La estabilidad del contrato social en Chile. Guillermo Larraín
esas acciones destruyen la lógica de asociación voluntaria que pretende el contrato social. Si el derecho que se otorga sobre uno mismo no se retribuye en alguna proporción razonable, ¿en virtud de qué ciudadanos razonables optarán por ser leales con las instituciones que los gobiernan? ¿Por qué pagar impuestos si el Estado es ineficiente y corrupto? ¿Por qué adherir a leyes hechas para favorecer sistemáticamente a las mismas personas? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos si la violencia estatal recae con demasiada frecuencia en las mismas personas?
La deslegitimación de las instituciones democráticas está relacionada con esta dinámica.
Importancia y debilidades del contractualismo
John Rawls, en A Theory of Justice (1971), propone que el contractualismo de Locke, Rousseau o Kant nunca ha tenido la intención de señalar que en los hechos se alcance algún contrato, sino que se busca algo más sutil e inteligente: un principio de justicia subyacente para que la sociedad pueda funcionar lo más cerca posible de un esquema voluntario.
Tal principio permitiría que las personas libres e iguales acuerden obligarse mutuamente. En términos económicos, esta obligación mutua debe entenderse en dos sentidos. Primero, como una obligación de contribuir a la provisión de bienes públicos necesarios para que la sociedad funcione correctamente. En segundo lugar, como tolerancia a las diferentes formas de intervención estatal, esencialmente coercitivas, pero necesarias para promover el interés público, como la regulación.
De existir, este principio permitiría argumentar que las obligaciones mutuas son autoimpuestas por miembros autónomos de esta sociedad. El requisito básico que debe caracterizar al grupo de obligaciones mutuas es que su carga sea equitativa. Es en este sentido que, en la perspectiva rawlsiana, cuando se habla de justicia, se piensa en “justicia como equidad”. Si la carga de las diversas obligaciones mutuas se distribuye equitativamente, el contrato social es viable. Desde esta perspectiva, la justicia es la característica principal de las instituciones en una sociedad libre y democrática. Esta noción de justicia no se refiere a los resultados, sino a la carga de las obligaciones recíprocas.
En la teoría contractualista, el principio de justicia se estableció como uno de igualdad en una “posición original”, que se consideraba como el estado de la naturaleza. Por supuesto, esto no se refiere a un momento histórico preciso, ni a la situación existente en alguna cultura primitiva. La posición original era, por lo tanto, un concepto difuso.
La contribución de Rawls a esta reflexión es que la posición original debe entenderse como esa situación hipotética que permite desarrollar un principio de justicia sin prejuicios. El problema es que nuestra idea de justicia probablemente esté influenciada por la posición que ocupamos en la sociedad. Los ricos considerarán que lo que tienen les pertenece en justicia porque, ellos o sus antepasados, han hecho esfuerzos para acumularlo. Los pobres afirmarán que la sociedad no les ha dado las oportunidades correspondientes y que su precaria situación obedece a las condiciones que se les han impuesto desde hace mucho tiempo. Los ricos pedirán al Estado medidas que, desde la perspectiva de los pobres, pueden ser amenazantes, como la flexibilidad laboral. Los pobres votarán por medidas redistributivas que los ricos considerarán inaceptables y contrarios a los incentivos económicos. Así, la idea de justicia que cada uno tiene se correlaciona con su posición en la sociedad.
Rawls necesita excluir estas posiciones subjetivas del principio de justicia. Una característica que debe tener la posición original es que en ella nadie sabría (ex ante) el lugar que tendría en la sociedad, su clase social, su estatus, fortuna, inteligencia o fuerza. Tal principio de justicia, argumenta Rawls, solo puede surgir detrás de un “velo de ignorancia”, un esfuerzo deliberado para no considerar toda esa información. Solo de esta manera el principio de justicia resultante puede favorecer a alguien en particular.
¿Qué cobertura y qué calidad deben tener los servicios de salud pública? ¿Cuál debería ser el procedimiento para fijar el monto de una expropiación? ¿Cuál debería ser el beneficio de pensión básica? ¿Cuál debería ser el motivo de las fuerzas de seguridad? ¿Debería haber un ingreso básico universal? ¿Cómo facilitar que las empresas innoven y adopten nuevas tecnologías para ser competitivas? ¿Deberíamos buscar una forma de proteger a los desempleados como resultado del cambio tecnológico?
