Thomas Merton. Sonia Petisco Martínez

Thomas Merton - Sonia Petisco Martínez


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la filosofía quietista del mundo que caracterizó su juventud y primeros años monásticos, al tiempo que le descubrió una escritura crítica purificada por el amor, no contaminada por la amargura o el rencor, y por ende, muy distinta de la que se reflejará en sus primeros poemas: “The thing that attracted people to Pasternak was not a social or political theory, […] not a collectivist panacea for all the evils in the world: it was the man himself, the truth that was in him, his simplicity, his direct contact with life, and the fact that he was full of the only revolutionary force that is capable of providing anything new: he is full of love.”176 Pasternak despertó en Merton una espiritualidad mucho más concisa y profunda, una espiritualidad incardinada en la actualidad de nuestro vivir, en definitiva una religiosidad protohistórica que trasciende toda rigidez formal o fórmula dogmática, respuesta viva en este enigmático cosmos.

      En todo caso, el poeta de Getsemaní vio en el testimonio personal de Pasternak una prueba de que la persona humana íntegra, dedicada a defender los valores humanos fundamentales, podía sobrevivir a las tendencias cada vez más deshumanizantes de una organización social de masas basada en ideologías totalitaristas, una sociedad “constructed out of disconnected individuals, out of empty beings who have lost their center and extinguished their own inner light in order to depend in abject passivity upon a mass in which they cohere without affectivity or intelligent purpose.”177 Como el novelista ruso, Merton abogó por el renacimiento y triunfo de la auténtica libertad humana sobre el poder avasallador de la colectividad y el Estado totalitario: “Pasternak’s view of life [...] is that the individual is more important than the collectivity. His spirit, his freedom, his ability to love, raise him above the state.”178

      A reconciliar estas dos tendencias aparentemente opuestas entre lo individual y lo colectivo le ayudaría mucho la lectura, durante los años sesenta, del libro del psicoanalista persa Reza Arasteh Final Integration in the Adult Personality.179 Merton se interesó mucho por las teorías de Arasteh y escribió un artículo titulado “Final Integration: Towards a Monastic Therapy,” una reflexión acerca de la posibilidad de superar la brecha entre la madurez personal y el compromiso social y alcanzar, de este modo, una personalidad integrada y una visión unificada de la realidad:

      The man who is “fully born” apprehends his life fully and wholly from an inner ground that is at once universal and yet entirely his own. He is in a certain sense “cosmic” and “universal man” […] He is identified with everybody […] He is able to experience their joys and sufferings as his own.180

      Estas líneas describen de forma magnífica el Merton de The Geography of Lograire y tienen, como su último poema, un carácter marcadamente autobiográfico, como si el monje hubiese descubierto a través de la psicología de Arasteh una nueva forma de leer e interpretar su propia historia personal y una clave para resolver sus contradicciones internas y así renacer a una identidad más verdadera y menos sometida: “people are called to the monastic life, so that they may grow and be transformed, ‘reborn’ to a new and more complete identity, and to a more profoundly fruitful existence in peace, in wisdom, in creativity, in love.”181

      En esta unidad insoluble que Merton concedió a la recuperación de una autenticidad personal libre de cualquier forma de poder estatal o eclesiástico, jugó un papel decisivo la aparición a mediados de la década de los cuarenta de una nueva generación de teológos protestantes, entre ellos Karl Barth, Dietrich Bonhoeffer, Rudolf Bultman o Paul Tillich, quienes desde la II Guerra Mundial hasta finales de los años sesenta intentaron acomodar la tradición cristiana al contexto de un mundo moderno secularizado y a las nuevas necesidades de la vida moderna.

      Entre las propuestas del nuevo movimiento estaban disolver la creencia en un ídolo, en un Dios abstracto; trascender la separación rígida entre mundo sagrado (espacios limitados por las paredes del recinto monástico) y mundo secular (fuera del monasterio), o descartar la existencia de una realidad metafísica superior, pero absolutamente disociada de la vida terrenal. Aparecía, así, una nueva libertad más allá de la autoridad eclesial extrínseca o de la sanción favorable o desfavorable con criterios de moralidad exclusivamente heterónomos.

