negro que la noche” le desbaratan la almohada al personaje de Susana Dosamantes para encontrarle quién sabe qué. Meto la mano en la funda y siento el bulto. Es un atado que adentro tiene una foto de Jeoffrey amarrada con hilo rojo y listón dorado, una especie de talismán hecho con una piedrita enredada en hierbas y un escapulario envuelto en post its rayoneados con la letra de Carola.

      Le tomo una foto y le pido a Siri que me explique qué carajos. La voz de mi Iphone dice que es una hechicería michoacana, ancestral. Sikuákua, dice. Tecleo Sikuákua con las manos sudorosas. Google, voy a tener suerte. Aquellas personas que arreglan y deshacen matrimonios, separan y reúnen parejas y personas, atontan a la gente, saben secar cualquier planta, se transforman en tecolotes, cuervos y otros animales, se vuelven invisibles y pueden volar si lo desean, penetran en tiendas y casas cerradas, cambian de lugar a las personas que están dormidas, dominan a los espíritus malos y se dan cuenta cuando alguien trama algo contra ellas.

      Pinchi Shivi.

      Me tardo poquito en comprender, pero cada vez se va volviendo más claro: a la Shivi también le gusta Jeoffrey y sabe de lo suyo con Carola. Me da mucha lástima que vaya a romperle el corazón a la María José.

      Estos haitianos nomás vinieron a alborotar el gallinero mexa. Por eso, la Shivi anda armando su versión de “Tres mujeres en la hoguera” en una onda muy del Caribe purépecha.

      Siguiendo las instrucciones de Siri deshago el amarre y lo reorganizo. En una mesita hay una foto de la hermana de la Shivi con su familia. Sale el cachorro de su sobrino. Ni modo. Quito el marco con cuidado, recorto al perrito y lo anudo con los hilos y listones que tenía la foto de Jeoffrey. Cambio las hierbas de la piedrita por orégano y albahaca. Reemplazo el post it usado por Carola por un pedazo de papel en blanco. Pongo el atado en su lugar y me guardo las cosas que quité para tirarlas de camino al trabajo. Para ganar tiempo, encuentro un perro en una revista y lo acomodo en el marco. Muy apenas pero sí da el gatazo.

      Me siento como una detective investigadora científica de lo paranormal.

      Estoy realmente orgullosa de mi proeza, checo que todo esté en orden y apago la luz. Despreocupada, relajada, por fin sin el peso del agobio, salgo del cuarto solo para chocar con la Shivi, que ha estado parada aquí no sé desde hace cuánto.

      Me fulmina un pensamiento. Los Sikuákuas lo saben.

      Cuando alguien conspira contra ellos, lo saben.

      Конец


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