Para responder estas preguntas en un contexto rawlsiano, debiéramos ignorar nuestra posición como empleado o empleador, propietario del capital o proveedor de servicios laborales, del sector agrícola o minero, ambiental o industrial. Solo si cada miembro de la sociedad lo piensa separándose de sus intereses particulares, es posible que surja el interés público. Siguiendo este principio de justicia, se puede argumentar que las obligaciones recíprocas que surgen de él podrían ser el resultado de un acuerdo equitativo (justo) y libre entre los individuos.
La crítica comunitarista
El punto de partida de esta escuela es una doble reacción a la teoría rawlsiana. Por un lado, Rawls tiene una aspiración universalista, en el sentido de que aspira a alcanzar un principio único de justicia. Para el comunitarismo cualquier juicio dependerá de cómo las personas vean el mundo y no tiene mucho sentido buscar un principio al abstraerse de las creencias, prácticas e instituciones reales en las que viven los individuos. Por otro lado, Sandel y otros dentro del movimiento comunitario critican a Rawls por su visión excesivamente individualista del ser humano, dado que el contrato social al que aspira es uno en el que cada individuo se adhiere sobre la base de su conveniencia personal.
Sandel dice en Justicia: ¿qué es lo correcto? (2010) que “es cierto que la mayoría de nuestros argumentos tratan de promover la prosperidad y respetar la libertad individual”, pero no podemos ignorar que de hecho nos importa “qué virtudes son dignas de honor y recompensa, y qué forma de vida debería promover una buena sociedad”. Sandel argumenta que no existe oposición entre la búsqueda de la prosperidad y el respeto de las libertades individuales, y este aspecto del paradigma de la justicia que se refiere a cómo se debe vivir una buena vida.
Después de ilustrar su punto con muchos ejemplos, como suele escribir Sandel, el autor concluye que el consentimiento no es un argumento suficiente para respetar un contrato en todos los casos imaginables. Según Sandel, hay dos límites morales para el contrato. Primero, ese consentimiento no garantiza la equidad del contrato. De hecho, hay muchos casos imaginables (y reales) en los que existe el consentimiento de las partes, pero en los que la posición negociadora es totalmente asimétrica. Un ejemplo obvio ocurre con un monopolista y un consumidor que aceptan un contrato de venta, pero en condiciones desproporcionadamente favorables para el primero. Segundo, el consentimiento puede no ser suficiente para crear una obligación. En una relación comercial, las partes están obligadas a hacer algo bajo el contrato. Esa obligación es exigible en los tribunales. En el caso social, sin embargo, la “obligación” surge de un contrato ficticio. Lo que buscamos es crear condiciones para una adhesión probabilística a los términos del contrato, no obligaciones mutuas reales. No es una obligación exigible, porque al ser un acuerdo político, más bien se trata de generar condiciones para que sea más probable que se cumpla. Esto no sucede en casos extremos. Según Sandel, el contractualismo tendría una dosis de ingenuidad que puede conducir a una mala interpretación.
La dinámica del contrato social para borrar la violencia encarnada
Dentro de la tradición contractualista, Binmore (1996) ofrece un enfoque alternativo basado en la idea de que el “velo de la ignorancia” es un requisito demasiado estricto para ser aplicable. Utilizando la teoría de juegos, Binmore afirma que un contrato social puede entenderse como un equilibrio en el que ningún jugador tiene incentivos para apelar a la posición original con el fin de justificar una reforma. Esto supone que la posición original no puede ser, como argumenta Rawls, un concepto absoluto, un “limbo atemporal” o un “momento fundacional mítico”. El argumento rawlsiano supone un ejercicio sobrehumano: por un lado, hacer una abstracción de cómo se constituye la sociedad en los hechos y, por otro, una abstracción del proceso histórico mediante el cual la sociedad alcanzó su estado actual.
Además, Binmore señala que “cualquier estándar ideal de justicia que elijamos defender debería ser viable en