      Al joven Merton de The Seven Storey Mountain o al Merton de Thirty Poems o Figures for an Apocalypse comprometido con el espacio sagrado de su abadía y formado en la separación pre-copernicana entre lo secular y lo sagrado o en la creencia en la necesidad de la autoridad institucional como intermediaria indiscutible entre Dios y el hombre, todas estas ideas de los nuevos teólogos le habrían parecido heréticas. Pero, gracias a su evolución personal durante tres décadas, el maestro de Getsemaní se abrió a la corriente de pensamiento moderno, y sus perspectivas filosóficas y teológicas cambiaron. Al igual que ellos, en la poesía escrita con posterioridad a 1957 supera la división entre lo sagrado y lo profano, entre lo terrenal y lo supraterrenal, y enfatiza la importancia de la libertad y autenticidad personal más allá de cualquier religión puramente formalista basada en el ritual externo. Sus últimos poemas son la manifestación viva, como veremos, de un poeta que se ha liberado de lo que él mismo describió como “a lunar landscape of meaningless gestures and observances,”182 y su naturaleza oscila entre lo concreto y lo desconocido, lo presente y lo presentido.

      No obstante, Merton nunca pudo aceptar todas las conclusiones a las que los nuevos teólogos más radicales llegaron, entre ellas la proclamación de “la muerte de Dios”:

      what is involved in the Death-of-God movement is a repudiation of all discussion of God, whether speculative or mystical: a repudiation of the very notion of God, even as ‘unknowable’ […] The cornerstone of the whole […] movement […] is the formal belief that revelation itself is inconceivable. To say that God is dead is to say that He is silent, that He cannot be conceived as speaking to man […] The whole concept of revelation has now become obsolete because modern man is simply incapable not only of grasping it but even of being interested in it at all.183

      Si bien no puede negarse el hecho de que nuestro monje apreció en esta nueva generación de teólogos la crítica de una religiosidad formal y abstracta que reconocía a un Dios celestial pero no se preocupaba por el sufrimiento humano en la tierra, sin embargo criticó duramente el que éstos substituyesen la adoración de Dios por la idolatría del “Mundo” y eludiesen todo cuestionamiento de la visión pragmática, tecnológica y socio-política del mismo como una mónada autónoma y autosuficiente. Elegir el mundo y rechazar a Dios significaría, en opinión de Merton, la perpetuación del dualismo agustiniano pero vuelto del revés, lo que le hizo rechazar de plano la devoción nada crítica del secularismo moderno en su totalizadora modernidad.

      Con todo, cabe subrayar que los ensayos mertonianos sobre renovación monástica recogidos en Contemplation in a World of Action incluyen las mismas inquietudes e iniciativas de estos grandes pensadores, intentando acomodar la fe anclada en siglos de tradición cristiana a un presente que reconocían y aceptaban como una era post-cristiana: “Christianity too must be profoundly concerned with twentieth-century man, with technological man, ‘post-historic’ man, indeed ‘post-Christian’ man.”184

      A esta síntesis entre tradición cristiana occidental y modernidad contribuyeron especialmente el teólogo suizo Karl Barth y el moralista alemán Dietrich Bonhoeffer. Merton leyó los sermones de Barth y su libro Dogmatics in Outline, y lo que le atrajo de él fue la fusión que éste hizo entre lo ortodoxo y lo iconoclasta. Compartió su énfasis en que el hombre debe trascender la religión humana – entendida como el esfuerzo a veces demasiado cerebral y premeditado del hombre por entrar en comunión con Dios por sus propios medios – y abandonarse a la gracia y a la fe genuina del niño, en el sentido más inocente y evangélico de la palabra “niño.” Sin embargo, no estuvo tan de acuerdo con Barth en su separación radical típica de la escolástica tradicional entre naturaleza y gracia, entre lo sagrado y lo profano, entre Dios y el hombre, lo que Merton denominó “Barthian radicalism.”185 Esta escisión entre lo natural y lo divino característica de una ortodoxia muy conservadora que fue muy criticada a principios de los años sesenta alimentaba la inacción en el terreno de lo social por lo que el monje claramente va a preferir la filosofía de Dietrich Bonhoeffer acerca de “la sacralidad de


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